Estas fechas nos traen, cada año, cosas que siempre se repiten: las luces callejeras, las aglomeraciones, las comidas de empresa, la cantilena de los niños de la lotería, reencuentros familiares que se van haciendo más difíciles a medida que pasan los años… Ya saben ustedes. Pero algo que no falla jamás, lo mismo que la repetición de la película Qué bello es vivir: las listas de los mejores libros del año que termina.
Nunca he sabido para qué sirven esas listas, como no sea para vender unos pocos ejemplares más en la campaña de navidad. Y no creo en ellas por una razón bien fácil de entender: alguna vez me tocó hacerlas a mí y sé bien con qué despreocupación se elaboran. Suelen ser las editoriales las que proponen a los medios los títulos que se incluyen en esa especie de “premio de fin de año”. En el mejor de los casos, esas listas las elaboran unas pocas personas, aunque en realidad casi siempre es una sola la que decide. Pero, fascinados como solemos estar por el poder de la letra de molde, tendemos a creer que esa lista es cierta, que sirve de algo, que esos son de verdad los mejores libros (que, desde luego, no hemos leído) publicados durante el año que se va. Y no caemos en la cuenta de que se trata nada más que de la opinión de una persona; como mucho, de dos o tres.
Los mejores libros son siempre los que nos han impresionado más, los que nos han enseñado algo, o nos han divertido, o estremecido. A cada cual. Yo quiero proponerles uno hoy. Sin duda, la mejor novela (pero ¿es ficción?) que he leído en muchísimo tiempo, no solo en este año azaroso y turbulento de 2024. Se titula La luz que nos guía y la ha publicado el gallego Álvaro Otero en Galaxia Gutenberg. Tengan cuidado los incautos porque son 600 páginas. Y no sobra ni una.
Cinco amigos, apenas unos críos, se ven arrastrados en España por una peste que devastó el mundo hace un siglo y que parece estar regresando ahora: la pandemia de los “ismos”. Los más feroces que haya padecido la humanidad, porque su fuerza era tan terrible que no dejaba sitio para nada más. El comunismo, el anarquismo, el fascismo, el nazismo, el trotskismo y por ahí seguido hasta sembrar el mundo de cadáveres. Los chicos, ellos y ellas, caen a un torrente que acabará con todo: el del fanatismo. Comienza con el odio –porque era odio– al enemigo político durante la República española. Luego llegó la guerra civil. Sometidos a una vorágine emocional que no les dejaba pensar, unos acabaron el los campos de concentración nazis, otros en la división azul, otros en la Rusia de Stalin; alguno hubo que anduvo dando tumbos por Europa durante treinta años, pero a todos, sin excepción, les pasó la historia por encima como las cadenas de un tanque. Les destrozó la vida. Y lo peor es que varios de ellos siguieron, durante años y años, deslumbrados por aquella luz que les guiaba sin darse cuenta de que les había dejado ciegos.
La novela es terrible. Lo repito: terrible. Álvaro Otero ha tardado diez años en terminarla. No tiene este hombre piedad con el lector cuando describe el horror. Y lo peor de esa crueldad es que es fría, descriptiva, casi periodística. El autor solo cuenta lo que pasó, no toma partido ni trata de convencernos de nada, no moraliza ni enfatiza. Basta con el relato de lo que sucedió, no hace falta nada más para dejar al lector sin sueño. Porque el lector sabe que todo lo que está leyendo, hasta el menor detalle, ocurrió de verdad: Otero ha pasado años investigando hasta reunir miles de teselas de un mosaico que él ha ordenado luego con una irresistible fuerza narrativa.
El humor y también el sexo, e incluso el amor, en medio de la muerte. Todo eso ocurrió de verdad, son historias auténticas y documentadas que el autor ha usado para construir un edificio literario que pone los pelos de punta
Pero todo es cierto. Las espeluznantes escenas de Carlos (uno de los personajes) amansando con mentiras a los judíos que llegaban a Auschwitz para que entrasen confiados en las cámaras de gas; esos mismos judíos a los que un rato más tarde arrancaría los dientes de oro con unos alicates, son auténticas. Como lo es la conciencia del muchacho de que un día u otro sería él el asesinado, pues era un preso más, elegido para formar parte de los terroríficos “Sonderkommando”, que eran el límite de la abyección humana. La muerte del párroco, quemado vivo en su iglesia por aquellos críos que cantaban himnos y creían en la revolución. La brutal caminata de los divisionarios españoles a través de Rusia. El frío, el espantoso frío que llena todo el libro. El humor en las situaciones más duras que uno pueda imaginar. El humor y también el sexo, e incluso el amor, en medio de la muerte. Todo eso ocurrió de verdad, son historias auténticas y documentadas que el autor ha usado para construir un edificio literario que pone los pelos de punta.
No voy a destriparles la novela, no se preocupen. Reconozco que lo he pasado verdaderamente mal leyéndola, pero no la podía soltar. Y mi conclusión es esta: todos los fanatismos se parecen. Da lo mismo de qué color sea la bandera, es igual lo que digan las resonantes letras de los himnos, qué se haga con la mano o con el puño. La luz que les guía a todos es la misma. Una luz que no permite la reflexión personal, el análisis y mucho menos la crítica o la disidencia. Eso no es nuevo en la historia de la humanidad, que lleva milenios pastoreada por distintas creencias, profetas, héroes o caudillos. Pero nunca los efectos del fanatismo, de los distintos fanatismos que dieron en embestirse mutuamente, había provocado tal mortandad, tal locura colectiva. Presos hubo en las remotas y heladas madrigueras del gulag soviético que siguieron convencidos, durante muchos años, de que el estalinismo era la salvación de la humanidad, y de que el propio Stalin era un ser providencial y bondadoso; ellos solo habían tenido mala suerte, estaban allí sepultados por un simple error. Y no había forma de sacarles eso de la cabeza. Fíjense, si leen el libro, en el personaje de Elena.
Recuerden la guerra de Bosnia, que ocurrió ahí mismo y hace muy poco: todos tenemos memoria de qué paso en Srebrenica. Recuerden Ruanda. Miren lo que ocurre hoy en Ucrania
El sentimiento de unos chavales que entran en una escuela española de los años 30 para arrancar los crucifijos que los niños llevan al cuello no es esencialmente diferente de quien manda gasear a tres mil judíos. Cambian los resultados, no la intención ni la luz que –están convencidos– des ilumina. Y no hay nada más terrible para alguien que ha caminado tras esa luz que comprobar, un día u otro, que todo era mentira. Que esa luz era inventada. Que no era más que un pretexto para regresar a lo peor que tiene la especie humana, los defectos de su código genético: la propensión inexorable al mal, al daño, al odio. Thomas Hobbes habló bastante de esto. Se le tiene por pesimista. Y vivió en la Inglaterra del siglo XVII, nunca pudo ni siquiera imaginar los mortíferos “ismos” del XX. Qué habría dicho…
Cuando leemos un libro como este tendemos a pensar, yo creo que instintivamente, que eso es el pasado, que semejantes barbaridades ya no son posibles en el mundo de hoy, mucho más perfecto y evolucionado. Que ahora somos mejores. No hace falta demasiado esfuerzo para comprobar que eso es falso. Recuerden la guerra de Bosnia, que ocurrió ahí mismo y hace muy poco: todos tenemos memoria de qué paso en Srebrenica. Recuerden Ruanda. Miren lo que ocurre hoy en Ucrania. O en Gaza.
No sirve de gran cosa lamentar los desastres cometidos por los hombres y enhebrar adjetivos para relatarlos. Lo más eficaz es describirlos con la frialdad de un forense o de un periodista. Eso es lo que hace Álvaro Otero en este libro, La luz que nos guía: nos pone sobre la mesa todos los datos para que seamos nosotros quienes concluyamos que todo, y desde luego lo peor, puede volver a pasar. No sé si está en las listas ceremoniales de los mejores libros del año, pero para mí eso es lo que lo convierte en indispensable.
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