Las guerras inspiran desolación y mucha tristeza. También la enfermedad, cuando sorprende a una persona que apreciamos. Al volver una esquina puede uno encontrar inopinadamente, por casualidad, una razón, aunque ajena, que le desgarra el alma. Hay cientos de historias desapercibidas a nuestro alrededor capaces de conmovernos, historias de pobreza, de adversidad, de truncadas fortunas personales. Pero en estas fechas, y precisamente por mostrarse tan visiblemente subrayadas en el calendario, existe una circunstancia en particular, un hecho dolorosamente singular que nos oprime el corazón: el de las mesas vacías.
Hacer las paces
La Navidad es una excusa preciosa para enterrar las desavenencias y hacer las paces con esa persona querida, un pretexto perfecto para suavizar esas enojosas asperezas, para ofrecer una cálida sonrisa, pero cuántas veces ocurre que llegamos tarde, que la fatalidad se nos adelanta y hallamos su silla vacía en la mesa familiar. Y el devastador sentimiento de culpa, y el más atormentador arrepentimiento se instala para siempre en nuestra conciencia, como una carga insoportable. La Navidad es una ocasión para tender por fin nuestras manos a ese miembro de la familia del que, por desidia o falsos escrúpulos, tan alejados nos hemos mantenido siempre, una oportunidad para conocer un poco más a esa persona, para indagar con franca curiosidad en su pasado, pero cuántas veces ocurre que llegamos demasiado tarde, que el destino perverso se nos adelanta, que la propia naturaleza inexorable nos arrebata a esa tía, a ese abuelo. Y hallamos en la mesa, descorazonados, su silla vacía.
Estúpida dignidad
Nos empeñamos obstinadamente en negar la fragilidad del ser humano, pero todas esas toneladas de orgullo existencial nada pueden contra la certeza de nuestra aterradora vulnerabilidad. Cada uno de nosotros, y siendo generosos en esta estimación, no es más que una lágrima minúscula en el inmenso océano. Los robustos escudos que levanta entre aspavientos nuestra soberbia, el rocoso parapeto de nuestro amor propio, tan ceñudo, tan embriagado de estúpida dignidad; nuestra fortaleza emocional, que creemos inexpugnable; los fatuos argumentos con que justificamos y describimos nuestro supuesto legado en el planeta..., todo ello, siendo generosos en este peritaje, solo es una débil bruma que se desvanece con los primeros rayos de sol de la mañana. No somos nada, apenas polvo.
Estos días de Navidad, en Valencia, el espantoso fenómeno de las mesas vacías ha tenido lugar en muchos hogares. Las heridas todavía se hallan abiertas. El insufrible eco de la tragedia puede percibirse cuando cae la noche, cuando los ruidos de la ciudad se apagan. Está siendo necesario un esfuerzo descomunal para cubrir con amor, con los más dulces y tiernos recuerdos, los terribles huecos de la mesa familiar. Como descomunales han sido, y seguirán siendo, las numerosas muestras de cariño de todo un país.
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