Opinión

La política de los derechos

Por lo visto, en Cataluña hace falta recordar que los jueces han de velar por el cumplimiento de la ley, no sólo dictando sentencias, sino procurando que éstas se ejecuten

Hay sentencias judiciales de indudable trascendencia política, tanto por el asunto mismo objeto de litigio como por las apasionadas reacciones públicas que suscitan. A veces éstas se anticipan a la propia sentencia, como ha sucedido con la filtración del borrador de sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos donde se revisa el histórico caso Roe vs Wade. Entre nosotros el ejemplo más reciente, sin duda, ha sido la resolución del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que pone fin a la mal llamada ‘inmersión lingüística’ en las escuelas catalanas.

En casos como éste nunca faltan quienes se rasgan las vestiduras por la ‘judicialización de la política’ y denuncian indignados que los jueces abusan de posición para hacer política, entrometiéndose en asuntos que nos les competen, pues corresponderían al legislador democrático. Es lo que llevamos meses escuchando a propósito del final de la inmersión. Por eso vale la pena volver sobre la cuestión, pues tales protestas ponen de manifiesto un serio malentendido en torno a la protección judicial de los derechos y los límites de la política democrática en el Estado constitucional. Tal confusión, promovida interesadamente por los independentistas y una parte significativa de la izquierda, fuera y dentro de Cataluña, no es cosa menor, pues afecta a los cimientos del régimen constitucional.

Como recordarán los lectores, la resolución judicial del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña establecía que al menos un 25% de las enseñanzas de los centros públicos de Cataluña debía impartirse en castellano. Los jueces son muy claros al señalar que, examinada la información oficial, la presencia del castellano es ‘residual’ en el sistema educativo catalán y lo es en todas sus etapas, de la educación infantil a la secundaria. En vista de la situación argumentan que ambas lenguas, catalán y castellano, deben recibir el tratamiento de lenguas vehiculares, sin que la preferencia por el catalán pueda significar la exclusión del castellano. Así lo establece la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, para el que la condición de lengua vehicular del castellano deriva de su condición de lengua oficial, fijada por la Constitución, por lo que no está a disposición del legislador autonómico suprimirla u otorgarla. Para remediar la situación de exclusión del castellano y dar cumplimiento al mandato constitucional, largamente desatendido por la administración autonómica, los jueces catalanes establecen que, además de enseñarse como asignatura específica, el castellano ha de ser la lengua en la que se enseña al menos otra materia troncal del currículum escolar así como servir de medio de comunicación en los centros. No otra cosa significa la polémica cuota.

Como consecuencia, en su parte dispositiva la sentencia declaró que es obligación del gobierno de la Generalitat adoptar las medidas necesarias con objeto de garantizar que todos los alumnos catalanes reciban ‘de manera efectiva e inmediata’ enseñanza mediante la utilización normal de ambas lenguas como lenguas vehiculares, en las proporciones que se consideren convenientes, siempre que no sean inferiores al 25% en ningún caso. La sentencia lleva fecha de 16 de diciembre de 2020; una vez que el Supremo rechazó el recurso interpuesto por la Generalitat, pasó a ser firme en enero de este año. A pesar de lo cual el gobierno autonómico sigue sin cumplir con lo ordenado por el Tribunal, dando largas al asunto.

La sentencia requiere a la Alta Inspección Educativa para que al término del plazo verifique el cumplimiento efectivo de la sentencia en las escuelas catalanas, informando de ello al Tribunal.

Si el asunto ha cobrado nuevamente actualidad ha sido porque la Asamblea por una Escuela Bilingüe (AEB) acudió al Tribunal para demandar la ejecución forzosa de la sentencia y poner fin a las maniobras dilatorias del gobierno catalán. La demanda ha sido aceptada ahora en un auto del TSJC de 4 de mayo, cuyos términos no pueden ser más claros, pues da al consejero de Educación un plazo de quince días para que dicte las instrucciones oportunas a los centros educativos a fin de que apliquen la sentencia del 25%. Además requiere a la Alta Inspección Educativa para que al término del plazo verifique el cumplimiento efectivo de la sentencia en las escuelas catalanas, informando de ello al Tribunal.

Se comprende que los jueces hayan dictado un plazo perentorio de ejecución después de varios meses. Pues los representantes del gobierno catalán han alternado los pretextos que ofrecen ante el Tribunal para ganar tiempo (que si el asunto es complejísimo, que si hay que hacer un estudio sociológico, que si la reforma de la ley educativa) con declaraciones incendiarias, como las del propio consejero de Educación, llamando públicamente a desobedecer la sentencia. Menos se comprende la actuación de la Abogacía del Estado, pues llama la atención que no haya solicitado la ejecución forzosa; o igual se comprende muy bien, viendo la absoluta dejación del gobierno español en este tema.

Que el consejero Gonzàlez-Cambray incite a la desobediencia y tache el nuevo auto de ‘aberrante’, o que la portavoz de En Comú diga en sede parlamentaria que hay que ‘proteger a nuestras escuelas de las zarpas (sic) de los tribunales’, entre otras lindezas de estos días, indica a las claras que esto ya no es sólo una cuestión de las lenguas de enseñanza, sino que afecta al Estado de Derecho. Por lo visto, en Cataluña hace falta recordar que los jueces han de velar por el cumplimiento de la ley, no sólo dictando sentencias, sino procurando que éstas se ejecuten, y que eso es tanto más importante cuando son las administraciones públicas las que se muestran reacias a cumplirlas. Porque de ello depende no sólo que los poderes públicos actúen dentro de la ley, sino la tutela judicial efectiva de los derechos de los ciudadanos.

Para una Comunidad que se preciaba hasta hace no tanto de su cultura cívica constituye un grave déficit democrático, otro más que anotar a los estragos del nacionalismo

Que unos ciudadanos pidan amparo a los tribunales cuando ven sus derechos lesionados por una administración pública, o insten al cumplimiento efectivo de las sentencias, debería contemplarse como lo más normal del mundo en una sociedad democrática, según explicaba José Domingo, asesor jurídico de la AEB y artífice de la demanda. Se ve que no en Cataluña, a juzgar por los pronunciamientos de miembros del gobierno autonómico, partidos políticos, sindicatos, asociaciones culturales y hasta los rectores de las universidades públicas (¡cómo no!). Para una Comunidad que se preciaba hasta hace no tanto de su cultura cívica constituye un grave déficit democrático, otro más que anotar a los estragos del nacionalismo.

Como sucede a menudo, la mala fe o el sectarismo político van de la mano con errores de fondo. Hay uno que me parece especialmente oportuno señalar en este caso, dado que concierne al ejercicio de los derechos y la política democrática. En una sociedad democrática la política versa en gran medida acerca de los derechos que tenemos, o queremos ver reconocidos, y estos no sólo protegen los intereses de sus titulares, sino que articulan una visión del bien común en la que los derechos de unos están vinculados con los de otros. Nada muestra esto mejor que la propia actividad de la AEB, cuyo fin no ha sido defender los derechos particulares de unos padres y niños hispanohablantes, sino conseguir por esa vía un sistema de enseñanza más justo para todos.

Si algo evoca todo este asunto de la sentencia del castellano, es la imagen del débil que, armado sólo con razones y en defensa de lo que es justo, se enfrenta a la poderosa administración y a una amplia coalición de intereses

¿Eso no es hacer política, en el sentido más noble del término, aunque sea por otra vía? Recordando al filósofo Joseph Raz, fallecido hace unos días, podríamos hablar de ‘la política de los derechos’, uno de cuyos cauces naturales son los tribunales, o la jurisdicción constitucional, a los que pueden recurrir los ciudadanos para reclamar sus derechos. A poco que lo pensemos, esa vía resulta no sólo normal en un régimen constitucional, sino del todo necesaria como contrapunto a la vía parlamentaria, porque permite a individuos y minorías exigir lo que consideran justo y hacer valer sus derechos sin necesidad del respaldo de mayorías y aun en contra de éstas y del gobernante de turno. Tampoco es un detalle menor que por esta vía el conflicto se encauce como un enfrentamiento de argumentos en el que las partes apelan a la leyes y a los principios constitucionales fundamentales.

Si algo evoca todo este asunto de la sentencia del castellano, es la imagen del débil que, armado sólo con razones y en defensa de lo que es justo, se enfrenta a la poderosa administración y a una amplia coalición de intereses; por no contar ni siquiera ha contado con el apoyo de quienes desde fuera de Cataluña debían velar por el cumplimiento de la Constitución. Por eso a nadie engañan quienes critican ‘la injerencia de los jueces’, pues no buscan sino crear un espacio de impunidad donde no rija la Constitución y los derechos de los ciudadanos queden al arbitrio del gobernante. Los antiguos tenían un nombre para eso.

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