En una hoja suelta y sin título, sólo identificada con el número 18 y única sobreviviente del panorama introductorio a sus conferencias sobre los grandes narradores rusos en la Universidad de Cornell y Wellesley College, Vladimir Nabokov anotó: “Es difícil abstenerse de ese respiro que es la ironía y de ese lujo que es el desprecio cuando se pasa la vista por la ruina a que unas manos sumisas, tentáculos obedientes guiados por el abotargado pulpo del Estado, han conseguido reducir cosa tan caprichosa y libre como es la literatura. Después del derecho a crear, el derecho a criticar es el don más valioso que la libertad de expresión puede ofrecer.”
Tres décadas antes, a comienzos de 1919, la familia Nabokov había encontrado refugio en la península de Crimea y se apiñaba dentro de un sucio carguero griego. El día de su vigésimo cumpleaños, el 22 de abril, Vladimir desembarcó en Atenas. No volvería a pisar Rusia. Los bolcheviques hicieron de los intelectuales sus primeras víctimas. Nabokov jamás lamentó la pérdida de la riqueza familiar tanto como el capítulo liberal obliterado de la historia rusa, exterminado por la violencia homicida y el fanatismo marxista-leninista.
Las obras maestras de la literatura, fuente primaria del instinto crítico que Nabokov valoraba como pilar de las libertades individuales, no han muerto, como se repite irreflexivamente. Las librerías, desbordantes de ejemplares, son la prueba inapelable. Sin embargo, su presencia, sea física o digital, ya no es relevante. Quizás nunca en la historia de la humanidad se haya leído tanto como en la última década. Los innumerables comentarios publicados, segundo a segundo, en las redes sociales prueban que la conjetura no es una hipérbole peregrina. Sin embargo, la calidad de lo garabateado no superaría la prueba más indulgente. El siglo XXI inaugura la edad de la escritura mecánica, la lectura narcótica y la ignorancia voluntaria a escala planetaria. La confluencia de estas líneas de fuerza es uno de los rasgos distintivos del devenir de la democracia liberal como fallido experimento de ingeniería social. Pocos se atreven a admitir públicamente la evidencia: cuando el analfabetismo prevalece aún en sectores históricamente inmunes a su atractivo hipnótico y las poblaciones se multiplican exponencialmente, el poder del pueblo pasa de ser una absurda fantasmagoría a un ejercicio de futilidad.
Mis lecturas fueron guiadas en la escuela. Fui, quizás, parte de la última generación en recibir una educación inglesa clásica. Aprendí latín, griego, inglés antiguo, los viejos mitos, los poemas y las sagas”, cuenta Lee Child
Michel de Montaigne y Percy Shelley, entre otros voraces depredadores -Shelley solía leer catorce horas por día- eran lectores hedonistas, activos. La educación superior y el estudio intensivo de las obras más egregias son insuficientes para formar un narrador de peso pero necesarios para liberar vectores de pensamiento con precisión y eficacia. “Mis lecturas fueron guiadas en la escuela. Fui, quizás, parte de la última generación en recibir una educación inglesa clásica. Aprendí latín, griego, inglés antiguo, los viejos mitos, los poemas y las sagas”, cuenta Lee Child en su introducción a la primera novela de la serie Jack Reacher, obra de la cual los intelectuales impostados podrían aprender dos o tres cosas. La lectura crítica agoniza. Su existencia no sirve ni para la más elemental subsistencia.
Peter Sloterdijk observa que el humanismo moderno como paradigma educativo es solo un grato recuerdo. Ya no es posible sostener la ilusión de estructuras políticas y económicas organizadas según el amable modelo de las sociedades literarias. “La época del humanismo nacionalista ha llegado a su fin. El arte de escribir cartas inspiradoras de amor a una nación de amigos es insuficiente para formar un vínculo entre los miembros de una moderna sociedad de masas.” Los libros han sido sustituidos por las redes sociales, toxina que cumple el rol del agua envenenada en las cisternas del medioevo.
Nabokov solía decir que un libro no es debidamente leído sin una paciente relectura. Un lector creativo es, siempre, un relector. Cuando un libro es examinado por primera vez el proceso mismo de mover laboriosamente los ojos de un lado al otro, línea tras línea y página tras página, es un obstáculo que impide apreciar la dimensión artística del material. Leer libros creados por las mentes más brillantes allana el camino hacia el aliado estratégico de la inteligencia: el sentido común. Y no sólo leer, sino curiosear y cavilar atentamente, como lo haría un detective obsesivo. A modo de palimpsesto, otras historias sobreviven bajo la letra flagrante, invisibles pero dibujadas con vigorosas florituras. Voluntaria o involuntariamente, asociaciones de lecturas pasadas las crean y recrean, eludiendo la dictadura de la literalidad, la letra muerta. Están ahí, a la vista, pero sólo para ser apreciadas por el lector sagaz. La redacción meramente funcional es un instrumento de comunicación que utiliza las palabras como tuercas y tornillos.
La Multitud, esa laminadora psicótica
Los trabajos de alta complejidad narrativa entrenan el discernimiento crítico. Leer con ansias de saber desarrolla una reflexión vertebrada. Dicen que la red de redes es una linterna que arroja luz sobre lo que antes permanecía oculto: la masa en acción en tiempo real. Bella pero defectuosa poesía del claroscuro para nombrar una hecatombe. Un Prometeo posmoderno legó internet a la humanidad para hacer el bien pero la Multitud -colectivo barbárico e invisible- ha abusado del prodigio y se ha declarado a sí misma como la especie dominante. Los meses, no las masas, ridícula ilusión de sujeto clasista, son los hacedores de la historia. A diferencia de la alucinación marxiana -tigre de papel, esfinge y negocio- la Multitud es una laminadora psicótica cuyo protagonismo se consuma en el campo digital. Dispersa pero asociada, proclama consignas, inventa realidades e impone instrucción de orden cerrado. A su lado, todos los tiranos del pasado combinados son una brisa inofensiva. Su apetito insaciable es el metrónomo de la banalidad contemporánea. Como la racionalidad informativa de los grandes medios, la hegemonía de lo efímero se crea y recrea a fuerza de volumen, escándalos, detonaciones y la inevitable fascinación por el fuego primario. El pulso totalitario es tendencia en el Oxidente herrumbrado. Nadie es inmune a la devastación.
Al pie de la esquela mutilada, Nabokov apuntó: “Un pueblo para el cual escribir y leer libros es sinónimo de tener y expresar opiniones personales juzgará inverosímil un país donde la función de la literatura es ilustrar los anuncios de una empresa de tráfico de esclavos. Pero aunque no crean ustedes en la existencia de semejantes condiciones, podrán al menos imaginarlas, y una vez imaginadas apreciarán el valor de los libros de verdad, escritos por hombres libres para ser leídos por hombres libres.”
La existencia de verdadero periodismo, esto es, la elaboración de informes que ofrezcan la mejor versión obtenible de la verdad, es incompatible con un Estado policial
La sentencia puede aplicarse al trabajo periodístico acosado por el tiranoide de turno quien, apañado por oposiciones ficticias, funcionales al régimen, tiene el descaro de imaginar que dispone de la prerrogativa para dictaminar quiénes deben opinar, qué deben preguntar, dónde lo deben hacer, cuándo y sobre qué temas. El oficio, alguna vez considerado una institución de formación superior, se ha visto degradado por la avalancha digital. Su vertiginosa descomposición provoca la proverbial incógnita: ¿Puede no haber libertad de prensa en una sociedad promotora de la libertad de expresión? La industria de la noticia, conducida con criterio mercantilista y partidario, dibuja la agenda, marca la tendencia y ofrenda la respuesta.
La existencia de verdadero periodismo, esto es, la elaboración de informes que ofrezcan la mejor versión obtenible de la verdad, es incompatible con un Estado policial y una quimera en la actual sociedad policial, tumba y destino manifiesto de los hombres libres que ni aún la exuberante imaginación de Nabokov pudo anticipar.
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