Opinión

La provocación

Siempre hay una primera vez y ahora nos ha tocado a nosotros. No hay manera de escaparse a menos de estar fuera de la sociedad o dedicado a menesteres que exijan el desdén de todo lo que te rodea como es el caso del narcotraficante casposo o el poe

Siempre hay una primera vez y ahora nos ha tocado a nosotros. No hay manera de escaparse a menos de estar fuera de la sociedad o dedicado a menesteres que exijan el desdén de todo lo que te rodea como es el caso del narcotraficante casposo o el poeta embelesado. Un aspirante consagrado a ser inmarcesible presidente del gobierno somete a la ciudadanía a un reto para el que nadie en principio tiene por qué estar preparado. Hacer de una necesidad propia un prodigio que te convierta en virtuoso, a ti, ciudadano, que a duras penas sobrevives entre dudas, carencias y porvenires inciertos. Su necesidad transformada en virtud de creyentes. Eso sólo puede alcanzarse con algo poco frecuente en la política, la provocación.

Pedro Sánchez se fue haciendo un líder en base a comportamientos que descalificarían cualquier ambición de liderazgo

Hasta ahora le habíamos visto en facetas chuscas no exentas de la pompa que fabrican los subalternos de la corte, especialistas en ponerle música hasta al delito, con huella pero sin sangre. Unas veces ejerciendo de deslavazado trilero al que se le escapa la bolita entre las chapas, otras mintiendo con ese descaro del que le importa una higa que te lo creas o no, siempre que dejes la prenda que está en juego. Incluso echando unas risas exageradas frente al enemigo, que no tapan las comisuras de los labios en forma de hiena dispuesta a la dentellada. Pedro Sánchez se fue haciendo un líder en base a comportamientos que descalificarían cualquier ambición de liderazgo. Algo que deberíamos preguntarnos a nosotros, porque de nuestras fragilidades y vicios inconfesables es de donde sale la argamasa fétida con la que se construyen los dirigentes de masas. Hay ejemplos a rabiar y cuando los ponemos nos delatan. ¿Hitler? ¿Stalin? ¿Fidel Castro? ¿Francisco Franco? Tirar por elevación cuando se trata de volver a nuestros corderos, que dicen los franceses.

El debate sobre la amnistía es carnaza envasada para perros urbanos. Si cabe o no cabe en la Constitución se asemeja a una justa medieval entre letrados truhanes, con la venia de sus señorías, que se esfuerzan sobre todo en exhibirse -catedráticos todos, por supuesto- y demostrar lo que antes de echar mano del articulado ya habían prescrito. ¿Están de acuerdo con que siga gobernando Pedro Sánchez, o no? Esa es la cuestión, fuera de la evidencia de que para que siga en el poder es menester forzar las leyes, la Constitución y lo que haga falta. A la larga lista de sesudos juristas que patentó el viejo régimen franquista, cuyos nombres además de hacerla interminable delataría los puntos más escandalosamente vulnerables de la Memoria Histórica, nuestra posmodernidad tardía nos ha acercado a otra beta no menos repulsiva para olfatos sensibles: los Roca, los Garzón, los Belloch, siempre en plural, como las familias y los bufetes; hay tantos y tan poco espacio, que incluso habría que hacer un hueco para los formados en la Universidad del Presidio, que es a su vez cátedra y FP (formación profesional), cuyo más notorio ejemplar lo constituye Gonzalo Boye. Aunque decirlo suene brutal, la legalidad puede ser una infamia. Un letrado postinero lo explicaría mucho mejor que yo y sólo podría rebatirlo otro jurista bragado en la materia.

Todos los sinuosos esfuerzos con Bildu, con el PNV, hasta con Esquerra para hacer un cambalache de pacto que garantizara los votos imprescindibles para la investidura de Pedro Sánchez, tenían el toque de la clandestinidad y el secreto de la doblez

Lo importante, lo que hay que explicar, lo que reduce el tamaño de las palabras a la medida de las cosas, es la envergadura de la provocación. Todos los sinuosos esfuerzos con Bildu, con el PNV, hasta con Esquerra para hacer un cambalache de pacto que garantizara los votos imprescindibles para la investidura de Pedro Sánchez, tenían el toque de la clandestinidad y el secreto de la doblez. Cada parte sabía lo que iba a tener y qué debía hacer y decir para lograr los objetivos. En todo pacto, incluso entre Estados, hay la parte pública y la que nunca debe publicarse. Sólo los tontos y los creyentes -doblemente tontos- se atienen a las convicciones de lo que es público y reseñable. Pero las elecciones que perdió Sánchez y no ganó del todo Feijoo introdujeron una variante inesperada. Para mantener el tinglado tal y como estaba diseñado, ahora faltaban los 7 votos de Puigdemont.

Siguiendo su instinto Pedro Sánchez optó por la gran provocación. Había que salvar al soldado Puigdemont y a su banda, abandonada entre sus miserias y su inanidad. O eso o todo se venía abajo. Si Ricardo III en boca de Shakespeare gritó aquello de “mi reino por un caballo”, en esta zarzuela sicalíptica el protagonista puso el guión más a su alcance: “lo que haga falta para los 7 votos”. En la batalla es más asequible conseguir un caballo que convertir a 7 enemigos en aliados. Puigdemont exigió reescribir la historia.

Es decir, como el mismo Pedro Sánchez explicó a una audiencia perpleja: los hechos a partir de ahora serán contados de otra manera. Y si me apuran, añadió, no se trata de que yo pueda seguir de presidente sino de que España no se hunda ante “la ola reaccionaria

Y así se hizo. Todos a trabajar para cambiar la historia. Ni Sánchez apoyó el 155, ni Puigdemont había impuesto la Declaración Unilateral de Independencia, ni la dinámica organizada por el independentismo constituyó el inicio de un golpe de estado fallido en Cataluña. Todo fue obra del desvaído Mariano Rajoy. Quedaba zanjada la idea de la asonada del 1 de octubre de 2017. Se limitó a una opción política que debía ser tratada con más política. Es decir, como el mismo Pedro Sánchez explicó a una audiencia perpleja: los hechos a partir de ahora serán contados de otra manera. Y si me apuran, añadió, no se trata de que yo pueda seguir de presidente sino de que España no se hunda ante “la ola reaccionaria”.

Puigdemont, dicen ahora, habría salvado a Cataluña -por más que los catalanes le castigaran rebajándole a quinto partido- igual que Sánchez salvará a España de “la ola reaccionaria”. El precedente más ilustre hay que buscarlo en Fernando VII cuando el 10 de marzo de 1820, acosado por una población exhausta y harta del corrupto y absolutista gobernante, proclamó las palabras que le permitieron seguir en el poder: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda de la Constitución”.

Los músicos de la corte ya han compuesto la música para este evento: “el orgullo herido del nacionalismo español”, “la fábrica de esta ley es sólida”, “se traducirá en beneficios para la gente común”, “resolveremos definitivamente la desafección de Cataluña” (7 votos). El mayor problema hoy y mañana se concreta en la provocación que abarca la manipulación del pasado, del presente y de ese futuro que nos amenaza como un mal presagio: estamos obligados a vivir en otra mentira. Demasiadas si echamos la vista atrás. En el mejor de los casos seremos supervivientes de la Gran Provocación de 2023; si hay suerte y el cuerpo aguanta. A saber, los cuerpos siempre son dos, el personal y el social.

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