Día de la Constitución: me levanto tarde, a las once, enciendo La 1 y aparece Gerardo Pisarello en un estrado repleto de micrófonos. Nos explica que este es un día triste, ya que los cinco diputados de Podemos fugados al grupo mixto hacen más débil al gobierno actual. Pisarello es la persona, escogida por el partido catalán Los Comunes, que al tomar posesión de su despacho en el Congreso de los Diputados en 2019 lo primero que hizo fue quitar la bandera rojigualda (ya había intentado arrancar una bandera española del ayuntamiento de Barcelona en 2015).
Pocos minutos después, aparece la vicepresidenta Yolanda Díaz, flanqueada por los cuatro ministros de Sumar, denunciando que la derecha española ha intentando apropiarse de la Constitución y transmitir la idea de que solo les pertenece a ellos y a sus votantes. En realidad, quienes no asistieron ayer a la celebración son el Lehendakari y el President de la Generalitat catalana, socios de Díaz, pero a esto no hace mención alguna. Tampoco le parece relevante que Aitor Esteban, líder del PNV en el Congreso, haya declarado que “no hay nada que celebrar” en el 45 aniversario de la Carta Magna. Todo en orden.
La Constitución, que fue un avance nacional notable para 1978, emborrachó de euforia a unas élites que ahora se niegan a reconocer la resaca
Trasteando por Twitter encuentro una intervención de Juan Manuel de Prada en una tertulia televisiva, recordando unas palabras de Gregorio Peces-Barba, padre de la Constitución, donde advertía a los diputados católicos que resultaba estéril andar discutiendo por tal o cual término sobre el artículo del aborto, ya que quien ocupase el poder político en cada momento encontraría la manera de retorcer cualquier palabra en beneficio de sus tesis. Eso exactamente ha ocurrido con la amnistía, donde juristas, abogados y medios de comunicación progresistas -incluyendo la televisión pública- han hecho creer a millones de personas que conceder privilegios a las élites separatistas de Cataluña puede ser un avance para todos.
Resaca social
Un factor relevante, que raramente se comenta, es el escaso entusiasmo popular que despierta nuestra Constitución. Es un día que celebran las élites pero que deja frío al pueblo. La gente común sabe, de sobra y hace años, que los conflictos territoriales que desgarran a nuestro país tienen que ver con el hecho de que el estado de las autonomías y sus nacionalidades históricas fomenta las lógicas separatistas pero niega los cauces para la separación. Esta frustración permanente es la raíz de levantamientos como los de octubre de 2017. Todo ello, además, intensificado por un gobierno que piensa que se puede construir España apoyado en los partidos que aspiran a destruirla. El pueblo, en su vida cotidiana, sabe que la Constitución no garantiza el derecho al trabajo, ni a la vivienda, ni al desarrollo cultural de las personas. Por eso no siente ninguna alegría en días como el de ayer. La gente común pone la nación por encima de la Constitución, como explicó en este diario el asesor político Juande González.
Las clases dirigentes de nuestro país atribuyen a la Constitución todos los logros nacionales, que es como atribuírselos ellos mismos, pero no la hacen responsable de ninguno de nuestros males. Actúan de manera infantil, como esos pacientes de terapia que culpan a sus padres de todas sus disfunciones mientras consideran propios todos los méritos de su vida. La Constitución, que fue un avance nacional notable para 1978, emborrachó de euforia a unas élites que ahora se niegan a reconocer la resaca. Es hora de hacer una crítica profunda a los problemas de nuestro texto legal fundamental, en la línea de la jurista Irene González, el filósofo Jorge Freire y el columnista Hughes, entre muchas otras voces despiertas. Sin esa revisión sustancial seguiremos muchos años de bajona.
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