Solía sentarse a la derecha del invitado, que la miraba de reojo con la curiosidad que despiertan las figuras singulares. Victoria Prego, La Prego, como la conocíamos en el oficio, desprendía ese respeto que no hace falta reclamar. Yo estaba casi siempre situado en el otro lado de la mesa, y muy pronto descubrí que uno de los alicientes de las comidas del Grupo Larra era observar las caras que ponía Victoria al escuchar las reflexiones, en estricto off the record, de políticos, banqueros, jueces, sindicalistas o empresarios.
En esos encuentros no solía ser ella la que más preguntaba. La voz de Victoria era magnética, pero lo que mejor hacía, como la gran periodista que fue, era escuchar. En lo suyo era una autoridad, pero se comportaba con la curiosidad de una joven reportera. Aprendía de todo y de todos. Sí, sobre todo escuchaba, pero si la materia sobre la que se discutía era de las que ella dominaba, y percibiera alguna debilidad o contradicción en lo escuchado, podía someter a nuestro interlocutor a uno de esos terceros grados que ya solo se ven en las películas.
Se nos ha ido una inflexible defensora de la independencia del periodista, una insobornable partidaria de la autonomía y responsabilidad social de esta profesión que la política, periódicamente, intenta domesticar
En una entrevista que le hicieron hace ya diez años largos en El Progreso de Lugo, y a la pregunta de qué pensaba sobre la influencia mutua entre política y prensa, Victoria, contestó: “Se debe al afán de los políticos de controlarlo todo. No están dispuestos a que les controlen”. Y reclamaba el derecho del periodismo a influir en la política: “Es nuestra obligación”. Así era La Prego. Una inflexible defensora de la independencia del periodista; una insobornable partidaria de la autonomía y responsabilidad social de esta profesión que la política, periódicamente, intenta domesticar y, en ocasiones como esta, indisponer.
Victoria, “Toya” para los amigos, era una mujer generosa, divertida y afable, como pueden atestiguar las colegas a las que más quería y más la querían. Anabel, Amalia, Cristina, Mercedes. Hoy, todos somos más huérfanos.
Un día, hablando de la dimisión de un personaje público cuyo nombre no viene a cuento, me dijo que en este mundo no hay nadie imprescindible. Tenía razón. Nadie es imprescindible, pero algunos, como ella, son irremplazables.
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