Todo el mundo, pasados los 30, ha asistido a demasiados funerales. Durante un velatorio hay tiempo para todo, y todo lo marca la necesidad de asumir la pérdida y de comprender el hecho. Hay tiempo para el llanto desconsolado, para el brote incontrolable y para el sollozo calmado, que es lo más difícil de soportar en silencio. Hay momentos de pausa, en los que uno se evade de todo y de todos. Y hay también, afortunadamente, instantes en los que reina una extraña tranquilidad; los más afectados sonríen, bromean o incluso ríen. Una tristeza seca queda instalada para siempre en el ánimo, pero no se convierte necesariamente en un estado permanente.
En los funerales se empieza a entender que existe una naturaleza humana, y también que cada humano es un mundo. Hay infinitos modos en el llanto, en el consuelo y en la culpa. Hay infinitas maneras de enfrentarse a la muerte de los otros, que es lo más doloroso de la vida. En esos momentos nos alcanza la terrible certeza de que lo que produce miedo en nuestra muerte no es el dejar de existir, sino saber que la nuestra se convertirá también en un hecho doloroso para quienes nos quieren.
En los funerales comenzamos a entender que existe una naturaleza humana, pero ésta nos une tanto al cielo como al barro. Rebuscar clavos para la batalla ideológica entre los muertos es uno de los actos más mezquinos que el ser humano puede cometer. Es lo que ha ocurrido con el funeral por la muerte de Daria Dugina, la hija del filósofo ruso Aleksandr Dugin.
Una foto del padre sonriendo -ese instante concreto y aislado en el infinito de unas horas- ha servido para alimentar la teoría de que fue la propia Rusia -el propio Dugin- quien asesinó a Dugina. Ha habido otras teorías promovidas por expertos con máster en tanatopraxia y política internacional, pero la de la muerte y la sonrisa es la más rastrera de todas, no por la imposibilidad de tal implicación, sino por poner en una sonrisa la prueba de la culpa.
Si decimos que Dugin es culpable -o aún peor, indiferente- porque sonrió en el funeral de su hija estamos cometiendo un acto despreciable. No contra Dugin, a quien no conocemos, sino contra todos nosotros
La sonrisa de Dugin no puede ser una prueba de su maldad, de su participación en un crimen horrible ni de su indiferencia. No basta con un instante bien escogido para calar el alma de un hombre, porque todos hemos sido un padre, un hermano o un amigo que encuentra un momento de respiro en el desgarro que supone siempre la muerte. Si decimos que Dugin es culpable -o aún peor, indiferente- porque sonrió en el funeral de su hija estamos cometiendo un acto despreciable. No contra Dugin, a quien no conocemos, sino contra todos nosotros, que en algún momento hemos sido alguien que sonrió en un funeral o que intentó aliviar la tristeza de un familiar.
Claro que es posible que la hija fallecida fuera una pieza importante en la guerra contra Ucrania, que los servicios rusos hayan planeado el asesinato o incluso que el padre fuera conocedor del plan. Tan posible como que el asesinato lo haya cometido un agente ucraniano, que el objetivo fuera el padre o incluso que haya sido obra de unos partisanos rusos. Todo eso forma parte del reino de lo posible, al menos para quien esto escribe, porque los límites de mi conocimiento son los límites de mi columna, pero hay algo que no es posible sino seguro: de la sonrisa del padre en el funeral de su hija no puede sacarse ninguna verdad sobre su dolor ante la pérdida. Si lo hacemos, debemos estar dispuestos a vilipendiar a nuestros familiares más queridos, a nuestros amigos y a nosotros mismos cada vez que tengamos que enfrentarnos a la muerte de los otros.
En cuanto al atentado, poco hay que decir. Desconozco quién ha sido el autor, a quién interesa en mayor medida y cuál es la relación entre las ideas de Dugin y los miserables actos de Putin. Poco hay que decir, pero se dice, claro. Y a veces se dicen tantas cosas que se omite lo más importante: Daria Dugina fue asesinada.
Las reacciones al asesinato de Dugina, unos justificándolo y otros trazando líneas de culpa entre la risa y la bomba, son el último episodio en este espectáculo terrible
Es comprensible que alguien se alegre por la muerte -el asesinato, la eliminación- de un líder terrorista. Cuando la delimitación de "terrorista" incluye a simpatizantes, sospechosos o familiares, la comprensión comienza a ser más difícil. Y desde luego cuesta mucho entender cómo alguien puede rebajarse hasta el punto de ver en una sonrisa la prueba de que un padre ha conspirado para que asesinen a su hija.
Estos seis meses de invasión han sido una nueva demostración de que la empatía es algo muy peligroso. Las muestras de cariño hacia los ucranianos han estado siempre acompañadas de mensajes muy duros y categóricos contra todos los rusos. Las reacciones al asesinato de Dugina, unos justificándolo y otros trazando líneas de culpa entre la risa y la bomba, son el último episodio en este espectáculo terrible. "Tenemos que evitar ser como ellos", nos decimos. Pero no es exactamente eso. Tenemos que evitar ser la peor versión de nosotros mismos.
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