Ésta no será una pieza sobre los resultados de las elecciones europeas. Son demasiadas elecciones en los últimos meses. Generales. Autonómicas gallegas, vascas, catalanas. Municipales. Siempre la sensación de que alguna tendrá que repetirse a los pocos meses. Y siempre la sensación de que en el fondo es siempre la misma. Ayer se celebraron las elecciones al Parlamento Europeo, y mientras escribo esto no tengo ni idea de quién ganará. No me interesa tanto como para haber ido mirando las encuestas, aunque sé que en Europa se decide mucho de lo que nos afecta. Tal vez sea por eso. Reacción contra una Europa vacía, ciega y gigantesca que ha sustituido al marxismo utópico como proveedor de sentido político.
También sé que, de nuevo, las elecciones las habrá ganado o perdido el PSOE. Desde hace mucho tiempo vivimos en un plebiscito permanente sobre Pedro Sánchez. Un plebiscito asimétrico, porque los triunfos pírricos lo refuerzan y las derrotas no tienen ninguna consecuencia. Sánchez, por su parte, vive en una rebelión perpetua contra la oposición y los jueces. Para él son lo mismo. La justicia es parte de la oposición, porque la justicia y las leyes no permiten que opere como él quiera. Se atreven incluso a examinar los negocios y los conflictos de interés de su mujer, de miembros del Gobierno y de miembros de su partido. En su narrativa, cualquier investigación forma parte de la gran conspiración política, judicial y mediática para expulsarlo del poder. Es curioso. A pesar de esta gran conspiración, ha conseguido aprobar una ley para amnistiar a los responsables de un golpe de Estado real. No metafórico. Posmoderno, como dijo atinadamente Daniel Gascón; pero real.
Los periodistas al servicio del Gobierno salen rápidamente a cuestionar a los jueces. Cada semana repiten aquella portada del Daily Mail: ENEMIES OF THE PEOPLE. Enemigos del pueblo. Porque Sánchez es el pueblo, el PSOE es el pueblo, el Gobierno es pueblo, su mujer es el pueblo y el pueblo no se toca. Es sagrado. Incapaz de cualquier mal. Proveedor de todo lo bueno.
Es gracioso recordar cómo llegó al poder Pedro Sánchez: moción de censura “contra la corrupción” apoyada en una sentencia que incluía un párrafo literario, de autor
La justicia no debe interferir en procesos electorales en marcha, señalaban hace unos días los departamentos de prensa externalizados. Cuando recordamos que vivimos en una perpetua campaña electoral vamos entendiendo el fondo del asunto. El proceso electoral nunca se cierra; la vigilancia al Gobierno nunca debe abrirse, porque interfiere en el proceso. Es gracioso recordar cómo llegó al poder Pedro Sánchez: moción de censura “contra la corrupción” apoyada en una sentencia que incluía un párrafo literario, de autor. Recordar cómo llegó al poder José Luis Rodríguez Zapatero hace menos gracia; pero es necesario para entender dónde estamos.
La campaña electoral para las europeas la ha protagonizado Begoña Gómez. Lejos de ocultarla o de dar explicaciones, el PSOE la ha llevado a los mítines para que los fieles griten su nombre. Sánchez, en una especie de experimento político-social para ver hasta dónde se pueden dejar arrastrar, reivindicó la figura de Magdalena Álvarez para arropar a su esposa. “Tampoco soy yo el primer presidente socialista que ha sufrido y ha sido objeto de ese ataque. Aquí tenemos también a Magdalena, ex ministra malagueña. El vil ataque de la derecha y la ultraderecha durante muchos años”. Magdalena, condenada por el fraude de los ERE. Se levanta y los asistentes al acto aplauden. Si la campaña dura un par de semanas más aparecen en los mítines con fotos y pancartas de apoyo a Vera y Barrionuevo. Los GAL, los ERE, las corruptelas de ahora. Terrorismo, prevaricación, malversación. Siempre son víctimas de procesos judiciales injustos. Siempre son el objetivo de la derecha y la ultraderecha. Nunca deben rendir cuentas. Nunca deben cumplir sentencia.
Más oportunidades, si sabías moverte y a quién dirigirte. Cartas de recomendación. Palabras vacías y palabras cargadas
Begoña Gómez encarna a la perfección la máxima romana, al menos formalmente. No sólo lo es, sino que también lo parece. Desde 2020 sabemos qué es, qué hace y cómo actúa. En octubre de aquel año varios periódicos la presentaban en los publirreportajes como “experta en el tercer sector”. Tuvieron que hacer una triquiñuela para que alguien como ella pudiera dirigir un máster en la Complutense. Un máster en “Transformación Social Competitiva”. Experta en cosas que inventan ellos. Estábamos saliendo de la pandemia. Algunos. Otros no salieron. Otros tuvieron que cerrar sus negocios. Ella hablaba de nuevas sensibilidades, nuevas miradas, nuevas oportunidades. “Esta transformación es estructural (...) Para lograrla las compañías van a necesitar perfiles específicos que lideren estos cambios. El máster que Gómez codirige en la UCM es pionero en la universidad pública en formar estos perfiles multidisciplinares que las empresas precisan para este cambio estructural y estratégico”. Después vino la recuperación. También tenía un máster para ello. Máster en captación de fondos. Más oportunidades, si sabías moverte y a quién dirigirte. Cartas de recomendación. Palabras vacías y palabras cargadas.
Todo esto se está investigando ahora, pero se conocía ya en 2020. La corrupción no está sólo ni principalmente en el conflicto de intereses ni en el posible tráfico de influencias. La corrupción original está en el hecho de que alguien como Begoña Gómez -y muchos como ella- sea considerada una experta de prestigio por una universidad. Leímos los publirreportajes, escuchamos sus discursos. Todo estaba publicado. Siempre fue lo que parecía. Pero es lo de aquella escena de La gran apuesta: no estaban confesando; estaban jactándose.
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