La relación de la prensa española con algunos temas educativos es estacional. Cada cierto tiempo afloran preocupaciones de temporada, vistosas y con enjundia, pero se marchitan con demasiada rapidez. Junio y julio, por ejemplo, es la época de la selectividad y de las diferencias en los exámenes de las distintas comunidades autónomas. Es un tiempo en el que se puede hablar de cuestiones como la racionalidad de una prueba y unos criterios comunes, de las consecuencias negativas de la descentralización en el ámbito educativo, o incluso del precio que se les hace pagar a los alumnos españoles para mantener la integridad de nuestro disgregador Estado autonómico. Durante esos dos meses cualquiera puede cuestionar el modelo e incluso plantear la recuperación de algunas competencias transferidas, pero hay que tener cuidado: si se hace fuera de temporada es probable que los comentarios que elogian la sensatez del autor den paso a la acusación de no creer en el consenso del 78.
La lectura es otra de esas cuestiones recurrentes a las que de vez en cuando prestamos atención. Hace una semana aparecía en El País un artículo interesante con un titular ajustado al canon actual, que consiste en la búsqueda del click mediante la atracción de la indignación y el alejamiento de la realidad: '¿Y si los institutos contribuyen a que los alumnos dejen de leer por la forma en que se enseña literatura?'. El núcleo del titular es sin duda ese “que los alumnos dejen de leer”. La idea de partida es que los alumnos llegan a los institutos con una afición rousseauniana por los libros y es la escuela la que los corrompe, con sus lecturas obligatorias y su enfoque historicista. Los clásicos, con el Siglo de Oro a la cabeza, serían los principales responsables de esa mediocridad de latón a la que estaríamos condenando a nuestros adolescentes. Pero esto no es así.
Cuando se lee con frecuencia y cuando lo que se lee es de mala calidad, el hábito lector puede contribuir a un aumento de la ignorancia, de la pereza intelectual y del dogmatismo
Con la lectura pasa lo mismo que con la asignatura de Filosofía: el análisis de sus particularidades y de sus beneficios está contaminado por la mitificación. La lectura no es garantía de conocimiento profundo, no desarrolla necesariamente el pensamiento crítico y por supuesto no cura el fascismo. De hecho, cuando se lee con frecuencia y cuando lo que se lee es de mala calidad, el hábito lector puede contribuir a un aumento de la ignorancia, de la pereza intelectual y del dogmatismo. Alguien mínimamente leído debería saber que no es la lectura lo que nos hace mejores personas, aunque sí puede hacernos entender qué significa ser una buena persona. Un adolescente que llegue a El señor de las moscas se encontrará con el liderazgo sereno y civilizado de Ralph, el racionalismo vulnerable de Piggy y la bondad natural de Simon. Podrá encontrar en ellos modelos para su propia vida, inspiración para lidiar con los Jack y Roger a los que se tendrá que enfrentar y una advertencia importante: es demasiado fácil acabar, como Sam y Eric, entregándose al mal.
Podrá encontrar todo eso pero también podrá pasar de largo, porque un libro no es una brújula mágica, y no todos los niños disfrutan encerrándose en un desván del colegio para leer La historia interminable. Quienes sí crecimos creyéndonos Bastian Baltasar Bux no estábamos sujetos a unas leyes distintas de las que afectaban al resto de los críos. Nuestro cerebro reaccionaba positivamente a determinados estímulos. Nos alegrábamos cuando el protagonista vencía, nos agitábamos cuando el desenlace era incierto y nos entristecíamos cada vez que pensábamos en la Nada, que siempre estuvo ahí. Nuestro cerebro funcionaba así, y no era demasiado distinto al cerebro de los demás alumnos. El fútbol, la música, el estudio o el baile eran otros estímulos que producían efectos muy parecidos.
Deberíamos comenzar por lo básico: entrenar a los alumnos para que se acostumbren a pasar tiempo solos, concentrados y sin distracciones que los alteren
La mitificación lastra el análisis riguroso, decíamos antes, y a veces nos olvidamos de que leer es también un fenómeno fisiológico. Consiste en permanecer quieto, concentrado y aislado durante un tiempo prolongado. A muchos adolescentes les resulta casi imposible aguantar más de diez minutos sentados y solos en una habitación, como sabía Pascal. Es erróneo atribuir esa resistencia natural a la selección de las lecturas o al enfoque pedagógico. Y también es una preocupación exagerada. Nadie deja de leer por culpa de las lecturas obligatorias, nadie deja de jugar al fútbol por culpa de los ejercicios repetitivos en Educación Física, y aún más importante: ningún adolescente lo es para toda la vida. William Goldman, como cuenta en la introducción de La princesa prometida, fue antes Billy, el alumno difícil de la señorita Rosinski.
Es inútil tratar la lectura como si no fuera un hábito sujeto a predisposiciones genéticas y a condicionantes físicos. Si quisiéramos elaborar una estrategia para fomentarla entre los adolescentes deberíamos comenzar por lo básico: entrenar a los alumnos para que se acostumbren a pasar tiempo solos, concentrados y sin distracciones que los alteren. Aunque también se podría probar una vía experimental y tal vez más eficaz: proscribirla. Tratar a los libros como a los móviles, en lugar de tratarlos como a las mascarillas. Dejad los libros en la mochila, prohibido leer en los recreos. Para ello sería muy oportuno convencer a las autoridades pedagógicas de que la lectura es un residuo inútil, algo propio de esos modelos educativos anclados en la tradición. Ya se han producido avances importantes en ese sentido. Todo está en Google, para qué aprenderse las palabras de Héctor, de Kipling o del monstruo de Frankenstein si mañana el precio de la gasolina va a ser distinto. Se han producido avances, pero aún falta un último empujón: leer, podríamos decir, no es más que recitar interiormente un dictado. Con eso creo que ya podríamos asegurar su prohibición pedagógica y facilitar así la rebelión adolescente.
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