Opinión

La servidumbre en Cataluña

Esa labor de mantenimiento del Régimen sólo se podía hacer con la colaboración nada abnegada de una izquierda sin otro horizonte que servir de coartada

La diferencia entre la Cataluña real y la oficial se ha ido convirtiendo en una división entre comunidades. Es difícil, por agobiante, ser consciente de que vives en un territorio inmune a la Constitución que aprobaron la mayoría de los ciudadanos en 1978; en el caso de Cataluña con una proporción insólita, superior al 90%; la más alta de España. Nada de eso sirve ahora para nada. El Parlament de Cataluña, salido de unas elecciones dignas de Trump, decide sobre nuestras vidas y ha decretado que la sociedad catalana está formada por dos especies de ciudadanía: el catalanismo hegemónico y la servidumbre.

Cuando a un ciudadano de Canet, Javier Pulido, le niegan el derecho a que su hijo pueda tener un 25% de enseñanzas en castellano, estamos ante un conflicto que acumula tal cantidad de elementos que no pueden limitarse a una cuestión de lengua. Estamos frente al poder, y el poder aquí en Cataluña lo representa una casta que se ha ido formando y consolidando desde la primera legislatura autonómica de Jordi Pujol en 1980. La lengua fue la tapadera que encubrió, hasta llegar a saturarla, la información, la cultura, el clientelismo… La corrupción se hizo endémica porque tenía y tiene numerosas fuentes nutricias y un solo surtidor. El pujolismo no fue una corriente política sino un régimen. Caído el Padrino, encharcado en su propio pantano, los usufructuarios buscaron el modo de mantener el control sobre el negocio, como es habitual en las estructuras mafiosas.

Esa labor de mantenimiento del Régimen sólo se podía hacer con la colaboración nada abnegada de una izquierda sin otro horizonte que servir de coartada; cambiar el discurso pero no tocar los intereses devengados. De la lucha de clases a la pelea identitaria. El socialismo catalán, formado a toda prisa tras la muerte de Franco, asumió los parámetros que marcaban sus familias; catalanistas de toda la vida fuera del horario de oficina. Así nació el PSC de tantos nombres ilustres: los Maragall, los Lluch, los Raventós, los Obiols, los Bohigas, los Nadal…Como la familia tiene unos límites sanguíneos, fue necesario en ocasiones echar mano de la servidumbre emigrante. José Montilla, de Iznájar (Córdoba), alcalde de Cornellá, que tenía tan asumido su papel de charnego agradecido que fue el más catalanista entre los del lado de allá de la muralla social.

Pero en esto, como en casi todo, el PSC seguía el camino ya emprendido por el PSUC -los comunistas catalanes- que aspiraban a ser los italianos de la Bolonia de Cataluña y terminarían siendo los sicilianos del tren institucional. Quizá porque en Sicilia no hay vías férreas se esforzaron por subirse en el vehículo que fuera con tal de entrar en la rebatiña del Régimen. Su último secretario general, el olvidable Rafael Ribó, prestaría servicios de revisor de ese tren fantasma. Fue una ola general que arrasó hasta las frágiles raíces del izquierdismo anti sistema. Contra el capitalismo siempre, frente a Pujol y la catalanidad nunca. Así es más fácil vivir y medrar. Inolvidables los Jordi Borja, asesor del Ayuntamiento, los Joan Subirats, hoy ministro, o el imbatible ideólogo presentista, Josep Ramoneda. Sin saberlo, remedan a Cánovas cuando harto de filisteísmos, exclamó aquel “son españoles quienes no pueden ser otra cosa”. Pues aquí lo mismo: son catalanistas porque es jugar sobre seguro.

El aura que rodea a la inteligencia catalanista se fabrica en sus medios de comunicación y como es lógico acaba siendo una profecía autocumplida. Es lo normal por más que tenga efectos letárgicos en la sociedad y alimente a una ciudadanía que se cree parte de esa hegemonía, la misma que se manifiesta con una xenofobia indestructible que ellos creen de raigambre histórica y que no va mucho más allá de las construcciones legendarias y mendaces de sus historiadores locales. Siempre nos quedará la lengua.

Cuando los buenistas exultan el ¡estamos mejorando! para retratar el hartazgo de los ciudadanos, olvidan quizá algo esencial que es el intento de constreñir en un ghetto a quienes no acepten el Régimen, intimidados por hablar castellano más allá de la intimidad. Aceptarán que quien no conozca la lengua canónica tenga que recurrir a intermediarios si entra en cualquier lugar público; un hospital, por ejemplo. ¿Acaso es tan difícil conseguir unos márgenes para hacer la vida menos engorrosa y más democrática? No. Hay que ponérselo tan cuesta arriba que al final le queden dos opciones, o el destierro voluntario o la aceptación del extrañamiento; una forma de servidumbre para quien paga los mismos impuestos, pero ha de estar sometido a sus voluntades. Son diferentes, eso es indudable.

Todo independentista tiene los mismos derechos que yo, pero no más. Por eso causa perplejidad que el poder socialista avale la división de una comunidad y acepte el estado de servidumbre al que está sometida una parte de la sociedad; por lo demás mayoritaria. Es la insinuación contenida en esa transición cada vez más acentuada de la marginalidad institucional, que atisba la ambición de crear una reserva de ciudadanos, apátridas involuntarios. Con la particularidad de carecer de foros propios en el territorio, que puedan atenuar la doctrina dominante; llamarla “pensamiento hegemónico” sería edulcorar el ensueño.

Las necesidades del gobierno de Pedro Sánchez para mantenerse generan efectos letales en sociedades débiles y conflictivas. Se pueden conceder indultos para rebajar tensiones, pero conscientes siempre de que se vulnera un derecho en aras de una convivencia democrática; no por el mantenimiento de un gobierno acosado. Para aliviar la precariedad de Sánchez se echa al basurero algo tan obvio como la voluntad de no reincidir en el delito. No ocurrió así. Lo han proclamado desde el día que salieron de su cárcel de excepción: lo volveremos a hacer.

No nos engañemos. No estamos mejor porque lo digan los voceros del buenismo. Estamos como estábamos, pero con el estrambote de que la debilidad del consenso deja al pairo a quienes no aceptan que la aprobación de unas leyes o unos presupuestos supongan una merma de sus derechos y la asunción de su estatus de servidumbre. En abril de 1994, el presidente Felipe González indultó al delincuente Jesús Gil, alcalde de Marbella. Era su segundo indulto; el primero se lo había concedido Franco. Socialmente no sirvió para nada, ni al chorizo ni a sus cómplices necesitados de benevolencia, pero todos se quedaron de un pasmo y asumieron el bochorno que cerraba una etapa. ¿Cuánto tiempo aguantará la parte mayoritaria de Cataluña el estado de servidumbre? Luego llegarán los teóricos pasmados para explicar la catástrofe.

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