Opinión

Laissez faire, laissez paser (de curso)

Pasarán los alumnos por las escuelas sin pena ni gloria, ni propia ni ajena, porque no habrá que enseñar nada valioso

La ley de educación que con tanto mimo y cuidado está preparando el Gobierno socialista será uno de los mayores triunfos de la derecha liberal en la historia de la democracia española. La derecha liberal, sí. Esa derecha que siempre ha estado más preocupada por bajar impuestos que por defender el uso justo y necesario de los impuestos. Esa derecha que ha dedicado horas y horas a cantar las bondades de la concertada, del cheque escolar, del pin parental o de la autonomía de los centros mientras el sistema nacional de enseñanza se iba diluyendo en diecisiete regímenes distintos, con sus propios criterios, sus propios currículos y sus propios sistemas de inspección. El mercado se regula solo y el aula no debe verse como el templo del saber, algo que exigiría liturgias y doctrina compartidas, sino como el gran escaparate de las nuevas tecnologías y las nuevas pedagogías, con colores llamativos y grandes ofertas para fidelizar al cliente.

Esta reforma educativa es el gran triunfo del coaching, del emprendimiento y de las necesidades de la industria. De los talleres de robótica, los iPads en todo y para todo, los listados de los 100 mejores colegios, los premios al mejor profesor y los vídeos del BBVA sobre el mercado de valores; aprende el sentido de la vida con píldoras de cinco minutos.

Desaparecen las notas numéricas en la ESO, el suspenso será un “No conseguido” y probablemente en un par de legislaturas, con algo más de esfuerzo y pedagogía, conseguirán implantar la nomenclatura del alumnado nuevo: “En proceso de logro”

También es un gran triunfo de la izquierda progresista, claro. ¿Pero qué reforma educativa no lo ha sido? Lo importante en este enfoque no es el mercado sino la felicidad -siempre inmediata, pasajera y falsa- del alumno. Desaparecen las notas numéricas en la ESO, el suspenso será un “No conseguido” y probablemente en un par de legislaturas, con algo más de esfuerzo y pedagogía, conseguirán implantar la nomenclatura del alumnado nuevo: “En proceso de logro”.

La reforma apuntala muchos de los grandes males de anteriores leyes e introduce algunos nuevos, y ni siquiera ofrece soluciones a los problemas que pretende resolver. La repetición es el ejemplo más claro. Lo que supone un problema no es que haya muchos niños que no están adquiriendo los conocimientos necesarios sino las cifras que lo reflejan, porque dificultan la convergencia europea. Por eso la solución que se plantea no es reflexionar sobre las condiciones en las que aprenden, sino sencillamente eliminar la opción de la repetición, que es lo mismo que hacían en The Wire con los delitos. Mira, Europa: sin manos.

Los análisis críticos suelen centrarse en esto último, pero lo terrible del asunto es que la reforma se adapta perfectamente tanto a la antropología rousseauniana como al ideario blando de una derecha obsesionada con la libertad como valor supremo a la hora de analizar las instituciones. Libre para expresar lo que quiera y libre para elegir lo que quiera, he ahí el gran proyecto educativo.

El proyecto no obedece exclusivamente a los valores de la izquierda, y tampoco se implantará desde cero. El alumno ya había sido privado hace mucho tiempo de la condición básica para un aprendizaje real: la condición de sujeto. Sujeto a normas, a expectativas altas, a estándares comunes, a evaluaciones objetivas y claras. El tratamiento del alumno como sujeto no era sólo un deber de los profesores hacia ellos, sino también la principal garantía de que el proceso educativo no permitiría la entrada de las diferencias económicas en las aulas. El alumno sujeto a normas y criterios comunes podría moverse por cualquier región de España sabiendo qué es lo que se esperaba de él. El alumno liberalizado puede escoger música, o dibujo, o robótica, o arte. Puede escoger trabajar en grupo con cualquiera de sus compañeros, puede elegir estudiar o no hacerlo. Puede elegir los colores con los que pintará su mandala en Filosofía, Educación Física, Religión o Plástica. Puede elegir lo que quiera -salvo, en demasiadas regiones, estudiar en castellano- porque todo el sistema está pensado para que dé rienda suelta a sus impulsos y a sus deseos, desde Infantil hasta Bachillerato. Y precisamente esa libertad absoluta para entregarse a sus impulsos es lo que los transforma de sujetos a esclavos.

Detrás de esta destrucción planificada de las condiciones necesarias para la enseñanza no hay un plan siniestro para aborregar a nuestros hijos, sino la confluencia de la antropología progresista y la teología del mercado. Nos preguntamos por qué la comunidad educativa no hace nada, y la respuesta es evidente: porque la comunidad educativa es consciente de cuál es su papel en la función. Más preocupados por estar a la última que por seguir acudiendo al origen, a los principios y a los fundamentos de la enseñanza, lo que ofrecemos ya no es un fin valioso, sino un servicio. Recurrimos al marketing porque nuestro trabajo no es transmitir conocimiento sino vender ilusión. Gamificamos como si sólo hubiera el mañana, dejamos que el ruido se convierta en el mensaje y le damos la vuelta a la clase para no tener que vernos reflejados en nuestros alumnos. 

“#HazQuePase”, escribía Pedro Sánchez días antes de las elecciones de 2019 mientras exhibía un pequeño libro que le quedó demasiado grande. Aquél fue su lema de campaña. Pasó lo que deseaban, y pasó lo que prometieron. Pasarán los alumnos por las escuelas sin pena ni gloria, ni propia ni ajena, porque no habrá que enseñar nada valioso. Pasará este Gobierno, vendrán los otros y seguirán pasando sin pena ni gloria, porque sólo habrá que transmitir la miseria de lo útil, lo que les haga miserablemente felices. 

¿Aprender? Ya aprenderá quien pueda; siempre hubo clases para quien podía pagarlas.

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