Hace un año exacto, la principal preocupación de los ucranianos en Navidad era decidir cuándo celebrarla. Porque había dos fechas posibles: el 7 de enero, que estipula el calendario juliano (diseñado en su día por cierto cónsul romano llamado Julio César) o el 25 de diciembre que dicta el calendario gregoriano, creado ya en 1582 por el Papa Gregorio XIII.
Ucrania, en un principio, iba a contracorriente y seguía el calendario juliano pero, en febrero de 1918, en medio de una verdadera partida de Risk regional, su gobierno socialdemócrata, recién independizado y que andaba tiroteándose por aquel entonces con bolcheviques, anarquistas, alemanes y nacionalistas, decidió modernizarse y pasarse al calendario gregoriano. La mayoría de la Iglesia Ortodoxa, sin embargo, decidió quedarse en el juliano. ¿Cuándo celebrar, entonces, la Navidad?
Este año, el líder de la Iglesia Ortodoxa autorizó el traspaso de las Navidades al día 25. El gobierno, por su parte, había solucionado el dilema de forma más bien salomónica cuando declaró, en 2017, que ambos días serían festivos. Pero nadie habla ya de fiestas, calendarios, porcentajes o cónsules romanos. Con las primeras nevadas del 2022, Kiev prohibió las luces navideñas. Sólo pudo lucirse el árbol de Navidad del Ayuntamiento, iluminado en azul y dorado a modo de puntal de desafío patriótico, que reutilizaba decoraciones antiguas y las alimentaba con el ronroneo profano de un generador diésel.
Porque lo cierto es que la electricidad comienza a escasear en Ucrania. Rusia ha puesto en el punto de mira -de forma más bien literal- a la red eléctrica ucraniana. Desde sus barcos, sus aviones y sus baterías artilleras, los rusos golpean (en ocasiones, por quinta o sexta vez consecutiva) las estaciones o subestaciones que inyectan su flujo de fotones en los hogares del país. Un solo misil puede convertir un transformador de 200 toneladas en chatarra eviscerada, con sus tripas de cobre, cable y bobina desparramadas por el suelo cubierto de escombros.
Luz y agua: una peligrosa simbiosis
Vivir sin luz es difícil y detestable, pero los fallos eléctricos amenazan algo mucho más crucial: la red de tratamiento de aguas. Esta depende tanto de la eléctrica que, de fallar esta por completo, convertiría las ciudades en desiertos de cemento, donde sus millones de habitantes verían como los grifos se secan, el agua deja de ser potable y los vertidos de aguas residuales, que envenenarían lagos y ríos, les convierten en candidatos preferentes a sufrir una epidemia de cólera; algo grave si uno piensa que el 70% de la población ucraniana vive en zona urbana.
En un juego de acción-reacción constante, los equipos de reparación se apresuran a coser las heridas tras cada ataque; una cirugía de guerra tan urgente y apresurada como la que se pueda practicar sobre civiles o soldados. Para ello, el gobierno implanta apagones controlados cada vez mayores, que por el momento han logrado estabilizar la red eléctrica lo suficiente como para poder repararla a tiempo. Mientras tanto, las Navidades se vuelven negras: la luz no es ya la metáfora de la fe y la fiesta, sino un bien demasiado escaso para derrochar.
Los rusos, por su parte siguen golpeando; y saben donde golpear. Gracias al hecho de que controlaban el país cuando Ucrania era una de sus obedientes repúblicas soviéticas (una en la que construían las mismas centrales que ahora bombardean), pueden lanzar sus misiles desde una distancia de cientos de kilómetros y acertar limpiamente en el blanco.
Este tipo de ataques sobre infraestructuras civiles viola la Convención de Ginebra pero, a estas alturas, queda claro que esta no figura entre las lecturas preferidas de los gerifaltes rusos. Moscú no es, dicho sea de paso, el único en violar dicha convención con regularidad. En 2021, por poner un ejemplo, Israel destruyó la infraestructura eléctrica y de aguas de Gaza (amén de varias escuelas y hospitales) en 41 días de bombardeos que dejaron más de 120 civiles muertos. Y por su parte, el régimen sirio de Bashar al-Assad ha logrado entrar en el podio de los bombardeos indiscriminados contra civiles insumisos.
El misterioso origen de los misiles rusos
Un asunto, en particular, hace que analistas de medio mundo se rasquen la cabeza. Ya desde mayo, el Pentágono sugería que Rusia había gastado sus misiles de precisión a gran velocidad. En octubre, un informe de la Inteligencia británica calculaba que un reciente bombardeo masivo probablemente había reducido en gran medida el arsenal ruso de misiles de larga distancia, reduciendo a su vez la capacidad de alcanzar un gran volumen de objetivos en el futuro. Los bombardeos invernales parecen contradecir estos cálculos. Por tanto, ¿de dónde saca Rusia tantos misiles?
Las opciones son cuatro. La primera está más que comprobada: comprarle armas a Irán y Corea del Norte, otras dos naciones que sienten la presión de las sanciones americanas, y que tienen mucho que agradecerle al Kremlin. China, por su parte, no ha contribuido a la causa. Hábil conocedora de la realpolitik, Pekín se ha negado a romper las sanciones militares a pesar de estar ayudando a Moscú al comprar su petróleo.
Corea del Norte, aparentemente, ha suministrado poco más que obuses de 152 milímetros y cohetes de corto alcance estilo Katyusha; aunque el hecho en sí de tener que comprarle cualquier cosa debería ser un motivo de preocupación para los líderes rusos. Irán, por otra parte, resulta una alternativa mucho más suculenta. A pesar de que sus líderes abominan de la modernidad cultural, no parece que este sea el caso en lo que toca a la modernidad tecnológica: Irán lleva cuatro décadas fabricando drones, es una pionera en su investigación, los ha utilizado discretamente en Irak y Siria, se los ha pasado a milicias afines y los ha vendido al por mayor. Muchos de sus diseños nacen de drones occidentales, capturados al caer sobre su territorio.
Los Shahed-136 (traducido por "testigo", como se llama a los terroristas suicidas), que son triangulares como un avión de papel y se estampan al modo de un misil
El líder ruso Vladimir Putin visitó en julio al envejecido Ayatolá Khamenei, el líder supremo de Irán, y la reunión debió de ser fructífera: Rusia empezaría a lanzar drones iraníes en Ucrania desde agosto (entrenando a las tropas en su manejo desde Irán) y posiblemente alcanzara en noviembre un segundo acuerdo para fabricarlos directamente en suelo ruso.
Así llegaron a Ucrania dos tipos de drones iraníes, rudimentarios pero baratos. Los Mohajer-6, que lucen como grandes aviones teledirigidos de juguete color beige, y hacen de ojos en el cielo. Y los Shahed-136 (traducido por "testigo", como se llama a los terroristas suicidas), que son triangulares como un avión de papel y se estampan al modo de un misil. Son tan ruidosos que se han ganado el apodo de "cortacésped volante." Los pilotos ucranianos persiguen y derriban a los Shahed, haciendo trompos con sus aviones sobre las nubes, con el cielo y la tierra revolviéndose en la carlinga como si de la película Top Gun se tratara. Entre esto y los misiles tierra-aire, los defensores logran hacerse valer: el 15 de noviembre, Rusia lanzó 96 misiles; de estos, 75 fueron derribados.
Precisamente para derribarlos mejor, Ucrania ha suplicado al gobierno americano que le envíe sus famosas baterías Patriot, que ya obtuvieron Israel o Arabia Saudí. Aunque su historial frente a drones o misiles de crucero no es tan eficaz como pudiera creerse, a Kiev toda ayuda le parece poca en la actual situación. Washington se resistió a cederlas (dado que son algo escasas) pero ha acabado por acceder este mismo mes: la lluvia de fuego rusa ha acabado por convencerle.
Microchips y arsenales secretos
¿Qué otras opciones tienen los rusos para reponer su arsenal? La segunda posibilidad es que hubieran acumulado microchips antes de la invasión, y ahora estén construyendo proyectiles a gran escala, dado que su economía está casi totalmente sometida a los imperativos de la guerra.
La tercera opción es que Rusia utilice proyectiles tierra-aire (es decir, pensados para derribar aeronaves) a modo de misil convencional. Ya lo hizo recientemente, lanzando una decena de misiles S-300 (un modelo tierra-aire diseñado en 1978) contra ciudades cercanas a la línea del frente. Los ucranianos también utilizan el S-300, pero respetando en este caso su función original; fue un S-300 ucraniano, de hecho, el que acabó desviándose y matando a dos personas en una granja polaca de la frontera este mismo noviembre, como confirmaron fuentes americanas, polacas y de la OTAN. Ucrania acababa de lanzar una barrera de S-300 para tratar de interceptar la lluvia de misiles rusos que se le echaba encima.
En cuanto a la cuarta opción, podría darse el caso de que Rusia guardara un arsenal adicional en previsión de una guerra contra Occidente -al fin y al cabo, resulta muy difícil calcular las existencias que tienen los arsenales rusos más allá de la especulación-, y que hubiera recurrido a parte del mismo. Como se entenderá, estas cuatro opciones no son mutuamente excluyentes.
El enigma bielorruso
Los líderes enfrentados han emprendido, cada uno, su particular visita navideña de familia. El líder ruso Vladimir Putin aterrizó en Bielorrusia el día 19, recibido por el presidente Alexander Lukashenko; siempre dócil desde que Putin le apoyara cuando reprimió las protestas provocadas por un fraude electoral en 2020. La reunión ha desatado el miedo a una nueva entrada de tropas rusas a través de la frontera bielorrusa (como sucedió al comienzo del conflicto); aunque quizás no sea más que un ardid para distraer a las fuerzas defensoras, desviándolas hacia el frente norte.
El líder ucraniano Volodímir Zelensky, por su parte, ha salido del país por primera vez desde la invasión para visitar a su particular Santa Claus; el amigo americano. Llegando a Washington el día 20, ha encontrado sonrisas y apretones de mano, amén de un jugoso y millonario paquete de ayudas (a lo que se suman las baterías Patriot), pero también resistencias a darle más tanques o misiles de largo alcance; algo que podría usarse para alcanzar territorio ruso, y a lo que los socios de la OTAN no se quieren arriesgar. El presidente Biden también le ha planteado de forma discreta que vaya pensando en el futuro de las negociaciones; cosa en la que ni Zelensky ni los rusos quieren pensar por el momento.
Y es que el bombardeo de instalaciones eléctricas supone el coletazo rabioso de un animal herido. El rápido avance inicial de los invasores se ha convertido en una serie de retiradas en cadena: Ucrania ha logrado recuperar el 54% del territorio perdido desde el comienzo de la guerra. En noviembre, las tropas rusas abandonaban la única gran ciudad que habían logrado conquistar, Kherson. El clamor cacofónico de los cláxones tocando en bienvenida era música celestial para el ejército ucraniano, pero desafinaba ciertamente con el discurso triunfalista de Moscú.
El Papa criticaba que la violencia alcanzara a una inocente; lo cual era técnicamente cierto, pero poco halagüeño para los oídos de los ucranianos y sus aliados
No hay bálsamo de Fierabrás que pueda sanar ya la imagen dañada del Kremlin. Hasta el Vaticano, que tiende a mostrarse neutral para poder participar luego de las negociaciones en caso de ser necesario, acabó por posicionarse. El Papa Francisco I había recibido agrias críticas en agosto, cuando condenó que un coche-bomba (cortesía de los servicios secretos ucranianos, según la Inteligencia americana) se llevara por delante a la joven Daria Dugina, hija del ideólogo del Kremlin Alexander Dugin, un ultra barbudo que probablemente era el verdadero objetivo del atentado, dado que el coche era suyo y que él era conocido por ser uno de los adalides de la invasión. El Papa criticaba que la violencia alcanzara a una inocente; lo cual era técnicamente cierto, pero poco halagüeño para los oídos de los ucranianos y sus aliados. La condena vaticana a la invasión rusa, ese mismo mes, puso punto final a los reproches. El Papa llamaría también a recordar y ayudar a Ucrania por Navidad.
Esta doble derrota rusa, en lo militar y lo propagandístico, no ha impedido que los invasores sigan descargando su furia contra la red eléctrica; si es que no lo ha incentivado directamente. Pero dado que la Navidad no es sólo luz sino también música, los ucranianos han encontrado en su célebre "Villancico de las Campanas" una nueva y potente arma de propaganda: celebrando los cien años de su estreno en el Carnegie Hall, este ha vuelto a sonar este año ante las pilastras doradas de la sala, y medio mundo ha escuchado sus acordes; porque el contexto actual es tan dramático como el que tuvo en su estreno.
Si falla la luz, queda la música
El tema en sí probablemente venga de la era pre-cristiana, cuando los aldeanos de turno celebraban el regreso de las moscas como señal del fin del invierno: la canción habla sobre una mosca que anuncia prosperidad en el año que está al caer. En 1916, el compositor ucraniano Mykola Leontovych lo convirtió en un ostinato (es decir, una melodía repetitiva) en la que terceras menores se superponían como las capas de una lasaña musical que resulta a la vez alegre e inquietante.
Pero Leontovych escogió una mala época para destacar como referente de la cultura nacional ucraniana. Atrapado en la interminable guerra civil a varias bandas que arrasaba el país, huyó de la represión de los rusos blancos, pasándose a territorio bolchevique. No le sirvió de mucho. En 1921, un agente soviético pidió ser acogido por sus padres, en cuya casa se alojaba el compositor y, en medio de la noche, le pegó un tiro con un rifle. El asunto bien pudo tratarse de un robo común: en aquellos tiempos, era tan frecuente la liquidación ideológica como el bandidaje.
La letra anglosajona pronto dejó a un lado las moscas para sustituirlas, en 1936, por las "dulces campanas de plata", y la pujanza cultural americana se encargaría de catapultar la canción a las alturas de la cultura pop. Dado que transmitía igualmente felicidad o melancolía, llegaría a aparecer en dos películas de corte más bien opuesto. La primera, Solo en casa (1990), donde el compositor John Williams la introdujo en la escena que muestra al travieso niño Kevin llenando la casa de trampas para recibir a un par de ladrones incautos. Williams, por cierto, haría sonar el villancico año tras año mientras dirigió la orquesta de los Boston Pops. La segunda película no es otra que La familia Addams (1991), donde la canción acompaña los títulos de crédito iniciales, seguidos de una secuencia en la que los vecinos cantan jovialmente sus villancicos hasta que los Addams, poco amigos de la Navidad, deciden verter aceite hirviendo sobre ellos desde el tejado de su mansión.
A pesar de la fama del villancico, pocos recordaban los orígenes ucranianos del mismo hasta hoy. Los acordes de la propaganda y la Navidad, no obstante, se pierden entre el sonido de los estampidos que hacen titilar la red eléctrica ucraniana. Y es que en Ucrania, las letras de los villancicos no se cumplen, y la Navidad del 2022 no ha sido, en ningún caso, una Noche de Paz
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