A apenas un mes para que venza el plazo establecido en el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea y el Reino Unido pase formalmente a ser un país extracomunitario, mientras reina la incertidumbre sobre la votación del Acuerdo de Salida del próximo 12 de marzo, la posibilidad de una extensión o la de un segundo referéndum de ratificación, es hora de extraer algunas lecciones políticas de lo que ha sido hasta el momento el proceso de brexit.
En primer lugar, que abandonar la Unión Europea es un proceso largo y tortuoso. La economía, como la vida, no siempre funciona de forma simétrica. Así como una persona con hijos que se divorcie podrá ganar algo de libertad, pero nunca será equiparable a una persona soltera, un país que no haya entrado en la Unión Europea –como Noruega o Suiza– nunca será igual que otro que se salga después de llevar 45 años dentro. La pertenencia a la Unión Europea genera una serie de cambios estructurales en la industria, el comercio y la sociedad que no son fáciles de deshacer.
En segundo lugar, que la insistencia en los efectos macroeconómicos de la salida del Reino Unido nos ha hecho olvidarnos de los miles de pequeños detalles que implica ser europeo en la vida diaria de los ciudadanos. Es el brexit de las pequeñas cosas, el que solo se percibe al borde del abismo porque ningún político responsable se ha encargado de recopilar y hacer entender la infinidad de ventajas de la pertenencia a la Unión. El ciudadano británico no es aún plenamente consciente de que, si no hay acuerdo, cuando viaje a la UE a partir del 30 de marzo ya no podrá usar su carné de conducir con normalidad, ni tendrá validez el seguro de su vehículo; ya no podrá disfrutar de su tarjeta sanitaria europea y deberá contratar un seguro médico, y su factura telefónica será mucho más cara porque comenzarán a cargarle el coste del roaming; tampoco podrá seguir residiendo en Reino Unido y disfrutar de su jubilación en Europa más de tres meses seguidos –que es la duración máxima de un visado turístico–, ni llevar a su mascota –porque su pasaporte veterinario no será válido–. E incluso, aunque no tenga la menor intención de salir del Reino Unido, en el caso de una salida sin acuerdo verá cómo muchos productos –como los alimentarios– serán menos variados y más caros durante bastante tiempo; o sufrirá en su empleo o en su salario la decisión de muchas empresas de abandonar el Reino Unido para aprovechar en otro país europeo las ventajas del mercado único.
Una clase política irresponsable puede llevar a la ruina incluso al país más próspero y ninguna región o país puede escindirse sin el coste de una fractura interna irreversible
En tercer lugar, que no hay ruptura exterior sin fractura política interior. Es imposible plantear una decisión como la salida de la Unión Europea de forma políticamente limpia, sin abrir al mismo tiempo otros frentes internos de conflicto. El más evidente es el de Irlanda, olvidando que el proceso de paz y los Acuerdos de Viernes Santo se comprometieron a garantizar la ausencia de frontera física entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte, sin reparar en que la independencia comercial del Reino Unido exige la creación de una estructura aduanera con cualquier país europeo limítrofe (como Irlanda). Pero tampoco hay que olvidar el caso de Escocia, cuya pertenencia al Reino Unido se basa en un marco de integración en la Unión Europea que, de alterarse sensiblemente –por ejemplo, mediante una salida sin acuerdo o una pérdida total de acceso al mercado único– puede reavivar la exigencia de un nuevo referéndum de independencia.
En cuarto lugar, que las decisiones trascendentales para el futuro de los países son incompatibles con la existencia de una clase política irresponsable, que antepone sus intereses partidistas o ansias de poder a los intereses de la nación. Cameron convocó a la ligera un referéndum solo para acallar las voces euroescépticas de su partido; Theresa May nunca ha querido salirse de la Unión Europea, pero está dispuesta a ello –y a mucho más– con tal de mantenerse en el poder; los radicales conservadores del ERG siempre han querido hacerse con el poder y echar a May, promoviendo una salida sin acuerdo porque es en el caos donde más oportunidades tienen; Corbyn siempre ha querido salirse de la Unión Europea –sin que sus electores y su partido lo noten demasiado–, y si acaba de abogar de forma clara por un segundo referéndum no es para salvar a su país, sino para salvar a su partido tras la escisión de varios de sus miembros.
No hay ruptura exterior sin fractura política interior. Es imposible plantear una decisión como la salida de la Unión Europea de forma políticamente limpia
Y en quinto lugar, que la mejor forma de garantizar que un referéndum sea un desastre político y social es que cumpla el decálogo siguiente: primero, plantearlo sobre un tema complejo, con infinidad de implicaciones políticas y económicas que un ciudadano medio sea incapaz de procesar; segundo, evitar cualquier ponderación de beneficios y costes, centrándose solo en inventarse los primeros (“el dividendo del brexit”, “recuperar el control”), o en exagerar los segundos (caída del PIB, empleo); tercero, plantearlo como una decisión genérica, una mera expresión de la voluntad (“abandonar la Unión Europea”), sin especificar si se tendrá que llevar a cabo a toda costa –incluso sin acuerdo o de forma caótica–, o sin exigir que la expresión legal de dicha voluntad (el acuerdo final) esté sujeto a un segundo referéndum de ratificación; cuarto, aceptar que la decisión se tome como jamás deben tomarse las decisiones que afectan a la vida y los derechos de los ciudadanos: por mayoría simple, admitiendo una perfecta tiranía de la mayoría; quinto, hacerlo en una sociedad partida por la mitad, de modo que la variabilidad y volatilidad de la mayoría sea máxima, susceptible de cambios en el último momento, y que permita que la mayoría social en el momento de la ejecución sea completamente distinta de la del momento de la decisión; sexto, asegurarse de que los votantes no tengan claro qué opción ni que modelo defienden sus partidos, o evitar decirlo –como en el caso laborista– hasta el último momento, cuando ya sea tarde; séptimo, asegurarse de que en todos los medios de comunicación –incluida la televisión pública– aparezcan bien representadas las dos opciones, incluso en los apartados en los que los expertos no tengan ninguna duda –como en el de las consecuencias económicas–, para que todo parezca igualmente respetable y digno de consideración; octavo, complementar lo anterior con una adecuada desacreditación de los expertos; noveno, obviar o minusvalorar el poder de la mentira o de la manipulación política, o la interferencia de países extranjeros interesados en promover la división de las democracias liberales; y décimo, vincular el resultado del referéndum a una decisión política –como la notificación del artículo 50– que implique un plazo máximo que comience a correr cuando todavía no se ha decidido cómo implementar la voluntad popular, para que la carrera a contrarreloj garantice la tensión política y social.
Si alguna vez alguien pregunta por las ventajas del brexit, he aquí la única: recordar de forma permanente a los europeos –especialmente a quienes, como los españoles, padecemos los desafíos soberanistas– que la Unión Europea puede requerir una profunda reforma, pero sigue siendo nuestra mayor garantía de bienestar político y social; que ninguna región o país fuertemente integrado puede intentar escindirse sin el coste de una fractura interna irreversible; que una clase política irresponsable puede llevar a la ruina incluso al país más próspero; y que, parafraseando a Catón, la frase “delenda est referenda” debería esculpirse a la entrada de cualquier facultad de Ciencias Políticas, porque –salvo en casos contados, excepcionales y muy tasados– un referéndum por mayoría simple que no sea meramente de ratificación en una sociedad partida por la mitad es probablemente la mejor garantía de polarización, tensión y fractura social. Como en el caso del brexit, la mejor manera de no solucionar un problema.
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