Opinión

La pelea con nuestra historia

No nos llevamos bien con nuestro pasado. Quizá sea porque tenemos miedo de convivir con él, aceptándolo como si se tratara de un pariente al que no podemos renunciar

No nos llevamos bien con nuestro pasado. Quizá sea porque tenemos miedo de convivir con él, aceptándolo como si se tratara de un pariente al que no podemos renunciar. A menos que ansiemos matarlo y entremos en la categoría de enfermos, a los que ningún Freud va a curar por mucho esfuerzo y mucha terapia de grupo que nos administremos. Ante cualquier deriva del presente surge el pasado y nosotros dale que te pego tomando partido, con el comparativo como arma. Un conservador se reduce a fascista; un progresista deviene en populista. ¿Cómo catalogamos a un descerebrado? Aquí surgen las dudas.

No es fácil encontrar otros momentos en la historia donde hubiera tantas dudas y tan pocas certezas. Nos hartamos de preguntar y nadie responde. El Presidente, más presidente que ningún otro, decide anudar relaciones secretas con el rey de Marruecos y ni se molesta, no ya en explicarlo, que supondría un esfuerzo, si no en encontrar alguna argucia que nos hiciera intuir un giro geopolítico de consecuencias trascendentales. Para suerte institucional existen Vox y Putin, sin ellos como recurso, no sabrían qué decir. Si apelo a lo institucional es porque no está al alcance de cualquier talento, por mediano que sea, aceptar que el Presidente se cisque en la ciudadanía y se mantenga impertérrito. Y nosotros perplejos y burlados. En silencio.

No encuentro otra razón para el silencio que el miedo. Tenemos miedo y por eso recurrimos tanto a la historia, al pasado, buscando justificaciones que disimulen nuestro temor. El presidente de Castilla-La Mancha, García Page, osa acercarse a la realidad incontestable y se desahoga - “Soy el jefe del partido aquí, pero eso no significa nada. Porque solo hay uno para toda España, los demás estamos aquí de monaguillos. Hemos conseguido la unanimidad perfecta: la de uno”-. Por mucho menos se provocaría un desmán en toda la clase política. Pues no. Silencio, es decir miedo. Sus socios del “no es no” aceptan disciplinadamente sus últimos sueldos ministeriales y se suman al “sí es sí”. También tienen miedo a lo que les amenaza: la inanidad de haber sido y ya no ser. Con desparpajo se yerguen denunciando que los medios de comunicación están en manos de la derecha, pero esa misma derecha que les paga está muda, en situación de espera. Como en el chiste de los dos bilbaínos; unos van a setas y los otros a rolex.

Si hay una prueba del peso enfermizo de nuestro pasado basta con echar un vistazo a las leyes de educación. He perdido la cuenta sobre el número de planes de estudio, como mínimo uno por presidente del gobierno. Todos saltan sobre lo mismo: cómo enfocar la historia desde el presente. La última duda escolástica consiste en saber cuándo empezó España. El interrogante es para desanimar a cualquiera que intente desentrañar la charada. Una trampa saducea se hubiera dicho en tiempos de mayor miedo. Entre 1948 y el 56, cuando el mundo se aferraba a la guerra fría, dos historiadores de fuste, Américo Castro y Sánchez Albornoz, se metieron en un duelo a primera sangre sobre las raíces españolas. La pelea no tuvo consecuencias políticas, entre otras cosas porque el franquismo los había llevado al exilio a ambos y el asunto apenas trascendió del ámbito académico. Lo de ahora tiene visos de zarzuela en tiempos de posmodernidad. Siempre creí que preguntas como qué es España o cuándo nació, no sobrepasaban las tertulias de café, las antiguas, especialmente indicadas para gente holgada y bostezona, aburrida de café, cazalla y farias de Coruña.

Si hay una prueba del peso enfermizo de nuestro pasado basta con echar un vistazo a las leyes de educación. He perdido la cuenta sobre el número de planes de estudio, como mínimo uno por presidente del gobierno

Tenemos un problema de esos que no puede resolver Houston, y es que el miedo de antaño nos llevó al silencio y el silencio al olvido. Cuando no gustan los pasados toca imaginarlos o inventarlos. En esa etapa estamos. Los veteranos de la desinformación se flagelan con plumas de pavo real sobre su silencio respecto a los avatares del Rey Emérito. “Mirábamos para otro lado”, afirma Sor Gabilondo, cardenal de las ondas hasta anteayer. No es cierto; porque mirar sí que miraban, sólo que después no decían lo que veían. No se trataba de pecadillos de monja, siempre disculpables, si no de una exaltación gozosa. Recuerdo el rigor censorial al que sometió una editorial tan potente como Planeta un libro en el que se hacía referencia al rey Juan Carlos. O se quitaba o no se publicaba. 

No echemos la culpa al pasado cuando nosotros lo representábamos. Al Emérito se le colmó de elogios y cualidades que ni le pasaban por la cabeza a él mismo, aunque acabara creyéndoselo. No hagamos trampas al solitario; no lo inventó Franco, ni la Transición, fuimos nosotros quienes nos lo fuimos construyendo a la medida de una sociedad crédula y susceptible de volverse importante. Él siguió a lo suyo, como siempre, sin detectar que esa sociedad había madurado más que él. Y entonces ocurrió lo inevitable; apareció el original, cuando creíamos que teníamos al fin una copia perfecta.

Nuestra historia también es nuestro castigo y gallear resulta un procedimiento con mucho predicamento para las redes y las solidaridades heredadas, pero exige dosis de descaro poco familiarizadas con la dignidad y la coherencia. Mejor empezar diciendo que tuvimos miedo y a partir de ahí explicar los silencios; al fin y al cabo, los protagonistas de ayer ya no tienen edad para aspiraciones políticas que no sean comederos. Es verdad que nada cambia tanto como el pasado, hecha la salvedad de nosotros mismos.

El temor, la precaución, acaba en silencio. Hace una semana una banda de narcotraficantes desembarcó un alijo en la costa de Almería. Para proteger la droga - ¡una tonelada! - participaron al menos una docena de hombres portadores de fusiles de asalto y armas cortas. Todos con chaleco antibala, uniformes de combate y documentación falsa. Cortaron las carreteras y controlaron los vehículos que circulaban por sus dominios. Cuando se presentó la Guardia Civil abrieron fuego y no se retiraron hasta que las fuerzas de seguridad coparon la zona. La docena fue detenida tras varias peripecias.

Es todo lo que nos cuenta un diario, en página par y sin mayor importancia. Nada sobre quiénes eran, ni de dónde procedían, ni cómo se puede armar una partida para la guerra. No conozco ningún país en el que sea posible tamaña desmesura criminal sin inquietar a nadie. Ni tampoco ninguno que tenga tal dejadez hacia lo importante, que siempre son los detalles. El silencio es la antesala del miedo. La duda está en saber a qué y a quiénes. 

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