Tanto si nuestro planeta se calienta como si se enfriara, estamos obligados a cuidarlo, optimizar el uso y consumo de los recursos naturales e innovar para la búsqueda de soluciones que posibiliten un crecimiento económico lo más inclusivo posible, lo que pasa por no desmantelar el sistema industrial occidental, sino extenderlo por el ancho mundo, para de este modo seguir extinguiendo la pobreza –que contamina– mientras crece la riqueza que, como los hechos demuestran, mejora sin cesar el medio ambiente. La economía de mercado dispone de sobrados mecanismos para seguir reduciendo la contaminación -que es probadamente mala- así como para administrar óptimamente recursos escasos y sobre todo crear otros nuevos.
Las alarmas y sus consecuencias reglamentarias sobre el popular “cambio climático” se han extendido por el mundo y muy especialmente en los países occidentales, con Europa a la cabeza, sobre la base de valoraciones tildadas de científicas sin que sus propagandistas pierdan nunca el tiempo en respetar el significado y alcance de la ciencia. De hecho, la mayoría de ellos, con Greta Thunberg a la cabeza no saben lo que es ciencia ni epistemología.
Es típico de los creyentes –si, como en las religiones- del citado cambio climático, que apelen al “consenso científico”; un mágico mantra que pone de relieve, entre quienes lo usan, su flagrante ignorancia del significado y alcance de la ciencia. El consenso y la ciencia tienen un significado antónimo, no sinónimo como se pretende. El consenso puede ser -no siempre acertado- un modo de alcanzar acuerdos políticos, pero jamás un criterio de aplicación a la ciencia, pues se trataría de una vulgar aberración.
Debemos a Kant la distinción en el ámbito del pensamiento filosófico, de la ciencia y la metafísica. El origen de este grandioso criterio de demarcación del gran filósofo surgió de su descubrimiento de la obra de Isaac Newton -el más brillante cerebro de la historia, según Karl Popper- que le pareció fascinante. ¿Por qué? Porque sus teorías o hipótesis tenían una formulación clara, eran empíricamente contrastables y todas sus predicciones se cumplían inexorablemente siempre.
Fue entonces cuando Kant estableció la canónica e incuestionable –hasta hoy– división de la filosofía en dos ramas: la ciencia, según la descripción anterior, y la metafísica, que se reservaba para toda especulación filosófica de imposible verificación empírica. Un didáctico ejemplo de metafísica se aplica a la imposible demostración de la existencia o inexistencia de Dios. Es famosa al respecto, la frase del sabio Beltrand Rusell, quién señaló ante una audiencia de filósofos que “tendría que definirse como agnóstico porque no existe ningún argumento concluyente –es decir, científico– de la inexistencia de Dios”, según nos recuerda Ricardo Moreno en su muy reciente libro Contra la estupidez, aprende a pensar.
No se puede considerar ciencia una hipótesis que no pueda ser sometida a prueba para verificar si realmente se cumple
Kant abrió de par en par las puertas a una especialidad filosófica relativamente moderna, denominada Epistemología de la ciencia, que trata de forjar los principios en los que debe basarse la ciencia, para que merezca, sin duda alguna, disfrutar de tal nombre. Entre los grandes tratadistas de esta disciplina filosófica merece la pena traer a colación dos autores: Popper, quizás el más grande especialista de la materia, y Thomas Khun un muy notable heterodoxo sobre el tema. Popper es famoso por su exigente y magistral formulación de “lo que debe considerarse como ciencia”, mientras que Khun aportó una visión sociológica acerca de “lo que realmente suele considerarse ciencia”.
Simplificando mucho las cosas, pero yendo al grano, Popper comenzó aportando un concepto crucial para el análisis de la ciencia: la falsación. No se puede considerar ciencia una hipótesis que no pueda ser sometida a prueba para verificar si realmente se cumple. Añadió una extraordinaria exigencia adicional: si una hipótesis fuera contrastada empíricamente con éxito, bastaría que una sola vez fallase para que fuera declarada falsa.
Al efecto utilizó a su admirado científico -pero también epistemólogo- Albert Einstein, que con su teoría de la relatividad puso en cuestión al gran Newton, en cuanto a los límites espaciales del alcance explicativo de su ley de la gravedad. La grandeza de Einstein fue concebir una nueva teoría científica –falsable y empíricamente contrastable- que convalidaba la de Newton hasta un cierto punto, a partir del cual legaba aún más lejos en su explicación del universo, ampliando así los horizontes de la ciencia.
Al final se terminan dando por vencidos, porque la ciencia siempre acaba imponiéndose al pensamiento mágico, religioso e incluso políticamente correcto
Thomas Khun, por su parte sorprendió al mundo de la ciencia con un ensayo devenido clásico, La estructura de las revoluciones científicas, en el que el protagonismo de lo que era o no ciencia tenía un alcance sociológico. Para desarrollar su tesis epistemológica, inventó un concepto -devenido clásico- que denominó: paradigma. Los científicos suelen vincularse a ciertos paradigmas científicos y cuando aparece en escena una nueva hipótesis que trata de poner en cuestión sus teorías paradigmáticas se defienden de ella mediante argucias más sociológicas que científicas, hasta que al final se terminan dando por vencidos, porque la ciencia siempre acaba imponiéndose al pensamiento mágico, religioso e incluso políticamente correcto.
Salvando las distancias, el actual paradigma del cambio climático, con muchos más motivos que cualquier otro de verdadera naturaleza científica, no se tiene de pie, porque en rigor carece de verdadera consistencia. Veamos por qué.
El cambio climático es, en términos semánticos, una perfecta tautología: el clima es cambiante por naturaleza, sin norte fijo. La historia está repleta de cambios climáticos en todas las direcciones y a todos ellos ha sobrevivido con mucho éxito la especie humana. Por cierto, mucho mejor con el calor que con el frío.
Suponer que el clima puede ser comprendido en sus infinitas variantes y modelizado para establecer leyes acerca de su evolución es de una arrogancia intelectual simplemente ridícula. Basta remitirse a la pruebas -sus sistemáticos fracasos predictivos- para comprobarlo. La epistemología de la ciencia pone de manifiesto la imposibilidad de una teoría predictiva del clima, al menos hasta ahora, y posiblemente siempre. Por cierto, no se sabe de ningún especialista climático, que estando seguro de sus previsiones a muy largo plazo, haya sido capaz de prever el actual frío norteamericano, ni siquiera unos días antes.
Echarle la culpa al “hombre occidental” no deja de ser un imperecedero argumento comunista que ahora se ha transmutado, tras la caída del Muro de Berlín, en una nueva letanía
La hipótesis de la influencia del sol en el clima, además de soportada con argumentos verdaderamente científicos, no ha generado todavía –y seguramente nunca- leyes que establezcan con firmeza relaciones de causalidad entre ambas variables, y es más lógica y convincente que la que atribuye al CO2 la evolución climática.
Una entre las muchas valoraciones del tema –esta, de base científica– reza así: “El cambio climático ha existido siempre y así seguirá siendo. Las emisiones de CO2 no juegan el rol principal. Sí lo hace la actividad solar”, según afirmó en agosto de 2019 el prominente científico israelí Nir Shaviv.
Los sacerdotes climáticos ignoran deliberadamente que sin CO2 no habría vida, ni vegetal, ni animal, ni por tanto humana. Y echarle la culpa al “hombre occidental” no deja de ser un imperecedero argumento comunista que ahora se ha transmutado, tras la caída del Muro de Berlín, en una nueva letanía para acabar con la libertad personal y económica junto con las instituciones que han vertebrado el éxito de Occidente.
Errores científicos
Los creyentes del cambio climático al uso político, suelen utilizar como argumento -medieval- de autoridad el consenso de los científicos. Siendo cierto que muchos de ellos suelen firmar las agoreras y casi apocalípticas previsiones que nos asaetean sin cesar, cabe argumentar que su pretendido consenso es inservible, pues muchos otros científicos también firman documentos en contra; además, el consenso es ajeno a la ciencia que solo acepta predicciones falsables y siempre cumplibles. Basta consignar al respecto que todas –sin excepción- las predicciones climáticas de “los científicos” de la ONU se han equivocado hasta ahora, por muy consensuadas que hayan estado.
Pero si a pesar de todo pudieran ser verdad las -hasta ahora- mentiras climáticas, ¿qué hace Europa poniéndose cilicios por todas partes para, no solo perdón de sus pecados, sino de todo el mundo? Unos pocos centenares de millones de personas fustigándose y sufriendo por ello para salvar a toda la humanidad: cada penitente europeo tiene que hacer sacrificios para salvar a doscientos individuos libres de ellos. No cabe duda que tal sacrificio carece de entidad racional; solo desde un pensamiento religioso, y aún peor, político, es posible seguir manteniendo su vigencia.
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