Es sabido que los políticos profesionales mantienen relaciones complicadas con la verdad, por decirlo suavemente. En el mundo angloparlante, más aficionado al understatement, es frecuente acusar al adversario político de ser ‘económico con la verdad’, una expresión que acuñó Edmund Burke para recomendar prudencia y buen juicio en su manejo. No podía imaginar Burke que la expresión se convertiría en un latiguillo con el que zaherir al contrario, refiriéndose eufemísticamente a la ocultación y la falsedad en política. Por aquí, donde somos menos dados a la ironía, preferimos hablar sin rodeos de mentiras.
Que mentiras y falsedades sobreabundan en nuestro panorama político tampoco es noticia que vaya a sorprender a nadie. Lo hemos visto estos días con el debate en torno a la ley de reforma de los delitos sexuales, más conocida por el eslogan del ‘solo sí es sí’. Fue un cambio legislativo que se defendió con una serie de falsedades manifiestas, la más importante de las cuales es que hasta entonces la ley no reconocía la importancia del consentimiento en los delitos contra la libertad sexual.
Como se negó que fueran a producirse las rebajas en las condenas que estamos viendo, de lo que estaban avisados por informes oficiales como el de Consejo General del Poder Judicial; ahora se niega que se negaran. O se alega que la reforma, con la fusión de los abusos y las agresiones sexuales en un solo delito, venía obligada por el Convenio de Estambul, cosa que no encontrará quien acuda al texto de marras. Siempre queda, como último recurso, esparcir rumores sin fundamento sobre ‘el machismo de los jueces’ (aquí ya no habría ‘jueces y juezas’).
A pesar de la concurrencia, quien no parece tener igual en lo tocante a hacer economías con la verdad es Pedro Sánchez. Recuerden sus reiteradas protestas en una entrevista televisiva, donde trazaba una línea roja en la defensa de la Constitución: ‘Si quieres, lo digo cinco veces o veinte durante la entrevista. Con Bildu no vamos a pactar. Con Bildu, se lo repito, no vamos a pactar’.
Lo siguió repitiendo con el resultado que conocemos: los socialistas han convertido a Bildu en un socio parlamentario preferente desde que en 2020 acordaron con ellos la derogación de la reforma laboral; ahora acaban de pactar con los herederos políticos de ETA la retirada de la Guardia Civil de tráfico de Navarra. Una cesión cuya carga simbólica es imposible de ignorar y que los abertzales han festejado como merece, sin ahorrarnos las gracietas.
A tal punto llega la cosa que escribir sobre ‘las mentiras de Sánchez’ se ha convertido en un lugar común de las columnas de opinión
A lo largo de su carrera, Sánchez ha hecho todo tipo de declaraciones altisonantes, algunas memorables como cuando explicó en campaña que la simple idea de un gobierno de coalición con Unidas Podemos no le dejaría conciliar el sueño (¡como al 95% de los españoles! ¡Serían dos gobiernos en vez de uno!), para desmentirlas con los hechos en cuanto tuvo ocasión. No es hombre que se deje aherrojar por sus palabras. A tal punto llega la cosa que escribir sobre ‘las mentiras de Sánchez’ se ha convertido en un lugar común de las columnas de opinión. Al principio había quien las enumeraba, como algún esforzado en Twitter, pero uno pierde la cuenta al final. Como efecto de la acumulación, lo que provocaba indignación y aspavientos deviene poco menos que rutinario.
Esto plantea alguna que otra paradoja. En un artículo titulado precisamente ‘Sánchez y las mentiras’, Manuel Arias Maldonado se detenía en las razones que el presidente del gobierno ha dado para justificar la reforma del delito de sedición, como esa de que sería necesaria para homologarnos con los tipos penales de los países europeos, sin concretar con cuáles. A nadie se le escapa que es parte del precio que paga por el apoyo de los independentistas catalanes, gracias a cuyos votos se mantiene en la Moncloa. De no necesitarlos dicha necesidad desaparecería ipso facto, como todos sabemos, incluyendo a los votantes socialistas.
Como bien apunta el profesor de ciencia política, ‘sus argumentos están vacíos. Y es que no son verdaderos argumentos, sino los disfraces cambiantes de una estrategia política que tampoco guarda relación con contenidos ideológicos o convicciones personales discernibles’. Lo que nos mete de cabeza en la aporía que señala: podríamos decir que Sánchez no miente, puesto que a estas alturas nadie puede pensar que dice alguna vez la verdad.
Vistas así, las razones públicas de Sánchez serían como esas excusas que damos sabiendo que nuestro interlocutor sabe perfectamente que son falsas y que nosotros sabemos que él lo sabe. En tales casos no cabe llamarse a engaño. Pero entonces se caería una de las tres condiciones que figuran en la definición tradicional de mentira, según la cual miente quien dice algo falso con la intención de engañar. Sin esta última no habría propiamente mentira.
El mentiroso se preocupa por la verdad por cuanto que trata de ocultarla. No ignora la diferencia entre lo verdadero y lo falso, puesto que pretende reemplazar lo uno por lo otro
Quizás deberíamos mirar en otra dirección. En nuestra cultura pública, sin duda, el mentiroso parece como el ejemplo por excelencia de quien falta a la verdad, pero hay otros géneros fraudulentos a la hora de tergiversar las cosas, aparte de la mentira. En el caso de Sánchez hay dos pistas que dan que pensar. Como antes se mencionaba, una es que sus discursos suenan vacíos, diseñados meramente para labores de camuflaje y por tanto huecos, como el propio personaje. No menos importante es que diga una cosa y después haga o diga la contraria sin sentirse concernido en modo alguno por la necesidad de justificar o explicar el cambio de opinión. La coherencia impone al fin y al cabo una disciplina mínima de la que no es fácil desembarazarse.
Esa falta de disciplina es significativa, pues deja traslucir una despreocupación por la verdad que no es la del mentiroso. En realidad, el mentiroso se preocupa por la verdad por cuanto que trata de ocultarla. No ignora la diferencia entre lo verdadero y lo falso, puesto que pretende reemplazar lo uno por lo otro; es más, al contar una mentira se somete a las constricciones de la realidad si quiere hacerla pasar por verosímil, pues ha de insertarla en un punto preciso, donde no quiere que figure la verdad, de un modo que no desentone y encaje con el resto. No siempre es fácil y el mentiroso puede verse empujado a nuevas falsedades con objeto de salvar las apariencias. Pero esa búsqueda de consistencia no deja de ser una forma paradójica de rendir tributo al valor de verdad, del que el mentiroso no puede desentenderse.
Cosa bien distinta es lo que en el mundo angloparlante llaman bullshit. De uso coloquial, la expresión no admite fácil traducción, pues literalmente sería algo así como ‘caca de la vaca’ (o del toro). Suele traducirse por ‘charlatanería’, pero para nosotros el charlatán es el que parlotea sin discreción y habla demasiado. No importa mucho, pues Harry Frankfurt le dio a la palabra inglesa un sentido técnico en un ensayito breve que fue en su momento un inesperado best seller filosófico.
Allí sostenía que quien se abre paso mediante el bullshit dispone de un margen de maniobra mucho mayor que el mentiroso, por la sencilla razón de que no le importa en absoluto si lo que dice es verdadero o falso. En consecuencia, no se deja condicionar como aquel por la verdad de lo que dijo antes o dirá después, sino que avanza despreocupado; puede ser, por así decir, un falsario panorámico, libre de restricciones.
Para entender al bullshitter hay que ver que solo le interesa el efecto que causa o la impresión que produce con sus palabras, mientras le resulta indiferente la verdad de estas
Para entender al bullshitter hay que ver que solo le interesa el efecto que causa o la impresión que produce con sus palabras, mientras le resulta indiferente la verdad de estas. No nos oculta como el mentiroso los hechos o lo que toma por hechos, sino algo acerca de sí mismo: que en la persecución de sus objetivos no presta atención a la distinción entre verdadero y falso. De ahí que el carácter fraudulento de su discurso no esté tanto en las falsedades que cuenta, como en esa actitud de indiferencia a la verdad.
No puede extrañarnos por ello la conclusión a la que llega Frankfurt, para quien el bullshit es peor enemigo de la verdad que la mentira. Al fin y al cabo, el embustero no deja de tener presente la verdad que tergiversa, mientras que al charlatán le trae sin cuidado y desprecia la disciplina que conlleva. Deberíamos corregir en consonancia nuestra tendencia a ser más permisivos con el bullshit que con la mentira, subestimando sus efectos corrosivos en la vida pública (o en la academia, que de eso habrá que hablar otro día). Hay motivos para preocuparse y no es el menor de ellos que un presidente del gobierno encaje tan bien en la descripción.
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