La Navidad y todo lo que conlleva de festejo, alegría, reencuentro y, para los creyentes, celebración de la Natividad de Cristo tiene también sus momentos de introspección, incluso de triste reflexión. Cuando finaliza la cena de Nochebuena, la comida de Navidad o el cotillón de Nochevieja y se queda el salón vacío después de que los invitados se hayan marchado a mí me suele invadir una cierta nostalgia teñida de pesar.
Los restos de comida en los platos, las copas a medio beber, el confeti y las serpentinas o nuestro sillón preferido, que cada año acaba por recibir indefectiblemente una mancha de vino igual que el soldado sabe que no se sale de una batalla sin heridas, indican un campo de batalla oculto a la vista de la mayoría. Porque lo que se debate en estas fiestas es la pugna entre la alegría y la tristeza, la celebración de la vida contra la certeza de la muerte.
En ese momento casi fuera del tiempo que supone el fin de la fiesta y el inicio de la siguiente acostumbro a mirar las fotografías de aquellos que ya no están entre nosotros. E intento que desde el papel amarillento de sus imágenes me envíen alguna señal, algún gesto que me indique que todo esto merece la pena, que nunca será estéril empeñarnos en ser felices, que el vacío de la ausencia se rellena con las plumas de la risa.
El papel amarillento de sus imágenes me envíen alguna señal, algún gesto que me indique que todo esto merece la pena
Es posible que no sea habitual plantearse estas preguntas en medio del torbellino de las Navidades pero, ¡qué quieren que les diga!, nunca he creído en la dicha como algo concreto en sí misma, antes bien, la entiendo como una cosa inaprensible, fugaz, rápida como un suspiro y, por lo tanto, frágil y fungible en grado extremo. Y así debe ser, porque, en contra de lo que opina la gente, si lo bueno fuese cotidiano dejaría de tener importancia para todos. Es lo inusual lo que convierte a la felicidad, a los buenos ratos, al terriblemente peligroso sentimiento de creer que el mundo está bien hecho, lo que la hace tan apetecible. Y sigo mirando las fotografías de mis padres, la señora Pepita y el señor Miguel, o de mis segundos padres, mis suegros, la señora Elena y el señor Antonio, y les veo sonreír con placidez y la paz de espíritu que solo poseen las buenas personas, la gente de bien, los que se preocupan por todos antes que por ellos.
Eso siempre me ha movido a pensar que tanta fiesta y tanto aturdimiento solo pueden nacer de un sentimiento de pérdida. Si festejamos la Navidad no es tanto por los que estamos sino, precisamente, para paliar el dolor de los que nos faltan, los que echamos de menos. Nos duele terriblemente su ausencia, nos apesadumbra saber que nunca más sonará el teléfono y escucharemos sus voces preguntándonos cómo estamos, nos hace más viejos, más tristes, más melancólicos mirar esas sillas vacías que cada año aumentan en número porque, cuando se empieza a tener una cierta edad, la vida te quita más de lo que te da.
Eso siempre me ha movido a pensar que tanta fiesta y tanto aturdimiento solo pueden nacer de un sentimiento de pérdida
Las sillas vacías nos advierten de manera inapelable: no dejes para mañana el abrazo de hoy, ni el beso, ni ese “te quiero” que ya no decimos por aquello de la rutina. Yo les invito a que miren ese comedor, esa salita vacía de gente cuando la fiesta acabe y que la llenen de nuevo con las imágenes de sus seres queridos, que se imaginen a ustedes mismos de nuevo con esos diez años divinos, cuando todos creemos ser inmortales y morirse no es ni siquiera una opción. Saquen a pasear a los críos que fueron y saquen también a sus finados, hagan un hueco estas Navidades, entre compromiso y compromiso, y celébrenlas también con ellos. Porque Cristo nace una y otra vez cada año en Belén y ¿quién dice que nosotros no podemos disfrutar de un pequeño milagro en nuestros corazones, resucitando a los que se fueron?
Feliz Navidad a todos ustedes y Paz en la tierra a las gentes de buena voluntad.
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