En las oficinas de Google hay pufs, toboganes, columpios, mesas de ping pong, billares y otros artilugios destinados a favorecer la relajación y la risa. Los empleados de la firma, como los de la mayoría de empresas tecnológicas que hoy comandan el índice S&P 500, disponen de servicio de buffet con todo tipo de comida, amén de cafeterías y workcafés en los que poder charlar con los compañeros o simplemente trabajar. Hay oficinas que incluso disponen de lavandería, piscina, peluquería, guardería y hasta bolera. El empleado no tiene que preocuparse de nada, ni siquiera de qué hacer con el tiempo libre si llegara a tenerlo. Simplemente tiene que cumplir con su trabajo, lo que implica ser diligente y, sobre todo, creativo, proceso al que algunas tecnológicas destinan hasta el 20% de la jornada laboral. “Disponer de todas estas ventajas, la más importante de las cuales es un salario acorde, implica estar bien formado, ser competitivo y olvidarte del reloj cuando llegas cada mañana. Aquí solo pasamos la tarjeta de identificación (badge) al entrar en la oficina y ello por motivos de seguridad. No se premia el calentar silla, y mucho menos se cobran horas extras porque simplemente no se reconocen. Uno tiene que hacer su trabajo, con independencia del tiempo que emplee en ello. Eso de fichar es algo desconocido”, asegura una madrileña empleada en la sede central de Google. En Mountain View sería imposible imaginar una ley del siglo XIX como la que en España acaba de parir el Gobierno Sánchez sobre el control de los horarios de trabajo.
El mundo empresarial español, desde la multinacional hasta la más modesta de las pymes, desde el consejero delegado hasta el más humilde de los currelas, vive estos días traumatizado por el impacto de una ley cursada por un Gobierno de 84 diputados en uno de sus imaginativos “viernes sociales”. ¿Cómo medir el horario de trabajo de uno cualquiera de los miles de abogados empleados en los grandes bufetes, generalmente asediados por el trabajo que se llevan a casa fuera del horario de oficina? ¿Cómo hacerlo en el de las firmas de auditoría y consultoría que emplean a miles de jóvenes recién licenciados, dispuestos a abrirse camino a base de esfuerzo y horas de trabajo? ¿Cómo se mide la jornada laboral de los periodistas de Vozpopuli, sin ir más lejos? Como en gran parte de los medios, los profesionales de esta casa disponen de una libertad de movimientos casi absoluta para hacer su labor en la calle con eficacia. Ningún buen profesional puede trabajar mirando el reloj, porque el mundo no se detiene después de cumplidas las 8 horas reglamentarias y un periodista vocacional lo es las 24 horas del día. Es evidente que el control de los horarios es fácil en un ministerio –de hecho se viene haciendo desde tiempo inmemorial- o en una oficina bancaria, pero ¿cómo fichar en una profesión liberal, o en cualquiera de los nuevos empleos propiciados por la tecnología informática? ¿Cómo puede fichar un autónomo? ¿A qué viene este disparate en pleno siglo XXI?
Las asesorías laborales trabajan estos días a pleno rendimiento. El desconcierto es general, como también el miedo a la visita del inspector de Trabajo o a la delación del liberado sindical de turno. Desconcierto en el propio ministerio, que ha consentido la entrada en vigor de la ley sin haber publicado el correspondiente reglamento, y ha aplazado la imposición de sanciones durante dos meses hasta más ver. La locura es de tal envergadura, que sus responsables la irán suavizando si es que al final no terminan por olvidarse de ella, como tantas leyes absurdas hechas en este país para ser incumplidas. Dicen que su objetivo es seguir el rastro a las horas extras trabajadas y no pagadas, y que por tanto no cotizan a la Seguridad Social. Evitar la quiebra de la Seguridad Social, asediada por un aumento descontrolado del gasto en pensiones, entre otros. Hacer frente a los muchos compromisos de gasto contraídos, y a la realidad de un objetivo de ingresos fiscales que ni de lejos cumplirá las expectativas.
Una victoria del sindicalismo radical
“Lo de las horas extras es, en parte, uno de esos mitos sindicales que se ha creído este Gobierno”, asegura una fuente autorizada de la patronal. “Es obvio que las horas extras trabajadas deben ser retribuidas, faltaría más, pero no se trata de eso. La pura realidad es que no hay en este momento ninguna explicación racional para una ley que viene a suponer un obstáculo más a la actividad empresarial, dictada por un Gobierno que considera al empresario como un bulto sospechoso. Es un regalo del Gobierno Sánchez a los sindicatos, cuyo apoyo necesitaba tras la moción de censura, apoyo que se plasmó en una serie de peticiones (la derogación de la reforma laboral, entre otras) orientadas a recuperar el terreno perdido por el sindicalismo radical con el PP y que ahora este Gobierno les concede. No hay más que eso: satisfacer las peticiones de los sindicatos, CC.OO. y UGT, cosa que hace con gusto un ministerio de Trabajo copado por profesionales del oficio, en su mayoría ugetistas”.
Es una manifestación más de esa quiebra conceptual en que vive instalado el marxismo sindical que consiste en convertir una patología minoritaria –la del empresario abusador, el empresario explotador satirizado en los posters del leninismo clásico-, en una norma general contra la que un Gobierno “progresista” debe legislar. Sánchez compra esa idea y obra en consecuencia, sin consultas previas a los afectados y sin encomendarse a Dios ni al diablo. Un disparate que desde el punto de vista de una economía de libre mercado regida por el imperio de la ley supone la quiebra de cualquier canon democrático. Es ingeniería social siglo XIX, con su estética asociada y ese rancio sabor a cartilla de racionamiento, a ritmo de suena la sirena de vuelta al trabajo, te recuerdo Amanda, la calle mojada, corriendo a la fábrica donde trabajaba Manuel… Una medida ideológica, muy del sindicalismo tardofranquista. El tic sentimental del viejo líder minero que se resiste a pasar al desván de lo obsoleto, y el tic dictatorial del líder político ahíto de poder que se refocila en la idea de tener a todo un país fichando a mis órdenes y por mis bemoles.
Es una idea propia de gente que aborrece la libertad y niega la capacidad para que empleador y empleado lleguen a acuerdos en el cumplimiento de la jornada laboral
Idea propia de gente que aborrece la libertad y niega la capacidad para que empleador y empleado lleguen a acuerdos en el cumplimiento de la jornada laboral con la flexibilidad que impone la confianza, una confianza basada en la responsabilidad entre las partes que hace posible que las tareas se cumplan sin renunciar a la pausa del cigarro, del bocadillo o de ir a buscar al niño al colegio porque hoy la persona que se encarga de tal menester está enferma. Normal como la vida misma o el mundo en su sobrecogedora simplicidad que no reclama ley antigua ninguna para poner puertas al campo, impedir el progreso social o coartar la libertad de la partes para transar a conveniencia. Un sistema adulto de relaciones laborales, acorde con los tiempos que vivimos, que permite cumplir con mi trabajo sin renunciar a la flexibilidad que demanden las circunstancias. En este sentido, la ley es un retroceso manifiesto que, además de dañar esos valores, viene a suponer un obstáculo más a la libre empresa que terminará por trasladarse a los costes empresariales dañando la competitividad.
¿Heroicidad o simple masoquismo?
Es quizá lo más grave de esta ley absurda. La desconfianza radical que evidencia hacia el emprendimiento en general por parte de un Gobierno de izquierda radical que ha asumido gustoso buena parte de los postulados de la extrema izquierda podemita. Es poner palos en la rueda del crecimiento y reconocer que ser empresario en España es un acto de heroicidad cuando no de simple masoquismo. Es introducir rigideces en el funcionamiento de la empresa, abriendo las puertas a la llegada de una “policía sindical” en las pequeñas y medianas, un terreno, el de las pymes, que los sindicatos habían visto vetado hasta ahora. Es, en fin, una iniciativa propia de gente que, como el propio Sánchez, no ha trabajado nunca en una empresa, ni grande ni pequeña, y cree que el dinero público es una especie de maná del que se puede tirar sin llegar jamás al fondo. Es el Zapatero revisitado de la famosa frase “¡no me digas, Pedro, que no hay dinero para hacer política!” con la que, en los prolegómenos de la pasada crisis, espetó al ministro Solbes. La misma impúdica incapacidad para comprender la complejidad de una economía moderna, cuya clave de arco reside en el cuidado de la actividad empresarial y el enaltecimiento de las vocaciones emprendedoras. Una muestra del atroz intervencionismo que nos espera en los próximos cuatro años, y del infausto final que le aguarda, salvo milagro, a nuestra Economía.
Malos tiempos, también, para la lírica legislativa. Estamos ante una norma que refuerza esa idea tan extendida entre el español medio según la cual cualquier problema se arregla con una nueva ley, o esa funesta manía presente en tantas democracias sobrevenidas y faltas de rodaje de reglamentar hasta los aspectos más nimios del quehacer diario. Frente al viejo principio de “pocas leyes y justas” (“las leyes inútiles arruinan a las necesarias” decía Montesquieu), he aquí una nueva manifestación de ese delirio (el Estado y los 17 estaditos legislando como posesos) consistente en llevar al BOE normas que se sabe que no se van a cumplir, porque no es posible que se cumplan leyes absurdas y extemporáneas en países poco acostumbrados de suyo a respetarlas. Es el desprestigio de la ley. En ello estamos.
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