Muchos se habrán emocionado al ver, por primera vez, a la victoria de Samotracia en lo alto de la escalera de Daru, en el museo del Louvre. Tras su descubrimiento en 1863 por el diplomático francés Champoiseau, y después de muchos estudios y restauraciones, la podemos observar majestuosa, poderosa, invencible. Niké, la victoria alada de Samotracia, realizada como ofrenda a los dioses por una victoria naval, es representada en el momento en el que se posa sobre una embarcación, triunfante.
Vivimos en un mundo en guerras. Y, por tanto, de búsqueda de victorias. Nunca ha dejado de ser así, aunque se pensara que tras el mortífero siglo veinte ya habíamos asistido a las peores barbaries. Interrogarse sobre el origen de la violencia muestra un deseo de acabar con ella. Es un tema que nos interpela como sociedad y del que siempre se ha intentado dar respuesta, no sólo desde la ciencia sino también desde la literatura. Dostoievski, uno de los mejores escarbadores del alma humana, a través de Raskolnikov en Crimen y Castigo o Smerdiakov en Los hermanos Karamazov intentaba encender una cerilla ante el misterio de la violencia.
El último libro del filósofo Antonio Monegal, El silencio de la guerra, da luz a esos espacios en los que la guerra pasa desapercibida. En él argumenta que los ciudadanos al consumir películas bélicas o los niños al jugar a los soldaditos aceptan implícitamente la guerra, que se ve reforzada por los relatos épicos de
la literatura o el cine. En estos relatos, valores como la valentía y la heroicidad destacan sobre los horrores y la crueldad, creando una mirada política del conflicto, que se utiliza en determinados países para asegurarse soldados comprometidos ante una posible amenaza.
Una victoria no sólo es ganancia también es horror. En nombre de la victoria se ejecuta la barbarie, lo que puede asegurar el mantenimiento del conflicto en las futuras generaciones. En toda guerra hay vencedores y vencidos
Sin embargo, interrogarse sobre la victoria no es tan usual. La victoria es el fin de un conflicto bélico. Una guerra o un ataque se inicia porque se desea una victoria. Los grandes imperios se expandieron y actuaron bajo el mecanismo de la victoria o la derrota, al igual que actúan muchas de las grandes potencias en la actualidad. Esas victorias, que delimitaron nuestro mundo, nos legaron y siguen engendrando semillas de violencia.
Para empezar, la primera cuestión sería responder a una sencilla pregunta: ¿Qué es una victoria? Según el diccionario de la RAE, “victoria” deriva del verbo “vencer” que a su vez es sinónimo de “derrotar, batir, dominar, someter, ganar, derrocar, conquistar, invadir, reducir, aplastar, subyugar o aniquilar”. Es decir, según estas acepciones, una “victoria” puede ser una “derrota”, una “invasión”, “un sometimiento” o una “aniquilación”.
Una victoria no sólo es ganancia también es horror. En nombre de la victoria se ejecuta la barbarie, lo que puede asegurar el mantenimiento del conflicto en las futuras generaciones. En toda guerra hay vencedores y vencidos.
No atender a la desesperación y humillación de los vencidos puede hacer que la guerra muestre sus dientes una y otra vez. Una victoria no siempre luce alada y libre en la proa de un barco, como la victoria de Samotracia, también invade, conquista y aplasta, creando un resentimiento muy difícil de extirpar.
Desde la antigüedad, las guerras y sus victorias han desencadenado represalias. La derrota del imperio persa en la batalla de Maratón en el 490 a. C provocaría la segunda guerra médica que terminaría de nuevo con la derrota de los persas. Es bien sabido que la humillante derrota alemana en la Primera
Guerra Mundial fue una de las causas de la Segunda Guerra Mundial. En toda victoria hay una simiente de violencia. En su interior, esconde una oscuridad latente que tarde o temprano saldrá a la luz.
No hay que ser ingenuo. No hay recetas mágicas para la paz. Hasta ahora impera la disuasión. Para tener paz, hay que dar miedo. Bajo esa mentalidad se superó la Guerra Fría y ahora no podemos estar seguros de si “la teoría de la disuasión” nos seguirá salvando. La disuasión llama a la paz a través de las armas, una contradicción que hasta ahora ha funcionado, pero insistir en ella, no despeja la sombra de la violencia.
La literatura abre nuevas puertas desde donde mirar. Los poetas griegos se atrevieron hace ya más de veinticinco siglos a lo que hoy, para muchos, resultaría una verdadera osadía: dar voz al enemigo, entender su sufrimiento.
Se necesita secar la semilla del odio para llegar a un pensamiento libre, nuevo, limpio, más allá de los marcos de la victoria y la derrota. La búsqueda de la victoria y, por ende, de la destrucción del otro, sólo asegura la violencia para las generaciones a venir
Eurípides presentó Las Troyanas en el siglo 415 a. C., para ofrecer un nuevo enfoque a la gran victoria de los griegos sobre Troya, considerada la gran victoria nacional. Con esta obra, un alegato contra la guerra, da voz al sufrimiento de las vencidas, y al cruel destino que les depara: “Insensato el mortal que saquea ciudades y entrega a la desolación los templos y las tumbas […]. Al final acaba
por perecer él mismo”, sentencia Poseidón ante la reina de Troya. Unos años antes, en el 472 a. C., Los persas de Esquilo fue representada por primera vez, tragedia que indaga el profundo dolor de los persas ante la
noticia de su derrota ante Grecia, cuando el propio Esquilo había participado en la batalla del ejército griego. Ambas tragedias son dos “trenos”, dos lamentos que se escriben en tierras de victorias y de vencedores, para no olvidar a sus vencidos.
En nuestros días, el dramaturgo, director y actor canadiense de origen libanés, director del teatro de La Colline de París, Wajdi Mouawad, explicaba recientemente en el programa La Grande Librairie que en su obra ha intentado dar voz a todos aquellos grupos a los que le enseñaron a odiar de pequeño, todo aquello que no perteneciera a su comunidad cristiano maronita. Y en France Inter afirmaba “el odio es una semilla que se hereda y que no hay que regarla sino secarla”, por muy difícil que sea.
Los poetas tienen algo que decir. Se necesita secar la semilla del odio para llegar a un pensamiento libre, nuevo, limpio, más allá de los marcos de la victoria y la derrota. La búsqueda de la victoria y, por ende, de la destrucción del otro, sólo asegura la violencia para las generaciones a venir.
La victoria alada de Samotracia, tan bella, tan fuerte, en lo alto de la proa, esconde bajo sus alas la ceguera del vencedor y la oscuridad del vencido. No sólo hay que admirarla. También hay razones para temerla
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación