Opinión

La pandemia del adiós

Es el virus del desamor el que se expande ahora a la velocidad de la luz, a miles de kilómetros por segundo, después de un encierro demasiado largo y tortuoso

  • Persona usando el móvil

La vida se nos volvió a parar el martes, de pronto, a primera hora de la mañana con la caída mundial de WhatsApp. La aplicación comenzó a zozobrar y con ella naufragaron millones de personas en todo el planeta. Los boletines de radio de nuestro país, actualizando la información al minuto; Ana Rosa Quintana interrumpiendo su tertulia política para alertar de la incidencia en la aplicación… en fin. En lo que dura un chasquido, muchos usuarios sintieron cómo el cielo se les caía encima, cómo sus dedos se quedaban huérfanos, sin teclas que aporrear. Habían olvidado -habíamos olvidado- la verdadera esencia de un teléfono, su cometido original: tan simple ahora y tan complejo -por la falta de costumbre- como el de poder realizar una llamada. Pero, el caso es que esas dos horas sin mensajes instantáneos, fueron, para muchos, una eternidad.

Es relativo el tiempo. Es relativa la percepción del tiempo. Antes, un matrimonio era para toda la vida aun cuando esa vida no fuera tal con el matrimonio. Ahora no hay que ser especialmente observador, observadora, para constatar otra realidad: que seguimos inmersos en una pandemia, la de las separaciones. No hay semana que la revista del saludo no publique una nueva ruptura. La última, recién salida del horno de la socialité, la de Cayetano Rivera y Eva González. Y van ya unas cuantas: la de Shakira y Piqué, Ortega Cano, Risto, Tamara, Urdangarin y la infanta Cristina, nueva novia mediante… La lista es larga y las relaciones, cada vez más cortas. No sólo en ese ámbito, aparentemente perfecto. Quien más, quien menos, hemos vivido de cerca algún distanciamiento en estos últimos meses post-covid. Es el virus del desamor el que se expande ahora a la velocidad de la luz, a miles de kilómetros por segundo, después de un encierro demasiado largo y tortuoso.

A veces, es suficiente con encontrarte, de repente, ante el muro más alto e infranqueable para percatarte de que, quizá, no era ese el camino

Yo, sin ir más lejos, me contagié de esta otra variante que me dejó todavía más secuelas, más abatida. Había conseguido esquivar el coronavirus cuando su carga era letal y potente y, sin embargo, no me pude librar de esta bacteria que destroza el amor. Once años de cariño y complicidad, de palabras y confidencias, no pudieron vencer a ese monstruo capaz de devorar todo el alimento que sustentaba aquella relación, sin apenas ensuciarse. Y me vi, nos vimos, abocados a un adiós cuyo eco escucho, aún hoy, casi dos años después. ¿Qué nos ha hecho la pandemia? ¿Qué ha cambiado? No lo sé. Me lo he preguntado en muchas ocasiones estos últimos meses. A veces, es suficiente con encontrarte, de repente, ante el muro más alto e infranqueable para percatarte de que, quizá, no era ese el camino; para constatar que, quizá, con amar no siempre basta. También puede que sea esto otro que describe la periodista Leila Guerriero en uno de sus textos recientes sobre la era post-covid: “sólo queremos recuperar la vida por sobredosis, la vida maníaca: recitales, bares, la embriaguez del que ha sobrevivido”. O puede que todo se reduzca al título de la última canción de Shakira: “Monotonía”.

En este punto rescato unas frases que guardé de una entrevista, hace ya unas cuantas semanas, al psiquiatra Enrique Rojas. Decía así: “El psiquiatra y el psicólogo se han convertido en los nuevos médicos de cabecera. Siguen las grandes enfermedades psíquicas, las depresiones, la ansiedad, las obsesiones. Pero, hay tres nuevos ropajes patológicos: las parejas rotas, las adicciones, y la conversión del sexo en un acto de usar y tirar. (…) Muchas relaciones actuales están hechas con materiales de derribo”. Como la casa que se construye con vigas de cristal.

El año pasado hubo en nuestro país 86.851 divorcios. Esto es un 12,5 por ciento más que en 2020. Uno de cada tres, se produjo, además, después de 20 años de matrimonio

Busco cifras que avalen mis percepciones. Las últimas del Instituto Nacional de Estadística son del 2021. Ese año hubo en nuestro país 86.851 divorcios. Esto es un 12,5 por ciento más que en 2020. Uno de cada tres, se produjo, además, después de 20 años de matrimonio. La mayoría de rupturas, por cierto, entre cónyuges en la franja de los 40 a los 49. Tras un confinamiento en el que las cifras sufrieron la mayor caída desde que hay registros -básicamente porque no se podía salir ni para ir al juzgado a dar el primer paso- la tendencia de las rupturas vuelve a ser ascendente. Habrá que esperar al informe del 2022 para comprobar si confirma o no lo que es un hecho o, al menos, una sensación generalizada.

Y entre tanta separación sólo una escena, esta semana, me devuelve la esperanza. La de un joven, anoche, cuando el reloj marcaba las 21:16. Captó mi atención mientras yo conducía camino a casa. En la esquina de una calle, con mochila, camisa clara y pantalón beige estrecho, se arreglaba la melena con la ayuda del retrovisor de una moto. Disminuí la velocidad para observar ese gesto de coquetería. Una cita, supuse.

La ilusión, que nunca se acaba pese a todo.

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