Mal momento el umbral del tórrido verano para que aparezca el motorista blandiendo el cese. Así fue siempre, incluso mientras duró el mandarinato franquista, que fue el inventor de esa aterradora figura. Pero ahora quizá sea peor, dado que los cesantes de Vox ya no proceden de la “upper class” y acaso ni siquiera llegaron mayoritariamente de la apurada mesocracia. Tener que explicar en familia que el sueño ha durado poco es siempre acongojante pero no digo nada sobre cómo debe de vivirse cuando los cesados, en multitud de casos, no tienen una excedencia que esgrimir ni un tajo donde dar el callo para ganarse el pan. O sea que figúrense el oscuro cuadro de la grey voxista apeada tan brusca como absurdamente de la poltrona o poltronilla por un quítame allá las pajas de esos veinte desdichados que, por acuerdo casi unánime (sólo ERC se ha abstenido) les había tocado amparar en el imprescindible reparto. ¿Qué van a hacer ahora esos descolgados, podrá Vox superar las consecuencias que ha de producir sin remedio ese órdago afarolado que pretendía ser un jaque?
Son multitud los sociólogos que han predicado la necesidad de una clase política fuerte e independiente, reclutada en exclusiva por el mérito, como seguro remedio frente al eventual abuso de los capitostes y, en definitiva, también como primera y última garantía del sistema de libertades. Pero la realidad –ese íncubo que acecha hasta a las situaciones mejor acomodadas- no cabe duda de que ha sido muy diferente. En nuestra democracia se advirtió muy pronto la conveniencia de que los electos mantuvieran su acta cuando quebrara la disciplina de partido, porque de otra manera es obvio que su libertad sería pan comido para los jerarcas. Y tal vez fue así porque el español conservaba en su memoria genética la lamentable figura que idearon Cánovas y Sagasta durante el turnismo, aquel cesante que nadie retrató como Galdós.
El respeto a la meritocracia
No ha faltado teórico que allegara la idea de que esa independencia fundamental del político solamente podría conseguirse reclutándolo entre las clases superiores o, al menos, acomodadas, como no faltó en los peores momentos la propuesta contraria. Pero, en cualquier caso, pocas dudas caben sobre el hecho de que la que gestiona y trapichea en nuestra actual democracia debe sus sinecuras y prebendas a criterios poco o nada objetivos. Ni a derechas ni a izquierdas se ha respetado la meritocracia como hubiera sido razonable, mientras que el partidismo ha sido la regla. ¿No han sido capaces recientemente, tras desbaratar el sistema de “cuerpos”, de proponer la desaparición de las oposiciones oficiales, incluidas las que dan acceso a la judicatura? Y fíjense que no han propuesto lo mismo para las pruebas que afectan a notarios, registradores o inspectores de Hacienda, pongo por casos, sino a las que impiden que los jueces que han de velar por la igualdad ante la Ley queden en manos de los políticos, protegidos por el constitucional principio de separación de poderes. ¡Ya sólo faltaba elegir a discreción a quienes nos han de juzgar! Pues hasta eso ha llegado la desvergonzada osadía de algunos.
Una experiencia tan simplona debería contribuir a iluminar esa obviedad tan escondida: que la democracia no puede funcionar a golpe de capricho
¡El cargo, el puestecito, el enchufe: mientras no se arranque del suelo político el raigón de los sin oficio ni beneficio no será posible contar con una Administración capaz de proteger al Estado! Lo vamos a ver estos días cuando a los cerca de doscientos altos cargos descabalgados en España por el rentoy de un Abascal demostradamente incapaz de superar su biografía partidista, se les pase la primera impresión y, sobre todo, echen una ojeada a su cuenta bancaria. Una experiencia tan simplona debería contribuir a iluminar esa obviedad tan escondida: que la democracia no puede funcionar a golpe de capricho, ni la complejidad de las actuales administraciones admiten una gestión en manos de enchufados del patrón.
Será un milagro que Vox salga ileso del acoso combinado de “Se acabó la fiesta” y del que muy probablemente van a someterlo, desde dentro, los apeados por las bravas de momios y canonjías. Porque desde la Restauración no se vivía en el empleo público español un disparate tan menesteroso. Lo de Alvise no es sino un interesante aviso de un deterioro ideológico e institucional que Max Weber no habría sido siquiera capaz de imaginar.
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