El pasado 8 de septiembre el filósofo Peter Boghossian presentó su renuncia como profesor de la Portland State University. Especializado en cuestiones de pensamiento crítico y ética, Boghossian es un adepto confeso del método socrático, que practicaba en sus clases sobre ciencia y pseudociencia o filosofía de la educación. Como ha señalado, si uno piensa que el fin de la enseñanza no es dar conclusiones hechas a los estudiantes, el método socrático es el más apropiado para llevarlos a pensar por sí mismos de forma rigurosa a través de preguntas y de la discusión razonada, de modo que sean capaces de someter a escrutinio las opiniones dominantes y los supuestos de los que parten.
Por ahí vinieron los primeros problemas, según cuenta en la carta pública donde explica las razones de su renuncia. Además del trabajo con autores y textos canónicos, Boghossian tenía por costumbre invitar a sus clases a conferenciantes de muy diversa laya, entre ellos defensores de posiciones poco ortodoxas o abiertamente extravagantes, como terraplanistas, creacionistas o escépticos del cambio climático. No los invitaba porque coincidiera con ellos, que todo hay que decirlo, sino justamente porque no pensaba como ellos, pues se trataba de presentar a los estudiantes puntos de vista diferentes con objeto de someterlos a examen y discusión.
Pronto descubrió que esa práctica docente no era bien recibida por un sector de estudiantes, que rechazaba vérselas con otras perspectivas, a lo que se sumaba la hostilidad más o menos disimulada de otros profesores. Entraba en colisión directa con la obsesión por la seguridad (safetysm) que impera en muchos campus norteamericanos, de acuerdo con la cual hay que proteger a los estudiantes universitarios evitando que se vean expuestos a ideas o experiencias que pudieran resultarles chocantes, ofensivas o herir su sensibilidad de cualquier modo. Han sido Jonathan Haidt y Greg Lukianoff quienes han denunciado vigorosamente esa fijación por convertir las universidades en espacios emocionalmente seguros, cuya manifestación más notoria serían los trigger warnings.
Las autoridades universitarias le abrieron un expediente disciplinario a causa de las quejas de algún alumno, sin que se le permitiría tener acceso a las acusaciones ni sostener un careo con el denunciante para defenderse
Al revés que muchos colegas, Boghossian se señaló por criticar abiertamente esa ‘cultura de la ofensa’ que impide a profesores y alumnos hablar libremente, planteando preguntas incómodas acerca de sus efectos en la enseñanza. Según cuenta en la carta, ‘cuanto más hablaba sobre estas cuestiones, más represalias tuve que afrontar’. Las autoridades universitarias le abrieron un expediente disciplinario a causa de las quejas de algún alumno, sin que se le permitiría tener acceso a las acusaciones ni sostener un careo con el denunciante para defenderse. La conclusión de la investigación fue que no había suficiente evidencia de que hubiera violado las normas de la universidad sobre discriminación y acoso, a pesar de lo cual el informe oficial recomendaba que el filósofo recibiera coaching. El encargado de la investigación además le advirtió de que en el futuro no le estaba permitido dar su opinión sobre ‘las clases protegidas’ o enseñar al respecto. Un salto cualitativo si consideramos que ya no son los estudiantes y colegas, sino la propia institución la que impone constricciones ideológicas bajo amenaza de sanción.
Las consecuencias personales no quedaron ahí. Se propaló el rumor malicioso de que maltrataba a su mujer e hijos. Empezó a recibir notas insultantes y amenazas. Aparecieron pintadas con su nombre y esvásticas o bolsas de heces en la puerta de su despacho. Y tuvo que resignarse a que le gritaran, siguieran o escupieran a su paso por el campus, sin que las autoridades académicas tomaran cartas en el asunto.
El caso no hubiera trascendido los límites de una universidad de Oregón, de no ser por que Boghossian decidió realizar un curioso experimento en 2017. Bajo seudónimo y en colaboración con James Lindsay, escribió un artículo titulado ‘El pene conceptual como constructo social’, donde se defendía que el miembro viril debía entenderse no como órgano sexual masculino, sino como ‘una construcción social a la vez dañina y problemática para la sociedad y las futuras generaciones’, por ser ‘isomorfa con la masculinidad tóxica performativa’. Para que no faltara detalle, los autores le atribuían al constructo susodicho buena parte de la responsabilidad por el cambio climático. El texto era un puro sinsentido, presentado con la jerga de la teoría de género postestructuralista y adobado con tesis políticas ad hoc supuestamente progresistas. Tras terminarlo, Lindsay y Boghossian lo releyeron para asegurarse de que no había nada coherente o con sentido, según cuentan. Sin embargo, pasó el filtro de editores y evaluadores y acabó publicado en la revista Cogent Social Sciences, bajo el sello prestigioso de Taylor & Francis.
Redactaron un total de veinte papers del mismo estilo (alguno sobre la ‘cultura de la violación’ en los parques caninos, en otro reescribieron fragmentos del Mein Kampf en prosa feminista
Habían repetido el famoso experimento del físico Alan Sokal con idéntico propósito: denunciar la falta de rigor intelectual e integridad de muchas investigaciones en el ámbito de los estudios culturales, rebautizados por nuestros autores como ‘estudios del agravio’, pues todo se contempla en ellos a través de las lentes de la raza, el género o las minorías oprimidas. No contentos con el primer intento, decidieron repetirlo a mayor escala con la colaboración de Helen Pluckrose. Para ello redactaron un total de veinte papers del mismo estilo (alguno sobre la ‘cultura de la violación’ en los parques caninos, en otro reescribieron fragmentos del Mein Kampf en prosa feminista) y los enviaron a revistas académicas que contaban con sistema de evaluación por pares. Cuando revelaron el engaño, cuatro de los veinte habían sido publicados y tres aceptados, seis fueron rechazados y los siete restantes estaban aún en revisión. Era ‘un Sokal al cuadrado’, como señaló Yasha Mounk. Con ello pretendían criticar los efectos deletéreos del posmodernismo en un sector de la academia, que sacrificaba los estándares intelectuales, la objetividad y hasta el buen sentido so pretexto de luchar contra las injusticias sociales.
La polémica fue mayúscula y los tres sabían que se pondría desagradable. Lo llamativo es que Pluckrose y Lindsay estuvieran especialmente preocupados por lo que pudiera pasarle a Boghossian. Como escribió la primera, editora de Areo Magazine, ‘James y yo estábamos relativamente a salvo, pues ninguno de los dos trabaja en la universidad. Peter era mucho más vulnerable’. Hay que releerlo despacio. Viene a decir que, lejos de ser un santuario para la libertad de pensamiento y el libre debate, algunas universidades norteamericanas se han vuelto lugares inhóspitos. Ciertamente la Universidad Estatal de Portland, como la propia ciudad, es conocida por su ambiente favorable al movimiento de la justicia social así como la amplia presencia de los autodenominados ‘antifascistas’ en el cuerpo estudiantil.
En efecto, las sanciones llegaron. Las autoridades universitarias procedieron contra Boghossian acusándole de ‘malas prácticas’ como investigador. Los cargos darían para un sainete o una mala novela de campus, pues se le acusó de realizar experimentos con seres humanos sin la aprobación del comité de ética de la universidad. ¿Era acaso nuestro filósofo un nuevo doctor Mengele? Los indefensos seres humanos con los que había experimentado no eran otros que los editores y evaluadores de las revistas académicas a las que presentaron los falsos papers. A todo esto se fueron sumando los reiterados actos de sabotaje de los eventos que organizaba así como el constante acoso.
‘Esto no trata sólo de mí’, dice Boghossian con razón, pues el caso plantea cuestiones relevantes acerca de la propia institución universitaria: ¿qué pasa con ella cuando se trata de convertirla en una ‘fábrica de la justicia social’, sacrificando si es preciso la libertad de investigación y crítica al servicio de la causa? Pero también sobre nuestro papel como universitarios, pues el filósofo nos recuerda que no sólo tenemos el derecho a plantear preguntas incómodas, sino la obligación de hacerlas; lo que supone algún arrojo en un clima de opinión adverso. Hay una amarga ironía en esta historia, pues Boghossian escribió un libro acerca de cómo mantener ‘conversaciones imposibles’ con gente que tiene creencias radicalmente opuestas a las nuestras. Como buen liberal, su planteamiento es del estilo de Mill, al insistir en la importancia de la discusión civilizada y de escuchar al interlocutor con respeto, considerándolo más un colaborador en la búsqueda de la verdad que un adversario. Pero, ¿cómo defendemos el libre examen y la discusión frente a un zelote justiciero para el que buscar la verdad es perfectamente prescindible? A lo mejor Oregón no queda tan lejos.
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