En 1994 Ken Loach estrenó Ladybird, Ladybird; una estremecedora película basada en un caso real. En ella se nos cuentan las vicisitudes de Maggie, hija de un maltratador que abusó sexualmente de ella y madre soltera de cuatro críos de diferentes razas, a los que mantiene a duras penas gracias a los benefits del Estado. Como cualquiera con semejante biografía, Maggie es muy inestable y sólo se junta con animales que la golpean delante de los pequeños, lo que la condena a huir continuamente de los Servicios Sociales. Tras la última paliza de la última pareja, se instala con sus niños en un cuartucho de un piso compartido; y una noche los deja encerrados en él para ir a cantar al karaoke. Pero en su ausencia se produce un incendio en el que su primogénito sale gravemente herido, de modo que los funcionarios lo envían con una madre de acogida. A raíz de eso, Maggie toma sólo decisiones que la perjudican y los trabajadores sociales acaban quitándole a todos sus hijos; esta vez, para siempre. Sin embargo, cuando todo parece perdido para ella conoce a Jorge, un refugiado político paraguayo que llega a quererla de verdad. Por primera vez, Maggie recibe amor en lugar de violencia y empieza a llevar una vida más o menos normal; aunque eso no impedirá que, basándose en su historial, los Servicios Sociales le vayan quitando también los hijos que tiene con él.
Niñas a las que se rociaba con gasolina y se amenazaba con prender fuego, padres detenidos cuando tratan de sacar a sus hijas de las casas en las que eran prostituidas, familias enteras quemadas vivas…
En cuanto Elon Musk viralizó la noticia de las grooming gangs pakistaníes que han operado en Reino Unido durante décadas, me pregunté si las hijas que los Servicios Sociales le habían quitado a Maggie habrían acabado siendo víctimas de alguna de ellas. Precisamente, la falta de amor que sufren los menores tutelados por el Estado o por familias desestructuradas —en las que nadie puede cuidar de nadie— es la herramienta que esas bandas han utilizado para violar, torturar y explotar sexualmente a las niñas y adolescentes de las clases bajas inglesas.
El gancho siempre es un chico joven —el novio— que hace regalos e invita a alcohol y drogas para aflojar voluntades, y cuando ella come en su mano, se la pasa como si fuera un videojuego a familiares, amigos y conocidos, que unas veces actúan en manada y otras hacen cola aguardando su turno. Los hechos que recoge, por ejemplo, el informe independiente que encargó la ciudad de Rotherham son estremecedores: niñas a las que se rociaba con gasolina y se amenazaba con prender fuego, padres detenidos cuando tratan de sacar a sus hijas de las casas en las que eran prostituidas, familias enteras quemadas vivas…
Los lobos soltados entre el rebaño sabían que sólo tenían que pronunciar la palabra mágica —¡racismo!— para que el pastor se volviera sordo, ciego y mudo
Los perpetradores son unas alimañas a las que, por el bien de nuestras hijas, no podemos ofrecer la otra mejilla. Lo suyo sería empaquetarlos junto con sus familias y enviarlos sin billete de vuelta a disfrutar del estercolero islámico del que provienen. También habría que sentar ante la Justicia a la policía que miró para otro lado, a los Servicios Sociales —esa quinta columna del islam en Europa— y, sobre todo, a los políticos que, como bien dice Irene González, han sacrificado a las niñas en el altar del multiculturalismo. Pero no debemos engañarnos: si esas bestias han podido actuar es porque Reino Unido —y, por extensión, Occidente— lo ha permitido. En las últimas décadas se nos ha instilado machaconamente el pensamiento Alicia, por el que era obligatorio creer que quienes vienen de países en los que hombres de 50 años se casan con niñas de 9 se convierten al feminismo por arte de magia en cuanto se mudan a nuestro barrio. Los lobos soltados entre el rebaño sabían que sólo tenían que pronunciar la palabra mágica —¡racismo!— para que el pastor se volviera sordo, ciego y mudo. Además, tenían razón en una cosa: esas chicas no le importan a nadie.
La actitud del feminismo
Para empezar, no les importan a sus propias familias. Y mucho menos a las feministas, que llevan años desprestigiando la maternidad —y el patriarcado que la protege— y afirmando que el amor es una forma de esclavitud que nos impide realizarnos. Ese feminismo que condena al hombre por el mero hecho de ser hombre —siempre y cuando no sea musulmán o inmigrante ilegal—nunca nos previene contra la hibristofilia, esa parafilia por la que muchas mujeres escogen siempre al maltratador. Sirva de ejemplo esta joven que llegó al programa First Dates proclamando que ella los prefiere delincuentes y que, finalmente, desechó a un buen chaval porque este tenía el imperdonable defecto de ser buena persona. No tengo la más mínima duda de que, tarde o temprano, acabaremos dándole una paguita por ser víctima de una violencia de género que ella misma ha escogido; así funciona este delirio. Por supuesto, no esperéis que el feminismo invierta recursos en enseñarnos a ser mejores madres o a proteger a nuestras hijas de esos depredadores sexuales extranjeros que, inexplicablemente, ellas ayudan a importar.
Ahora que, gracias Trump, Mark Zuckerberg (Facebook/Meta Instagram y WhatsApp) ha anunciado que va a prescindir de los fact checkers que nos censuraban, quizá haya llegado el momento de gritar a los cuatro vientos que no queremos seguir subvencionando nuestra destrucción.
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