Opinión

La trampa de la identidad

La guerra de Gaza ha provocado que estalle otra guerra paralela en los campus universitarios estadounidenses. En algunas universidades de la Ivy League como Harvard o la de Pensilvania se produjeron manifes

La guerra de Gaza ha provocado que estalle otra guerra paralela en los campus universitarios estadounidenses. En algunas universidades de la Ivy League como Harvard o la de Pensilvania se produjeron manifestaciones de estudiantes en las que, aparte de protestar por la guerra de Gaza y denunciar la forma en la que Israel la está librando (algo perfectamente legal y razonable), se exhibieron pancartas antijudías y se arengó a los estudiantes con soflamas en las que se pedía la eliminación del Estado de Israel e incluso el genocidio de los judíos. En Europa a este tipo de cosas estamos acostumbrados. Tanto la extrema izquierda como la extrema derecha son muy judeófobas y aprovechan cualquier conflicto entre Israel y los palestinos para dar salida a su aversión. Pero en EEUU no es tan común. Allí todo lo relacionado con el racismo es asunto sensible y además hay una comunidad judía numerosa de más de seis millones de personas (la segunda después del propio Estado de Israel). Así que el asunto terminó en el Congreso.

Se nombró a un comité en la Cámara de Representantes y se convocó a las rectoras de Harvard, el MIT y la universidad de Pensilvania. La comparecencia fue seguida por mucha gente. Los representantes les preguntaron si estaban o no a favor de la existencia del Estado de Israel, a lo que las tres respondieron afirmativamente. Entonces, una representante republicana por NYC llamada Elise Stefanik, les preguntó de forma directa si pensaban tomar medidas contra quienes en sus respectivos campus pidiesen el genocidio de los judíos. La respuesta de las tres fue vacilante y se escudaron en la libertad de expresión.

La libertad de expresión en EEUU es sagrada. La primera enmienda, aprobada en 1791, la protege de forma explícita. Dice textualmente:

A lo largo de la última década hemos asistido tanto en los campus de Estados Unidos como en los de Europa a una violenta ofensiva contra la libertad de expresión

“El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios”

Se abre aquí un debate muy interesante, más aun tratándose de la universidad, donde cualquier cosa debería ser debatible. La función principal de una universidad es, o debería ser, formar a los alumnos, es decir, transferir conocimiento, y generar conocimiento nuevo mediante la investigación. Para ambos cometidos la libertad de expresión es fundamental, tanto por parte de los profesores como de los alumnos. Pero, a pesar de ello, a lo largo de la última década hemos asistido tanto en los campus de Estados Unidos como en los de Europa a una violenta ofensiva contra la libertad de expresión. Pero esta vez no ha venido de las autoridades, sino de una parte de la comunidad universitaria que, por cuestiones ideológicas, se ha arrogado la prerrogativa de silenciar a quienes le llevan la contraria.

La historia la conocemos bien. En EEUU hasta la han bautizado con un término: “cancel culture” o cultura de la cancelación. Esta “cultura” se ha sustanciado en impedir que decenas de personas hablen libremente y se ha arrinconado a profesores y conferenciantes por expresar opiniones que resultan ofensivas para una parte de esa comunidad universitaria. Cualquier académico lo sabe y cuida muy mucho lo que dice y dónde lo dice no vaya a ser que eso, debidamente sacado de contexto, engendre funestas consecuencias personales y profesionales. Todo se ha hecho con el consentimiento tácito o activo de las autoridades universitarias, que en ocasiones se han sumado con entusiasmo a los linchamientos.

Detrás de esta ofensiva contra la libertad de expresión se encuentran los programas de diversidad y protección de las minorías. El planteamiento de origen de estos programas no es necesariamente malo. En una sociedad diversa como la estadounidense debe imperar la convivencia y eso implica que se vigilen los discursos de odio que podrían acarrear males mayores como peleas y asesinatos. Ahí encontraríamos un límite a la libertad de expresión. El otro sería el de la calumnia, es decir, la imputación maliciosa de un delito a sabiendas de su falsedad. La calumnia no está cubierta por la libertad de expresión en ningún ordenamiento legal ya que es sencillo definir sus límites. No sucede lo mismo con los discursos de odio. Casi cualquier cosa puede ser descrita como discurso de odio, especialmente entre activistas políticos, que consideran odio todo lo que vaya contra su partido.

La historia nos enseña que se empieza señalando al disidente, se continúa haciéndole la vida imposible mediante turbas y campañas de desprestigio, y se termina con su liquidación física

Pero, dejando a un lado los delirios del activismo, que siempre barrerá para casa y verá la paja en el ojo ajeno ignorando la viga en el propio, el hecho es que existen discursos tóxicos que generan problemas. Esos discursos deben ponerse al margen de la ley, pero sólo cuando se dirige a individuos o grupos concretos. La historia nos enseña que se empieza señalando al disidente, se continúa haciéndole la vida imposible mediante turbas y campañas de desprestigio, y se termina con su liquidación física. Todo empieza con simple un discurso. Esto es tan válido para los conversos españoles del siglo XV, los católicos ingleses y los hugonotes franceses del XVI, los reaccionarios de la Vendée en el XVIII o los judíos europeos del XX.

A ese tipo de prédicas que siempre presagian lo peor hay que ponerles coto tan pronto como aparecen. Es normal, además, que aparezcan en lugares como la universidad, especialmente en las facultades de humanidades. Se puede debatir sobre el nazismo, pero debe estar prohibido que sus extraviadas teorías raciales se prediquen en el campus. Se puede debatir sobre el marxismo y la dictadura del proletariado, pero debe estar prohibido que esa dictadura se ensaye en las aulas silenciando a quienes se oponen a ella. Es en este punto donde han fallado los programas de diversidad ya que están concebidos siempre desde el identitarismo. Con la idea de proteger a las minorías reales o inventadas (las mujeres, por ejemplo, no son ninguna minoría ya que constituyen la mitad de la humanidad) de ataques y discursos de odio, se ha implantado un régimen de excepción en el que una minoría fuertemente ideologizada decide de lo que se puede y de lo que no se puede hablar.

El punto de partida es siempre la dialéctica de opresor y oprimido, un resabio del marxismo tradicional reformulado para superar la lucha de clases y sustituirla por lucha de identidades. Hay identidades de naturaleza opresora (los hombres, los heterosexuales, los blancos, los países occidentales, los judíos…) e identidades que padecen la opresión de las anteriores (las mujeres, los homosexuales, los negros, el tercer mundo, los pueblos indígenas…). Sobre ese esquema se levanta todo lo demás. El problema es que esas categorías son arbitrarias y a menudo se solapan. Una mujer puede ser a la vez heterosexual y vivir en un país occidental, o un negro que al mismo tiempo es hombre y estadounidense. ¿Alguien así acaso oprime por las mañanas y el resto del día forma parte de los oprimidos? Es un planteamiento tan abstruso e irracional que carece de sentido siquiera profundizar más en él.

Los programas de diversidad, que deberían facilitar la convivencia y evitar que se produzcan enfrentamientos, han servido para que una minoría muy bien organizada decida repartir roles de opresores y oprimidos. A los categorizados como opresores se les niega la palabra porque, según los partidarios de este delirio de las identidades, concedérsela sería lo más parecido a perpetuar la opresión. Con eso pretenden proteger a las identidades oprimidas, pero lo único que consiguen es implantar una dictadura en la que sólo unas ideas muy concretas pueden airearse libremente. El resto quedan proscritas para siempre al tiempo que se exige a los presuntos opresores que muestren arrepentimiento por un delito que no han cometido.

Si no heredamos las deudas de nuestros propios padres, ¿cómo vamos a ser responsables de todo lo que hicieron los hombres, los españoles o los heterosexuales de hace cuatro siglos?

A los hombres de nuestros días se les exige reparación por la discriminación que sufrieron las mujeres en el pasado, a los blancos se les piden cuentas por los siglos de esclavitud, a los españoles por la conquista de América, a los ingleses por su política colonial en la India y a los heterosexuales por la persecución y la represión que padecieron los homosexuales en otros tiempos. Es algo que carece por completo de sentido. Si no heredamos las deudas de nuestros propios padres, ¿cómo vamos a ser responsables de todo lo que hicieron los hombres, los españoles o los heterosexuales de hace cuatro siglos?

En esa encrucijada absurda es en la que hay que enmarcar el pogromo de los campus universitarios estadounidenses de estos dos últimos meses que fue a romper en la comisión de la Cámara de Representantes. Los estudiantes que salieron a manifestarse ruidosamente identificaban a los judíos (a todos los judíos) como identidad opresora responsable de todas las calamidades que afligen a los palestinos, identificados como identidad oprimida. Poco importa que el asunto tenga muchas más capas que le añaden complejidad, que Israel esté respondiendo a un ataque terrorista despiadado que se cobró la vida de casi 1.200 inocentes o que Hamás sea una banda terrorista que ni mucho menos representa a todo el pueblo palestino. La simplificación es necesaria para primero señalar y luego escalar, que es lo que terminó sucediendo en estas universidades. Empezaron diciendo que la ofensiva israelí estaba costando la vida a miles de civiles en Gaza, continuaron extendiendo la responsabilidad a todos los judíos del mundo y terminaron reclamando el genocidio.

Algo así no está cubierto por la primera enmienda y entra de lleno en el discurso de odio, una herramienta de la que estos grupos se valen sistemáticamente para acallar a quienes se le oponen. Manifestaciones como esas que pidiesen la liquidación de todos los negros o todos los homosexuales tampoco cabrían dentro de lo que entendemos por libertad de expresión. Pero las autoridades académicas no hicieron nada para detenerlo. ¿Por qué? Seguramente por temor a ser señalados. Los activistas de las identidades han creado un clima de miedo y desconfianza similar al de cualquier dictadura en la que la autocensura es mucho más efectiva que la censura directa por parte del Gobierno.

El veredicto de la opinión pública

Cuando las tres rectoras se sentaron frente a los comisionados eran muy conscientes de que tenían que pesar sus palabras, y no tanto por lo que pudieran decir los representantes, sino por las reacciones que se produjesen después en sus universidades. Eso era lo que les preocupaba y no el veredicto de la opinión pública, que fue muy negativo tras contemplar el modo remiso y vacilante con el que respondieron a la cuestión principal de si pensaban tomar medidas contra las actitudes matonescas de algunos estudiantes. A la rectora de la Universidad de Pensilvania eso le ha terminado costando el puesto y la de Harvard cuelga de un hilo. Pero prefirieron eso antes que enfrentarse con la bestia que han estado alimentando con mimo durante demasiados años.

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