A los politólogos de hace décadas nos preocupaba mucho el proceso de nacimiento, desarrollo y caída de las democracias. Estudiábamos el sistema de partidos, las elecciones, el comportamiento de las élites, la vida parlamentaria y las leyes fundamentales. A eso añadíamos las ideologías y los movimientos sociales, lógicamente. Eran las claves.
El gran laboratorio histórico para conocer esas experiencias era la Europa de entreguerras. Qué bien veíamos las causas del fracaso de la República alemana, la crisis del régimen francés o el ascenso del fascismo y el comunismo. Esos éramos los serios. Luego estaban los marxistas –muchos de ellos sin haber leído a Marx, sino a sus divulgadores-, que aplicaban el cómodo modelo economicista y de lucha de clases.
Uno de los grandes problemas de la estabilidad de las democracias de comienzos del siglo XX fue la elección de los compañeros de viaje. En aquella época fallaron esos partidos supuestamente serios que creían en su capacidad para domesticar o encauzar a los grupos políticos que repudiaban la democracia, su letra y su espíritu. Eran esos dirigentes que escondieron su ambición y su estulticia con pactos para la gobernabilidad o la paz social. Fueron esos líderes que buscaron mayorías parlamentarias con socios antidemocráticos, autoritarios y golpistas, con revolucionarios supremacistas capaces de una liquidación social para imponer su paraíso.
Eran esas tácticas de visionario irresponsable, soberbio hasta la náusea, capaz de justificar la violación de derechos, el fin de la igualdad, la vulneración de la ley o un acto violento
Esos mismos que miraban por encima del hombro a sus adversarios constitucionalistas, y que creían que aquellos pactos endiablados eran una jugada maestra. Sí, una de esas maniobras de estadista destinadas a perpetuarse en el poder con un acuerdo con los extremistas. Eran esas tácticas de visionario irresponsable, soberbio hasta la náusea, capaz de justificar la violación de derechos, el fin de la igualdad, la vulneración de la ley o un acto violento siempre y cuando lo cometieran aquellos a quienes se les suplicaba el apoyo.
Se creían modernos. Verdaderos conductores de la sociedad hacia el progreso. Sin embargo, eran un atajo de irresponsables y autoritarios, de ambiciosos y encubridores. La lealtad a la democracia liberal, al parlamentarismo, a los derechos individuales o al Estado de Derecho se sacrificó por la lealtad al líder. Fue el tiempo del liderazgo carismático que tipificó Max Weber.
Tras el nombre del líder se escondía una banda abnegada de corifeos y acompañantes, de personas que hacían el trabajo sucio desde sus cargos públicos. El dirigente era la encarnación de los límites de la ley, de su transformación y sentido. Con este plan retorcieron los marcos constitucionales, deslegitimaron a la oposición, y se sentaron a pactar con los enemigos del mismo régimen que decían defender.
La sedición o el golpismo eran delitos menores. Todo era pasable si lo hacían los nuevos socios porque lo importante era satisfacer al líder
Esos acuerdos sacaron del régimen a aquellos que defendían sus pilares, y pusieron al mando, con su discurso y aspiraciones, a quienes querían derribarlo. La paradoja política estaba completada. El zorro puesto a cuidar a las gallinas. Al tiempo, los medios y las instituciones controladas por el Gobierno crisparon a la opinión pública, inocularon el odio, banalizaron el mal y brutalizaron la política. La sedición o el golpismo eran delitos menores. Todo era pasable si lo hacían los nuevos socios porque lo importante era satisfacer al líder y cumplir sus planes para perpetuarse en el poder. El resto de consecuencias carecía de importancia.
El socialismo silente
Es evidente que no estamos en la Europa de entreguerras. Los contrastes son más que las similitudes. Y es claro que las democracias hoy no caen como hace cien años. No obstante, hay alguna lección que merece la pena sacar, la relativa al comportamiento de los dirigentes políticos, ese elemento intemporal que es la naturaleza humana. La mesa de negociación bilateral con los golpistas catalanes es uno de esos episodios que aparecían en los libros sobre la quiebra de las democracias. Es muy probable que a los gurús de Moncloa y Ferraz les parezca una genialidad, ese tipo de brillanteces que con el tiempo hacen reír a los historiadores, y que sirven de ejemplo para ilustrar modelos de fracaso colectivo.
Es uno más de los pasos que va dando Sánchez para permanecer en el poder a costa de denigrar la democracia, a poner en cuarentena la Constitución de 1978, a saltarse los procedimientos básicos de lealtad que prometió defender, y que producen una lógica preocupación. Lo cierto es que Sánchez ha iniciado un giro autoritario que mantiene alterada a la mayor parte de la ciudadanía. Ha creado una situación en la que el principal desafecto al régimen está en el gobierno y sentado junto a él. Esto no había ocurrido nunca desde 1977, y a pesar de esto pocas son las voces dentro del socialismo que lo denuncian. La sensación es que la lealtad al orden constitucional se ha sustituido por la lealtad a Sánchez. Mal camino.
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