Sentí cierta extrañeza al ver aquellas fotografías. Como si las observara alguien ajeno a la escena cuando en realidad era yo la protagonista. Me las realizó hace unos días Asier Gómez, un fuera de serie de la imagen. Y lo cierto es que todo fue perfecto, él logró que todo fuera perfecto a pesar de mi bloqueo al sentir tan de cerca la presión de los “clicks” y de un objetivo con el que no convivo a menudo.
El clima era idóneo, la temperatura cálida del estudio mientras fuera la escarcha teñía de blanco el verde habitual de los campos de Vizcaya. También los focos, las luces dotaban del brillo buscado a un decorado apagado compuesto por telajes grises y algún retal de madera colocado a propósito para otorgar un aire de almacén destartalado a una escena convertida, después, en carruaje de ensueño como se transforma la calabaza de Cenicienta al dar las doce. Y el caso es que yo era algo así como la dama de ese afamado cuento de Disney. Vestida de fantasía por Eder Aurre, un talentoso y joven diseñador de esos con la ilusión todavía intacta, con las manos sin las marcas aún de las agujas de costura que pinchan tanto como satisfacen. El artífice, un año más, de darle forma a un traje de despedida que habitó primero en mi imaginación y más tarde sobre mi cuerpo. Un diseño hecho a medida, a mis nuevas medidas con más pecho y más kilos debido a los hermosos giros de la vida.
Hablo del plástico que impregna rostros, pechos, escotes y hasta traseros. Del plástico que esconde arrugas y que tiene la capacidad de borrar historias y experiencias. De los filtros, de las capas, de los arreglos que proporcionan un brillo ficticio a la piel
Lo cierto es que, sin ser modelo, sin soltura, sin la piel tirante que te otorga la juventud, sin maquillajes ni peinados hechos por profesionales, sin retoques ni polvos mágicos, sin antídoto alguno contra unas hormonas exacerbadas… el resultado de la sesión fue inmejorable. Y, aun así, sentí cierta extrañeza al ver aquellas fotografías. Como si las observara alguien ajeno a la escena cuando en realidad era yo la protagonista de las mismas.
Tan sólo horas después comprendí dónde estaba el fallo, dónde el problema. Resulta que no eran culpables mis ojos exageradamente autocríticos. No eran ellos esta vez, no. La respuesta estaba en lo poco acostumbrados que están últimamente a ver naturalidad sobre el papel o la pantalla. Vivimos en un mundo de plástico y no me refiero sólo a ese que se está cargando el planeta a toneladas. Hablo del plástico que impregna rostros, pechos, escotes y hasta traseros. Del plástico que esconde arrugas y que tiene la capacidad de borrar historias y experiencias. De los filtros, de las capas, de los arreglos que proporcionan un brillo ficticio a la piel y que disfrazan de irrealidad lo verdaderamente real. Y lo peor es que nos hemos habituado tanto a convivir con esa mentira que hemos llegado al punto crítico de no ser capaces de discernir ya entre lo auténtico y lo artificial, entre lo normal y lo anormal, entre la piel y el cemento. Ahora cada señal del tiempo en nuestra corteza es vista como una amenaza cuando debería ser tratada como una batalla vencida más que añadir a la lista de victorias contra un reloj que avanza por fortuna. Lo contrario sería la muerte.
Y no digo con esto que no haya que cuidarse para tratar de sentirnos bellas por fuera y por dentro. Es solo que queremos aparentar veinte, teniendo sesenta. Nos estamos convirtiendo en una especie que no envejece, en un mar denso en el que todas las olas son tan idénticas que hasta mueren y vuelven a nacer al unísono. Un océano humano compuesto por seres plastificados, por robots tersos y duros, pero sin movimiento. Y todo esto lo pienso tras observar unas fotografías preciosas que forman parte del protocolo previo a unas campanadas que, un año más, me han encomendado contar en directo ante miles de espectadores. Una cita especial a la que llego con cuarenta y un años, arrugas, la agenda repleta de trabajo y festejos navideños varios y un cansancio extremo. Una cita especial y espacial en la que aterrizo sin nave y como cualquier otra mujer que pisa tierra firme. Sin anuncios previos corriendo desnuda por el centro de Madrid. Sin portadas retocadas en revistas de renombre. Sin entrevistas de promoción en programas de máxima audiencia. Sin vacaciones ni antes ni después. Sin cheques de un montón de ceros. Sin entrenadores personales. Sin hueco en el vestido bordado con cariño para algún parche térmico que rebaje el frío helador de Vitoria. Sin techo ni carpa, a la intemperie en una plaza abarrotada por ciudadanos unidos bajo un mismo cielo oscuro a medianoche, pero iluminado de sueños por cumplir en el 2024.
Llego a la cita a la carrera y sin todo aquello que puede resultar pomposo a la vista, pero que no hace falta cuando sobran las ganas, la ilusión, la responsabilidad y la satisfacción de haber sido elegida -y ya son tres veces- para retransmitir un evento único. Un año más, el 31 de diciembre, volveré a contar las uvas con fuegos y piel, aunque sin artificios.
Feliz 2024.
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