Opinión

La larga marcha hacia el desastre

Pedro Sánchez con una camiseta de Salvador Illa La larga marcha hacia el desastre
Pedro Sánchez con una camiseta de Salvador Illa EFE

Pocos meses lleva esta legislatura y, en apariencia, no puede haber más enfrentamiento y polarización entre los grandes partidos de la política española. Sin embargo, algunos elementos parecen indicar que la hostilidad y agresividad en la superficie enmascara cierto consenso de fondo, como si las dos formaciones chocaran por una mera cuestión de formas, plazos, actitudes y rostros.

Con el fin de permanecer en el poder, y aprovecharse de sus ventajas, Sánchez ha quebrantado cualquier principio, forma o apariencia, provocando una agria respuesta de parte de la opinión pública. Sin embargo, aunque su falta de escrúpulos haya alcanzado extremos inéditos, no se ha apartado del guion, de esa larga senda hacia la degeneración que nuestro sistema político viene recorriendo con la complicidad de ambos partidos. Sus inusitados impulsos para socavar el equilibrio de poderes, profundizar en el más burdo nepotismo, imponer la arbitrariedad, difuminar la frontera entre lo público y lo privado o, la nueva amenaza, meter en cintura a la judicatura y a la prensa libre, no resultan muy novedosos ni implican un cambio de régimen: tan solo una notable intensificación de esa fatídica tendencia que, acelerada por la izquierda y ralentizada por la derecha, dura ya décadas sin que nadie haya osado revertirla. El actual presidente ha prescindido del disimulo, forzando hasta el límite la locomotora de un tren que, de todos modos, hubiera pasado por estas tenebrosas estaciones a la vuelta de algunos años.

El tenso ambiente político se asemeja formalmente al vivido en los meses anteriores a la Guerra Civil, pero sus aspectos sustanciales son muy distintos. En 1936 los partidos mantenían concepciones del mundo incompatibles e impulsaban líneas políticas radicalmente opuestas, desde la revolución social violenta a la reacción. Hoy día, tras el juego de sombras chinescas, se adivina un acuerdo tácito en muchos puntos poco edificantes. Prueba de ello es que PSOE y PP acordaron una ignominiosa reforma constitucional, que entró en vigor en enero de 2024, hace apenas cuatro meses, con el objetivo de introducir, de forma taimada y solapada, la discriminación por sexos en la ley de leyes. ¿Alguien imagina a Azaña y Gil Robles acordando una reforma de la Constitución en la primavera de 1936? La actual polarización posee un carácter mucho más emocional que ideológico; más visceral que racional. Y, para los dirigentes, más teatral que sustancial.

El auge de la polarización emocional

Estudios recientes descubrieron que, incluso en países con gran enfrentamiento y animadversión entre izquierda y derecha, los votantes de un sector y del contrario no exhiben tantas diferencias ideológicas en asuntos políticos concretos. Incluso los más acérrimos prosélitos suelen desconocer la posición de su partido en muchísimos temas. Aunque sigan existiendo diferencias ideológicas, la polarización y el enfrentamiento se deben principalmente a una mera cuestión de emoción, sentido de pertenencia e identidad.

En Ideologues without issues, Liliana Mason sostiene que la pasión y el prejuicio con los que muchos sujetos abordan la política no se debe tanto a lo que piensan como a lo que sienten. La dinámica partidista se asemeja más a la rivalidad entre forofos de fútbol que a una confrontación racional de ideas. Ciertos experimentos en psicología social habían mostrado que la mera inclusión casual o aleatoria en un grupo generaba en el individuo fuertes sentimientos de afecto hacia los propios y de desprecio, incluso odio, hacia los ajenos. Disolver parte de la personalidad en un colectivo, y buscar un rival malvado, satisface conjuntamente esa contradictoria necesidad humana de inclusión y diferenciación. El sujeto trata de acrecentar su autoestima convenciéndose de que forma parte de los buenos, que su colectivo se sitúa en el lado correcto de la historia.

La polarización emocional fue desbancando paulatinamente a la identificación ideológica por el auge de un tipo de votante con débil anclaje de ideas, carente de sólidos principios y crecientemente proclive a aceptar de buen grado cualquier ocurrencia que introduzca su sector político, por muy descabellada que sea. Se trata de un típico individuo contemporáneo descrito por David Riesman en el ya clásico The lonely crowd: sin brújula interior, guiado por los demás, influido por su entorno, siempre al albur de las modas y los medios. Un sujeto que, creyendo garantizado su bienestar material, solo busca sentirse bien a toda cosa. Así, la fibra que teje la sociedad civil resulta cada vez más dócil, acrítica e incapaz de poner límites al poder político, especialmente en un país donde la mayoría cree que la democracia consiste tan solo en el derecho al voto.

Los principios que inspiraron el surgimiento de la democracia liberal van quedando arrinconados, convergiendo los partidos hacia una creencia difusa, incoherente, una nueva cuasi religión laica bien sazonada de ideología de género, ecologismo milenarista o wokeismo

Como gran parte de los votantes mantiene criterios cambiantes con el viento de la última novedad, sea esta sensata o aberrante, los partidos tienen poco incentivo en mantener un cuerpo ideológico bien definido, estable y coherente. Al contrario, descubrieron que ganan más apoyos limitándose a incorporar las reivindicaciones de los activistas, esos grupos de intereses bien organizados que difunden emocionales e infantiles historietas de buenos y malos. La izquierda suele adoptar primero sus dudosas propuestas pero, al poco tiempo, la derecha también las incorpora a su acervo. Así, los principios que inspiraron el surgimiento de la democracia liberal van quedando arrinconados, convergiendo los partidos hacia una creencia difusa, incoherente, una nueva cuasi religión laica bien sazonada de ideología de género, ecologismo milenarista o wokeismo, mientras crece entre ellos una rivalidad predominantemente identitaria, vacía de contenido. Los votos ya no se obtienen elaborando un programa político consistente sino agitando las más bajas pasiones del público. O comprándolos con ayudas, empleos públicos y subvenciones.

Los dos grandes partidos rivalizan por el poder, pero ambos se encuentran cómodos en esa corriente que, desde una Transición pésimamente diseñada, arrastra nuestro sistema político, como en una tragedia griega, hacia la degradación institucional, hacia el deterioro de los derechos individuales y hacia la descomposición territorial. Muchos pensamos en su momento que, tras la devastación causada por el gobierno Zapatero, Mariano Rajoy dejó pasar una oportunidad de oro para acometer las imprescindibles reformas debido a su carácter apático e indolente. Pero no era una cuestión de personalidad: ningún presidente barajó jamás, ni por asomo, la opción de restaurar controles y contrapesos al ejercicio del poder pues ello hubiera implicado gobernar con muchas más cortapisas y limitaciones que el ejecutivo anterior.

El ascenso de Sánchez

La clave del éxito de Pedro Sánchez fue comprender que la política actual no se basa en ideas o razones sino en emociones. Y que los principios, la sensatez y la responsabilidad cotizan muy a la baja. En las primarias del PSOE de 2017, Sánchez rebasó a Susana Díaz, no a lomos de un atractivo proyecto de futuro sino a hombros de unas bases cerriles y ofuscadas, una turbamulta marcada a fuego por un visceral y salvaje odio a la derecha. El pecado de Díaz, apoyando una abstención responsable para permitir formar gobierno al malvado derechista Rajoy determinó su caída en desgracia.

La astracanada del actual presidente, tomándose unos días de “reflexión”, habría significado su expulsión del poder en cualquier país sensato. En España, por el contrario, es una estrategia capaz de tensar la polarización emocional, de enardecer a esa masa irreflexiva que vota impulsivamente a la izquierda por mera animadversión a la derecha.

Una democracia sólida requiere unos eficaces mecanismos de (auto)control del poder, ciertos órganos del Estado neutrales y objetivos, una mayoría de votantes que considere al sector opuesto como adversario (no como la encarnación del Maligno) y unas élites valientes, responsables y conscientes de los límites permisibles a la acción de los gobernantes. Estos elementos fueron socavados en la vorágine de las últimas décadas hasta casi alcanzar el punto de no retorno, ese en el que no quedan en pie suficientes contrapesos para impedir que el gobierno elimine caprichosamente los pocos que aún permanecen.

De nada serviría un nuevo gobierno que mejore las formas y restaure las apariencias, regale sonrisas y buenas palabras, pero, al estilo Rajoy, tan solo ralentice la degeneración sin revertir ninguno de los desaguisados

Desgraciadamente, lo que alarma a una parte de la opinión pública no es que las instituciones, las libertades y los derechos individuales se deterioren, como ha venido ocurriendo en las últimas décadas, sino que lo hagan a ojos vistas, a un ritmo vertiginoso, como sucede en la actualidad. Pero el problema no estriba tanto en la velocidad como en el funesto e inalterable derrotero. De nada serviría un nuevo gobierno que mejore las formas y restaure las apariencias, regale sonrisas y buenas palabras, pero, al estilo Rajoy, tan solo ralentice la degeneración sin revertir ninguno de los desaguisados.

Por suerte, cada vez más gente va tomando conciencia de lo que hay en juego, de la necesidad de una remodelación completa del sistema. Si, estando en peligro los derechos fundamentales, la libertad de expresión, la igualdad ante la ley, o la propia continuidad de España, no surge una potente corriente que reclame un cambio radical, si una mayoría de intelectuales, informadores y opinadores sigue suscrita a la vacía rivalidad partidista o al silencio políticamente correcto, entonces… no debe causar sorpresa nada de lo que pueda ocurrir.

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