Las medidas fiscales que el pasado jueves anunció el Gobierno relativas al IRPF revelan, en mi opinión, hasta qué punto la llegada de cualquier nuevo titular al Ministerio de Hacienda le convierte en secuestrado de una obligación que se ha autoimpuesto el Estado: recaudar impuestos cuanto fuera y como fuese. Es tan grande y perentoria la necesidad de proveer recursos para financiar el monstruoso volumen de gasto público que de manera suicida hemos construido, que el ministro de turno se siente obligado a obtenerlos de cualquier modo, aunque sea faltando a la ética más elemental, a cualquier sentido de justicia, a la obligada legitimidad de ejercicio que debe prevalecer en el uso del poder, a los derechos individuales reconocidos en la Constitución, a lo que resulte menester.
Es cierto que, en un intento de minimizar las consecuencias inmediatas en la opinión pública y los efectos electorales mediatos, la ingeniería publicista del Gobierno ha diseñado un plan para intentar disimular la atrocidad cometida. Ejecutándolo, el jueves pasado la ministra de Hacienda anunció determinados cambios en la tributación de los rendimientos del trabajo personal que aliviarían la carga fiscal de los asalariados con ingresos inferiores a 21.000 € que, según ella, suponen el 50% de los trabajadores españoles. Como bien ha demostrado Mercedes Serraller en Vozpópuli, en realidad los beneficiados serán solo el 20% de los declarantes de IRPF que tienen rendimientos de trabajo personal. Cosas de la ingeniería publicista.
Por elevados que sean sus ingresos ningún contribuyente debiera ser atracado mediante el ilegítimo uso tributario de la inflación
Solo con la explicación ofrecida puede entenderse que la ministra de Hacienda, hoy una secuestrada, afirmase sin despeinarse que el Gobierno rechaza categóricamente la deflactación del impuesto. La deshonestidad que supone utilizar como impuesto una inflación próxima al 10% para enriquecer ilegítimamente el Estado empobreciendo de modo injusto a los contribuyentes, es de tal dimensión que su reflejo en el estado de la opinión pública es inevitable, como lo será en su momento el coste electoral que provocará al Gobierno que lo ha decidido y anunciado. Pero resulta evidente: antes que perder recaudación tributaria, han optado por la deshonestidad fiscal.
Pero conviene centrarnos en el límite cuantitativo -21.000 €- elegido el Gobierno como frontera para establecer qué contribuyentes se salvarán de la quema y cuales serán víctimas del expolio fiscal fruto de la voracidad recaudatoria ilimitada del Gobierno. Con independencia de que, en mi opinión, por elevados que sean sus ingresos ningún contribuyente debiera ser atracado mediante el ilegítimo uso tributario de la inflación, merece la pena profundizar en el límite elegido. En una deducción lógica, la decisión del Gobierno equivale a considerar que aquellos trabajadores cuyo sueldo exceda de 21.000 € no están siendo afectados ni por la actual crisis económica, ni por la inflación, ni por su utilización como impuesto. O alternativamente, que, resultando afectados, no son acreedores a las medidas paliativas previstas en el IRPF para los que tienen un sueldo inferior. La primera opción es objetivamente falsa, de modo que resulta obvio que es la segunda la que ha iluminado la decisión del Gobierno.
Entre perder este volumen de ingresos o dejar huérfanos de alivio fiscal a tres millones y medio de trabajadores cuyo sueldo es inferior a 30.000 €, el Gobierno ha optado por esto último
Pues bien, que el Gobierno haya decidido dejar a los trabajadores cuyo sueldo esté comprendido entre 21.000 y 30.000 €, recordemos que el salario medio en España es 26.832 €, ayunos de cualquier medida paliativa en el IRPF demuestra una insensibilidad social incomprensible y, aún más, inadmisible. Pero claro, aquellos son tres millones y medio de declarantes del IRPF. Por ello, de creer las cifras aportadas por la ministra Montero, según las cuales la medida prevista para los trabajadores con sueldo inferior a 21.000 € supondrá un coste recaudatorio per cápita para Hacienda de 746 €, su extensión para aquellos cuyo salario está entre 21.000 € y 30.000 € supondría una merma en la recaudación de 2.600 millones de euros. Está muy claro, entre perder este volumen de ingresos o dejar huérfanos de alivio fiscal a tres millones y medio de trabajadores cuyo sueldo es inferior a 30.000 €, el Gobierno ha optado por esto último. Como hemos señalado, no cabe mayor muestra de insensibilidad social pero ya se sabe, en su secuestro la ministra de Hacienda se siente obligada a recaudar cuanto fuera y como fuese.
Análogos cálculos y consideraciones pueden realizarse referidos a los trabajadores cuyo sueldo se sitúa entre 30.000 € y 60.000 € que evidentemente no forman parte ni de los ricos ni de los poderosos a los que Pedro Sánchez se refiere con indisimulada inquina. En este caso estamos hablando de cuatro millones de declarantes, y el coste recaudatorio de aplicarles en su IRPF la medida paliativa anunciada por la ministra de Hacienda representaría un coste de 3.000 millones de euros adicionales al anterior. Demasiado para una ministra secuestrada por la necesidad recaudar cuanto fuera y como fuese.
La relevancia de lo expuesto en los párrafos precedentes es innegable, pero es aún mayor si se considera que lo descrito no constituye más que un ejemplo concreto del funcionamiento del Fisco español que, abstrayéndose de la aplicación de cualquier límite moral o ético, no responde en su actuación a otra finalidad que no sea obtener más y más ingresos tributarios. Y ese único norte es el que condiciona toda su política y toda su gestión: el diseño del sistema fiscal, el de los procedimientos tributarios, la praxis seguida en su aplicación o la retribución variable de los funcionarios que los aplican. Con estos mimbres se ha construido “La hernia fiscal que estrangula a los españoles” (pido perdón por citar el subtítulo del libro Impuestos o libertad que he publicado recientemente).
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación