Opinión

La Obra

Tienen un inmenso poder, sobre todo económico y educativo. Han sobrevivido un siglo; no será tan sencillo impedir que sobrevivan otro

Tuvo que intervenir mi padre porque aquello era una persecución en toda regla. Mi amigo Pablo y yo (éramos compañeros de clase; andaríamos por los dieciséis años, no más) me convenció para que fuésemos a estudiar juntos a un piso que él conocía, grande y cómodo, en el centro de la ciudad. Buena idea: se estudiaba bien allí. Pero, para mi estupefacción, a las doce del mediodía nos llamaron para que fuésemos a rezar el Ángelus a una sala grande en la que habría, no sé, quince o veinte personas. Yo no entendía gran cosa. Luego volvimos a los libros.

Por poco tiempo, porque al rato me llamó un chaval poco mayor que yo, de ojos ígneos, Javier se llamaba, y me soltó un vibrante discurso sobre Dios y sobre la santidad en la vida diaria y sobre un cura del que yo no había oído hablar en mi vida, el padre Escrivá, que por lo visto era muy santo. Yo aguanté el inesperado (e incomprensible) chaparrón y traté de decir dos o tres cosas, pero era imposible: aquel Javier hablaba sin respirar y casi a la misma velocidad que hoy usan quienes te llaman al móvil para convencerte de que cambies de compañía. Dije que pensaría en todo aquello.

Buena la hice. Javier empezó a llamarme dos, tres, cinco veces diarias. Un acoso en toda regla. Mi padre, que había sufrido una crisis nerviosa cuando le dije que estaba “en contacto” con el Opus Dei (“Lo que te faltaba, Luisito; esto era ya lo que te faltaba”), me propuso ponerse él al teléfono cuando volviese a llamar aquel desquiciado. Lo hizo. Le dijo, a gritos, cosas que hoy no publicarían ni en Twitter, para que se hagan ustedes una idea. Javier no volvió a llamar. Y Pablo y yo acabamos distanciándonos. No le he vuelto a ver. Y nos queríamos mucho.

Durante muchos años formaron parte de la dirección del Partido Popular, pero estaban también en la judicatura, en la banca, en el ejército, en las grandes empresas. Eran la elite

Pensé que me había librado de “la Obra” de Escrivá para el resto de mis días. Craso error. A lo largo de mi vida profesional he tenido que escribir muchísimo sobre ellos. Acabé leyendo decenas de libros, tanto favorables como críticos. Estuve en Roma en mayo de 1992, en la beatificación de Escrivá (hice el viaje en autobús desde Barcelona, rodeado de ancianitos inolvidables), y también en la canonización, diez años después; en ambos casos, el poder de convocatoria del Opus Dei se demostró escalofriante. Entrevisté a miembros y a exmiembros. Me convertí en una especie de “experto” en algo que, la verdad sea dicha, nunca me interesó demasiado. Pero la vida, a veces, es terca. Incluso he visto varias veces la magnífica película Camino, de Javier Fesser (2008) donde nada es lo que parece.

La “Obra” del padre Escrivá (odiaba que le llamasen así; la verdad es que tenía un carácter terrible aquel hombre) cumplirá un siglo dentro de seis años y ha pasado por muchas vicisitudes, tanto en el mundo de la política como de su situación dentro de la estructura del Vaticano. Fue, durante décadas, la principal “oferta religiosa” del catolicismo para la gente de la clase alta. Se convirtió en un refugio, y en un prodigioso trampolín, para los bien preparados trepas del franquismo de camisa blanca y no azul, para los llamados tecnócratas de los años 60 y 70. Mandaban muchísimo y, esto sobre todo, tenían un poder económico que les convertía casi en inexpugnables. Durante muchos años formaron parte de la dirección del Partido Popular, pero estaban también en la judicatura, en la banca, en el ejército, en las grandes empresas. Eran la elite. Y en buena medida lo siguen siendo, aunque cada vez con más discreción.

Los papas se ocuparon de ellos… pero no todos en el mismo sentido. Pío XII les miraba con simpatía, pero aquel hombre tenía de su monarquía un concepto absoluto y sobre todo personal (ni siquiera nombró secretario de Estado a la muerte del que heredó, el cardenal Maglione), y no tenía humor para atender a los extraños requerimientos de aquel cura aragonés que tan hábilmente se movía por los pasillos de los palacios apostólicos. Se limitó a nombrar a Escrivá “prelado doméstico”, que era algo que no comprometía a nada y que permitía al “fundador” vestir la sotana con ribetes, botones y fajín morados. Y que le llamasen “monseñor”. Le hizo mucha ilusión (era bastante presumido) pero nunca lograría, en vida, ninguna otra cosa.

Montini se había propuesto separar a la Iglesia española del franquismo al que tanto y tan bien había servido el Opus Dei

A Juan XXIII no le dio tiempo a nada; bastante liado andaba con el Concilio. Pero su sucesor, el bresciano Montini, o sea Pablo VI, fue seguramente el peor dolor de muelas que sufrió Escrivá en su vida. Montini se había propuesto separar a la Iglesia española del franquismo al que tanto y tan bien había servido el Opus Dei. Montini era más bien progresista y Escrivá era ultraconservador. Tuvieron tiempo de hacerse alguna foto juntos, pero es fama que Escrivá rezaba por la salvación del alma de Pablo VI, a quien consideraba candidato clarísimo al infierno. Hoy son santos los dos. Recuerdo muy bien que, en aquel viaje en autobús para la beatificación, los ancianitos de mi autobús visitaron las Grutas vaticanas. Se posaron a rezar como palomitas ante el sepulcro de Pío XII y ante el de Juan XXIII, pero ante el de Pablo VI pasaron rencorosamente de largo.

Pablo VI había dejado las finanzas del Vaticano al borde de la quiebra. Juan Pablo II las puso en manos de los hombres de Escrivá, ya fallecido. Fue prodigioso. En muy pocos años, los economistas del Opus Dei convirtieron a la Santa Sede en un excelente negocio perfectamente gestionado. El premio fue triple: la beatificación, la canonización y, esto sobre todo, la transformación del Opus Dei en una prelatura personal. Era y es hoy la única en toda la Iglesia, lo cual convertía a la organización en lo que Escrivá siempre soñó: un burbuja o, por mejor decir, una fortaleza aparte dentro del organigrama romano. Una institución que no dependía de diócesis ni de obispos y que no daba cuentas a nadie, solo al propio Papa. Y eso si este preguntaba.

Abandonó la primera línea y continuó trabajando, pero en la sombra y sin dar escándalos, cosa que no supieron hacer muchos de los demás

Paraqlelamente, llegó el momento de la discreción. Con el paso del tiempo surgieron “competidores” que trataban de hacerse con la clientela habitual de la “Obra” escrivaniana. Para las clases altas –que eran su territorio natural– aparecieron los Legionarios de Cristo. Para la zona media y media-alta de la tabla, los Focolares y Comunión y Liberación, pero estos eran básicamente italianos. Y para la “clase de tropa” llegaron los poderosos y numerosísimos kikos, el Camino Neocatecumenal, fundado por un español enloquecido –Kiko Argüello– que disfrutaba como nadie de las manifestaciones públicas, de las muchedumbres y de los espectáculos.

El Opus Dei abandonó la primera línea y continuó trabajando, pero en la sombra y sin dar escándalos, cosa que no supieron hacer muchos de los demás. Apenas se han dado, entre ellos, casos de curas pederastas (aunque alguno sí hay). Salió indemne –y, a la larga, fortalecido– del enorme estrépito que se armó con la publicación de la novela (y luego película) El código Da Vinci, donde Dan Brown pintaba al grupo con unos tintes sectarios y conspirandeiros muy desagradables para ellos, pero que coincidían bastante con las críticas que han recibido desde hace décadas. No pasó nada, al final.

Decreta el Papa que su funcionamiento no puede basarse en la jerarquía sino en el “carisma”, y les obliga a presentar un informe anual sobre qué andan haciendo y con qué recursos

Y ahora llega este argentino, el jesuita Bergoglio (los jesuitas y el Opus Dei se han llevado siempre muy mal, sobre todo desde el Concilio), y mete en cintura, por primera vez en 40 años, al Opus Dei. Mediante un documento pontificio de rango menor, el motu proprio, mantiene la prelatura personal, pero la adscribe a un “ministerio” vaticano, el Dicasterio para el clero, donde están todos los demás: se acabaron las exclusividades. Ordena la revisión de los estatutos de la “Obra”. Niega al prelado la consagración episcopal, que sí tuvieron el segundo “padre” (Álvaro Portillo) y el tercero (Javier Echevarría). Afirma que su funcionamiento no puede basarse en la jerarquía sino en el “carisma”, y les obliga a presentar un informe anual sobre qué andan haciendo y con qué recursos.

Es un varapalo sin precedentes y, para muchos, completamente inesperado. Pero no es fácil que marque el principio de la decadencia del Opus Dei, como sí pasó (por motivos distintos) con los Legionarios de Cristo y con los kikos. Tienen un inmenso poder, sobre todo económico y educativo. Han sobrevivido un siglo; no será tan sencillo impedir que sobrevivan otro.

El Opus Dei insiste muchísimo en el inmenso poder de la oración. Escrivá rezaba por la salvación del alma de Pablo VI, al que no podía ni ver. No resulta exagerado imaginar a los 90.000 hombres y mujeres que la “Obra” tiene en el mundo rezando fervorosamente, a partir de ahora, para que el Señor, en su misericordia, llame cuanto antes junto a Él al pontífice argentino.

No serían los únicos.

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