Opinión

La otra Cruzada de los Niños

Una historia antigua. La única certeza sobre la Cruzada de los Niños consistió en que la miseria y las pestes echaron a miles de jóvenes en la búsqueda de una vida mejor. Aseguran que sucedió en el siglo XIII y fructificó en innumera

Una historia antigua. La única certeza sobre la Cruzada de los Niños consistió en que la miseria y las pestes echaron a miles de jóvenes en la búsqueda de una vida mejor. Aseguran que sucedió en el siglo XIII y fructificó en innumerables leyendas y obras literarias. Los historiadores coinciden en que no se trató de niños sino de adultos ansiosos, acuciados por la necesidad. Lo singular es que buscaban algo mejor a lo que tenían y eso sólo imaginaban encontrarlo en la otra orilla del Mediterráneo, hacia Jerusalén. Exactamente la dirección inversa a lo que sucede hoy.  Los supuestos niños supervivientes de aquella aventura fueron vendidos como esclavos. 

Es posible que las migraciones se estén convirtiendo en el problema político más difícil de las economías avanzadas, quizá porque es la espita por donde se escapa un dolor que viene de antiguo pero que ahora se ha convertido en un ejercicio de supervivencia. Si miramos atrás, hay material más que suficiente para rebelarse; si miramos al futuro, no se atisba más que necesidad. Ahí es donde entra la política. Tiene su lógica porque las migraciones obligan a posicionarse al Estado. La gente se derrite de emoción, y hasta con cierta empatía, al contemplar las hazañas de la mafia italiana o irlandesa en los Estados Unidos. Considerarían fuera de lugar que alguien les recordara que nacieron, crecieron y se multiplicaron en el entorno de miles de trabajadores extranjeros que insuflaron vida en un país de gente como ellos. Todos somos emigrantes y los viejos no se lo ponen fácil a los nuevos, como suele suceder con todo recién llegado si además viene con lo puesto.

La paradoja española es brutal. Tenemos dos supuestos paraísos terrenales a los que se llega en pateras con riesgo de vida o en burbujas financieras. Para ser más diáfano, los que llegan como pueden a Canarias y los que se establecen en los aledaños de Marbella. Un plano nada sutil para hacer demagogia, porque lo único que tienen en común, por diferencias del destino, es carecer de papeles en regla. Las costas mediterráneas pródigas en asesinatos y secuestros -incluso con K.47, un arma de guerra- amenaza con convertirse, si no lo es ya, en una metástasis en la que se concentran jefes y curritos de las mafias cosmopolitas; con un amparo social basado en el silencio. Las buenas gentes creyentes se escandalizan cuando dan en saber de barrios en las grandes ciudades o localidades donde la Policía no se atreve a entrar por precaución. Como en la costa marbellí, me atrevo a decir. Porque no buscan el sol ni unos ni otros, sino cosas más obvias; la inmunidad en unos casos y el derecho a una vida digna en otras.

La paradoja española es brutal. Tenemos dos supuestos paraísos terrenales a los que se llega en pateras con riesgo de vida o en burbujas financieras.

Las fronteras empezaron a blindarse en la Iª Gran Guerra europea y su nivel fue subiendo hasta ahora, pero sucede que un factor arrollador entra en escena. Sociedades destrozadas por las guerras, el expolio y la corrupción se han lanzado a buscarse la vida aún a riesgo de perderla, en la conciencia de que ya es lo único que les queda. Se han concentrado 6.000 adolescentes africanos en Canarias; un chaval de 14 años sin otro horizonte que la pobreza ya se constituye en adulto. Empecemos por la primera señal. Han de pagar a las mafias para hacer la travesía y a eso sólo pueden acceder sus familias, que se empeñan en deudas y deberes aberrantes con tal de conseguir esa cantidad que les exigen. Perdonen la molestia, ¿pero acaso no es similar a las familias humildes que han de solicitar un crédito oneroso para poder cubrir las oficios o carreras de sus hijos? O triunfan o se esclavizan. O consiguen un trabajo por precario que sea o caen en el abismo. Es como jugar a la ruleta rusa con el destino.

España es un país de acogida y no porque la frivolidad del “pensamiento asentado” -habrá que empezar a diferenciar entre pensamiento autónomo y asentado- crea que se trata de moralidad, ética, o solidaridad. Trasciende a eso; se trata de sociedad y civilización. Son 6.000, pero en realidad alcanzan ya varios millares, centenares de millares en toda España. Es en ese momento donde el pensamiento asentado, que siempre es institucional y políticamente correcto, decide legislar. Muy bien, ellos legislan y ustedes cumplen. Pero los fondos quién los suministra. Las Comunidades Autónomas, que están gobernadas por el enemigo, y como se trata de enemigos y no de adversarios, vamos a sacarles los colores. Una trampa para elefantes de circo, domesticados. “Acogimiento y tutela”, es lo que marca el acuerdo estatutario del Gobierno y las Autonomías, pero son muchos los que llegan y necesitan techo, comida y recursos para hacer ciudadanos no marginales. 

La extrema derecha lo tiene muy claro, echarlos de vuelta. ¿A dónde? Ese no es su problema. El pensamiento asentado también pero a la inversa. Mucho reconocimiento lingüístico; debemos abstenernos de llamarles “menas”. ¿Pero eso quién lo paga? El Estado con nuestros impuestos, luego habrá que explicarlo y meter las manos en la masa sin guantes semánticos. La izquierda institucional lleva gobernando seis años, pero la emergencia no le afecta. Ni siquiera cuando el salto de la valla de Melilla, 23 muertos (2022). 

Los socios de la Generalidad de Cataluña han decidido que no aceptan ningún pacto de Estado fuera del apoyo a la investidura de Pedro Sánchez. Para lo demás, silencio administrativo, ése que consintió que la era de Jordi Pujol, tan alargada que llega hasta ahora mismo, privilegiara a los migrantes magrebíes en detrimento de los latinoamericanos, porque no venían con el castellano puesto. Luego cuando sucedieron los atentados de las Ramblas se manifestaron oficialmente bajo el lema “No tenemos miedo”, y aún no está claro a qué se referían; salvo que sus miedos no eran los de las víctimas. Pero nadie osó preguntar.

Los “menas” o menores migrantes no acompañados, solos sin solemnidad, saben de dónde vienen y las obligaciones de sus familias que esperan una señal del éxito: poder ganarse la vida. Sólo un idiota, ciego y suicida, cuestiona la emigración cuando el país sobrevive en muchos ámbitos gracias a ella. Pero se trata de un asunto de Estado, no sólo de Gobierno, a menos que la izquierda institucional considere que los “menas” innombrables pueden ser de alguna ayuda en su batalla por el relato. Lo importante es el discurso. No sólo trampean sino que además quieren que les felicitemos por sus buenos sentimientos.  A la manera de Perón, “¡Pedro qué grande sós!”.

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