‘Un gobierno que hoy quisiera conducir a un pueblo europeo a la guerra y a las conquistas cometería un anacronismo tan burdo como funesto’. Muchos tuvimos esa sensación de trágico anacronismo cuando el gobierno de la Federación Rusa lanzó su guerra de agresión contra Ucrania el pasado 24 de febrero, disfrazándola bajo el eufemismo de ‘operación militar especial’. Eso explica seguramente la resistencia inicial de buena parte de la opinión pública, analistas y líderes europeos a dar credibilidad a las informaciones que alertaban acerca de las intenciones bélicas de los gobernantes rusos. Había indicios suficientes, desde el despliegue masivo de tropas a las exorbitantes demandas rusas, pero pocos quisieron verlos. Una guerra de conquista de esas dimensiones sencillamente no entraba en los cálculos. Como llegó a escribir un reputado profesor de relaciones internacionales, Putin es demasiado listo para invadir Ucrania. Ya ven.
Traigo las palabras de Benjamin Constant porque recuerdan algo importante acerca de nuestras sociedades. Como explicó en un librito sobre el espíritu de conquista, las modernas sociedades europeas no están hechas para la guerra; al contrario de lo que sucedía con las antiguas, para las que representaba una forma de vida. Como vemos por el ejemplo de las ciudades-estado helénicas o la república romana, la guerra no sólo era el precio por mantener la seguridad y la independencia, sino que las conquistas aportaban esclavos, tierras y tributos con los que engrosar la riqueza pública y de los particulares. Las sociedades modernas, en cambio, obtienen su bienestar de la industria y el comercio, para los que la guerra es siempre un perjuicio; de ahí que la guerra haya perdido para ellas el atractivo y la utilidad que tuvo antaño.
Irán a la guerra a causa de las injusticias u ofensas sufridas y para defenderse de supuestas amenazas a su seguridad; en nombre de la independencia nacional
Constant describe una tendencia general, sujeta naturalmente a toda clase de alteraciones y excepciones. Prueba de ella es que los gobiernos ya no hablan de la gloria militar ni alardean de sus conquistas cuando van a la guerra. Como dice, los pretextos para una guerra de agresión siempre serán otros, disfrazando el belicismo con el lenguaje de la hipocresía y el victimismo: irán a la guerra a causa de las injusticias u ofensas sufridas y para defenderse de supuestas amenazas a su seguridad; en nombre de la independencia nacional o bien, como hemos visto a lo largo del siglo XX, alegando proteger a las minorías culturalmente afines que han quedado en el lado equivocado de la frontera.
Todo ello lo vemos perfectamente reflejado en la propaganda rusa, donde el agresor se presenta sin rebozo como el agredido. El discurso televisado que dio Putin anunciando la invasión habría hecho las delicias de Constant porque rezuma el victimismo y los pretextos del conquistador moderno.
En primer lugar, como desencadenante está la situación del Donbás donde la población rusófona estaría sufriendo nada menos que ‘un genocidio contra los millones de personas que viven allí, que sólo confían en Rusia, que cifran sus esperanzas en nosotros’. Por una vez el gélido mandatario ruso no esconde los sentimientos: ‘Era simplemente imposible soportar todo esto. Era necesario detener de inmediato esta pesadilla’. Del genocidio en curso no hay constancia por las organizaciones humanitarias que trabajan en la zona, que sí informan en cambio de las detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones que son práctica habitual de las autoridades rebeldes prorrusas. Pero eso no es óbice para que el presidente ruso vea también en peligro a los habitantes de Crimea y Sebastopol, a los que los extremistas ucranianos nunca perdonarán la reunificación con Rusia. A la madre patria no le queda más remedio que intervenir en el país vecino para salvar a sus hermanos de sangre y lengua, por más que estos se resistan.
Las justificaciones de Putin ilustran a la perfección el punto principal de Constant, para quien el empeño del invasor moderno es borrar en todo momento la distinción entre la guerra de agresión y la legítima defensa
No deja de ser irónico que uno de los objetivos de la invasión sea ‘desnazificar’ Ucrania cuando lo que escuchamos por boca de Putin, a modo de justificación, es el mismo guión de los Sudetes. En ese guion los papeles se invierten y el vecino más débil es el que representa una amenaza abrumadora no sólo para las minorías rusohablantes, sino para la supervivencia de la propia Rusia. Es el leitmotiv del discurso presidencial: ‘Rusia no puede sentirse segura, desarrollarse, existir con una amenaza constante que emana del territorio de la Ucrania moderna’. No es un detalle menor que Putin lo presente como ‘una cuestión de vida o muerte’, donde está en jaque la existencia misma del pueblo ruso.
Las justificaciones del ruso ilustran a la perfección el punto principal de Constant, para quien el empeño del invasor moderno es borrar en todo momento la distinción entre la guerra de agresión y la legítima defensa, que constituye la única razón aceptable para emplear la fuerza en las relaciones entre Estados. Nada más pernicioso, como escribe, que confundir estas dos cosas: ‘Pues una cosa es defender la patria y otra atacar a pueblos que tienen también una patria que defender. El espíritu de conquista persigue confundir estas dos ideas’.
Pero esa confusión es la que alimentan precisamente quienes vocean en estos momentos el ‘no a la guerra’. Por bienintencionado que parezca, el eslogan suprime cualquier distinción entre un acto de agresión y el recurso a las armas en legítima defensa, como si ambas cosas fueran igualmente condenables; de esa forma las dos partes del conflicto vienen a ser igualadas y se difumina subrepticiamente la responsabilidad del agresor, negando de paso al agredido los medios para defenderse. Las llamadas al diálogo y a las vías diplomáticas no sirven siquiera como hojas de parra para ocultar que así se le hace el juego al invasor. Eso cuando no se desplaza desvergonzadamente la responsabilidad del atacante ruso a la OTAN o la UE, cuyas siglas aparecen en las bombas que caen sobre ciudades, según hemos visto en carteles de la Juventudes Comunistas.
Ha sido precisamente la necesidad de buscar seguridad frente al gigante ruso lo que empujó a los antiguos aliados de la Unión Soviética a buscar la protección occidental, como ahora querría la propia Ucrania
Una forma más sofisticada de difuminar la responsabilidad del gobierno ruso en la guerra de agresión es el argumento según el cual la expansión de la organización atlántica hacia los países del Este, o los deseos de los ucranianos por unirse a la Unión Europea, habrían sido una provocación innecesaria ante la que el gobierno ruso no podía dejar de reaccionar como ha hecho. Siendo un argumento de Realpolitik, atento a las relaciones de poder entre grandes potencias, ignora que ha sido precisamente la necesidad de buscar seguridad frente al gigante ruso lo que empujó a los antiguos aliados de la Unión Soviética a buscar la protección occidental, como ahora querría la propia Ucrania. Que los temores no eran infundados lo prueba el estado vasallo de Bielorrusia, las intervenciones en Georgia, Moldavia o Kazajistán, o la propia anexión de Crimea en 2014. En otras palabras, el argumento compra la visión imperial de Putin, según la cual la seguridad y la independencia de una superpotencia nuclear como Rusia exigiría la subordinación de los Estados vecinos. Aceptarlo es tanto como recordarles en estos momentos a los ucranianos el duro dicho de Tucídides: ‘El poderoso toma lo que quiere y el débil sufre lo que debe’.
Espíritu de conquista
El argumento cojea por otro motivo. Se preguntaba estos días Stathis Kalyvas cómo nos hemos equivocado tanto con Putin. A lo mejor porque no prestamos atención a lo que dice bien claro el mandatario ruso, como en un ensayo del verano pasado donde sostiene que rusos y ucranianos son el mismo pueblo. No otra cosa viene a decir cuando se dirige a los ciudadanos ucranianos en su discurso televisado para ofrecerles un futuro común a pesar de las fronteras, ‘que nos fortalezca como un todo’. A esa luz cobra todo el sentido la excusa de la autodeterminación de las minorías prorrusas: eres de los nuestros, por tanto nos perteneces. Hemos repetido tanto que el nacionalismo es la guerra, que se nos ha olvidado que es verdad.
Permitan que vuelva para terminar al viejo Constant cuando advertía que no se puede culpar a todo un pueblo por los excesos del gobernante. Al mismo tiempo señalaba que una guerra de conquista no puede emprenderse en una sociedad moderna sin corromper a parte de la población con mentiras y manipulaciones, reprimiendo al resto para reducirlos a la obediencia pasiva e imponerles toda clase de sacrificios. Aunque el libro estaba escrito contra Bonaparte, su viejo enemigo, es un buen recordatorio de que el espíritu de conquista es incompatible con las instituciones de una sociedad libre, para las que representa una grave amenaza. No lo es menos cuando la aspiración imperial por redibujar las fronteras viene motivada por la ensoñación nacionalista.
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