Opinión

La política monetaria y la estanflación

No se puede reducir o frenar la escalada de la inflación sin restringir el crecimiento de dichos medios de pago y financiación

La combinación de una inflación elevada con ritmos de variación del PIB decrecientes nos trae los ecos de otros tiempos. Eran tiempos, como los actuales, cuando la mayoría de países fueron sacudidos por fuertes subidas del precio de los productos energéticos y demás materias primas que dispararon la inflación y deprimieron la actividad económica. Tiempos que contemplaron encendidos debates económicos sobre las causas y los remedios de la inflación. Puede ser interesante revisitar someramente algunos aspectos y conclusiones de aquellos debates para esclarecer las opciones de política económica en la actualidad.

 Los choques petrolíferos y de materias primas de la década de los setenta del pasado siglo llevaron a los economistas a distinguir entre inflación de demanda e inflación de oferta o de costes. Aunque demanda y oferta son conceptos teóricos íntimamente concatenados en las transacciones económicas y más difíciles de distinguir de lo que se piensa, podemos intuirlos mediante un sencillo razonamiento. Si, por ejemplo, la inflación se duplica en un año determinado y alcanza el x% es porque el crecimiento del gasto monetario en bienes y servicios de consumo en el año supera el ritmo anual de avance de la producción real de dichos bienes y servicios por ese monto porcentual. Simplificando, a esta situación se ha podido llegar por una aceleración del crecimiento monetario por encima del potencial de la economía, o bien por una caída o ralentización del avance de la producción manteniéndose constante el crecimiento monetario. El primer caso sería una inflación de demanda y el segundo de oferta o de costes. En el primer caso la medida adecuada sería endurecer las políticas monetarias o fiscales para conseguir desacelerar el crecimiento monetario, en el segundo las políticas macroeconómicas no se deberían alterar porque la inflación será transitoria y sólo cabría considerar actuaciones microeconómicas en unos u otros mercados.

El exceso de inflación así generado desaparecería por sí sólo cuando la subida del precio de la energía u otras materias primas y el precio de los servicios de transporte alcancen su techo

 Así razonaban muchos keynesianos, y aunque no pocos de ellos dejaron de serlo después de aquellos episodios, a la sazón dominaban la disciplina y los principales servicios de estudios oficiales. Para el BCE y muchos analistas, al menos hasta fechas muy recientes, el concepto de inflación de oferta señalado sería el esquema analítico básico en el que habría que encuadrar la inflación europea. Una inflación, a su juicio, ocasionada por el estrangulamiento de las cadenas de producción por la pandemia y por una subida intensa del precio de la energía y otras materias primas importadas. Esta subida habría provocado una contracción de la producción y un aumento de su  precio unitario, de manera que un mismo ritmo de crecimiento monetario se traduce en mayor inflación y menor crecimiento real. Según este esquema analítico, el exceso de inflación así generado desaparecería por sí sólo cuando la subida del precio de la energía u otras materias primas y el precio de los servicios de transporte alcancen su techo.

Este enfoque era defectuoso entonces y lo es hoy por dos razones interrelacionadas entre sí. En primer lugar, presupone que el crecimiento monetario era equilibrado, esto es, que las políticas monetarias y fiscales antes de los estrangulamientos y el aumento del coste de la oferta eran consistentes con la estabilidad de precios a medio plazo. En segundo lugar, asume que las expectativas de inflación de los agentes económicos a medio plazo se mantendrán ancladas alrededor del objetivo de inflación (2%) a pesar de la triplicación de la inflación ocasionada por los choques de oferta. La realidad, desgraciadamente, ha desmentido estos supuestos. La política monetaria europea, con tipos de interés a corto y a largo negativos, estos últimos mediante la monetización de déficit públicos a través de los programas de compra de activos, era indebidamente expansiva, al menos, sin duda, desde la recuperación económica iniciada en 2021. En cuanto a las expectativas de inflación, dependen mucho más de la inflación actual de lo que los Bancos Centrales creían o querían creer. Ciertamente, quizá las expectativas hubieran podido mantenerse cerca de los objetivos de inflación si el crecimiento monetario fuera equilibrado y el tirón inflacionista no hubiera sido tan intenso o tan duradero. Pero la combinación de la envergadura de la subida de los precios de importación, una subida acentuada por la devaluación del euro, con políticas monetarias y fiscales muy expansivas, ha disparado las expectativas de inflación a medio plazo y ha activado la espiral precios/salarios. Como consecuencia de todo ello, las economías europeas se encaminan a una estanflación, o para decirlo con mayor precisión, a una recesión de crecimiento con inflación elevada. Una situación cuya probabilidad de materialización y gravedad dependerá esencialmente de la duración de la guerra en Ucrania y de cómo se resuelva dicha guerra.

Restringir el crecimiento

La inflación es, ante todo, un fenómeno monetario en el sentido de que no puede haber o persistir una inflación elevada sin un crecimiento de los medios de pago y financiación de la economía. De esta afirmación se colige que no se puede reducir o frenar la escalada de la inflación sin restringir el crecimiento de dichos medios de pago y financiación. Esto no implica, sin embargo, que la política monetaria deba ser el único instrumento de la política anti-inflacionista, especialmente cuando concurren presiones estanflacionistas. En estas circunstancias, una política monetaria rigurosa es indudablemente imprescindible, pero para aliviar los daños colaterales de la misma en términos de pérdidas de producción y empleo se debería reducir los impuestos al empleo y aumentar la flexibilidad del mercado de trabajo, reorientar la lucha contra el cambio climático hacia opciones menos gravosas para los costes de producción e intensificar la competencia en los mercados de bienes y servicios. En otras palabras, habría que hacer justo lo contrario de lo que se está haciendo en nuestro país.

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