La conversión de Rusia en el primer Estado comunista en 1917 fue uno de los acontecimientos más asombrosos del pasado siglo. Y no hubiera sido posible sin Vladimir Uliánov alias Lenin, fallecido hace un siglo.
El ruso resolvió el problema que el movimiento revolucionario arrastraba desde la Primera Internacional de 1864; cómo conquistar el poder e instaurar el socialismo en todo el mundo. Porque aspiraban a la refundación de la sociedad y del propio ser humano suprimiendo primero clases y propiedad privada, y después el Estado, para alumbrar al hombre nuevo comunista. ¿Pero cómo hacerlo?
La revolución inevitable pero ausente
Según Marx, la revolución socialista estallaría en las sociedades capitalistas más avanzadas, como la británica, alemana, francesa o norteamericana. Solo en ellas la lucha de clases podía convertirse en guerra sin cuartel del proletariado contra la burguesía; desde ellas, la revolución conquistaría el resto del planeta. En los países atrasados habría sin duda revoluciones políticas, pero no propiamente la proletaria que instauraría el futuro Edén sin Estado, propiedad, opresión ni desigualdad alguna.
Pero esa revolución se hacía esperar justo allí donde debería estallar primero. Para desesperación de Marx, el creciente movimiento popular y obrero, por ejemplo el cartismo británico, luchaba por el sufragio universal, la jornada de ocho horas, las vacaciones pagadas, la prohibición del trabajo infantil y mejores salarios y seguros sociales, pero no por implantar el socialismo y derrocar a la burguesía. Y donde lo intentaban, como en París en 1848 y 1871, eran derrotados sin remisión.
No era pequeña paradoja luchar por una revolución dificilísima pero que, según el Manifiesto Comunista, llegaría por la propia fuerza objetiva de la historia, de modo tan científico e inevitable como caerá al suelo una piedra lanzada al cielo. El socialismo científico denigraba al utópico de Fourier o Sant Simon y atacaba las locuras anarquistas de terrorismo individual, motines suicidas y barricadas sin plan, pero no tenía una alternativa mejor porque no era una ciencia infalible sobre la totalidad de las cosas, sino una nueva religión política llena de fe e ilusiones.
¿Qué hacer para asaltar los cielos?
Lenin supo qué hacer (título de una de sus principales obras) para asaltar los cielos: un partido revolucionario completamente nuevo. Y se puso manos a la obra justo en pleno hundimiento del zarismo ruso, anacrónica autocracia que coleccionaba atrasos, pero también en plena crisis del movimiento socialista. Este se había escindido entre los reformistas, que heredaron el nombre de socialdemócratas, antes común a todos, y los revolucionarios que adoptaron el nombre de comunistas. Los reformistas, mayoritarios en Alemania, Francia y Gran Bretaña, abandonaron la ciega creencia en las predicciones de Marx y optaron por participar en el sistema en vez de derruirlo, obteniendo notables progresos. Para los comunistas era la mayor de las traiciones.
Lenin, el crítico más severo de la socialdemocracia reformista, se enfrentó al problema de cómo conquistar el poder y convertir el enorme imperio ruso, de economía agraria y muy atrasado pese a su magnífica alta cultura, en un Estado socialista de base campesina. Si bien admitía que el socialismo futuro dependía de la revolución en los países realmente desarrollados, decidió no esperar; al contrario, defendió que una revolución rusa podía movilizar la mundial e integrarse en ella.
La falta de un verdadero movimiento obrero, pequeño en Rusia, podría suplirla un partido muy centralizado y muy disciplinado de revolucionarios profesionales sin escrúpulos éticos ni políticos
La revolución popular podía derribar al zar, abriendo la oportunidad de tomar el poder para implantar el socialismo mediante la dictadura del proletariado, sin pasar por la democracia burguesa. La falta de un verdadero movimiento obrero, pequeño en Rusia, podría suplirla un partido muy centralizado y muy disciplinado de revolucionarios profesionales sin escrúpulos éticos ni políticos.
Con ese plan, Lenin inició combativas y feroces polémicas contra los detractores del proyecto y convirtió a la minoría bolchevique del Partido Socialdemócrata ruso en el nuevo Partido Comunista. Comprendió el realismo político de Maquiavelo y, como señaló Gramsci, hizo del partido leninista el moderno Príncipe maquiavélico. También adaptó a sus propios fines el marxismo clásico. Así, valoró el potencial revolucionario de sociedades atrasadas, como la rusa, y del nacionalismo de los pueblos sometidos a imperios, siempre que se abandonara la ilusión de la revolución popular espontánea y un partido comunista profesional planeara la toma de todo el poder. Eso es el marxismo-leninismo.
La época le daba parte de razón. Rusia fue sacudida por un movimiento revolucionario burgués tras la humillante derrota frente a Japón de 1905, que obligó al zar a concesiones liberalizadoras. Doce años después, la desastrosa participación en la I Guerra Mundial condujo al derribo del régimen. Ayudado por Alemania para sacar a Rusia de la guerra, Lenin viajó del exilio de Zúrich hasta San Petersburgo. Allí consiguió imponer sus tesis y convertir la revolución republicana de Kerensky en revolución comunista controlando las fábricas, el ejército, la armada y los soviets (consejos administrativos), hasta dar el golpe de Estado de octubre planificado por Trotski.
Una dictadura de partido inevitable
El modelo leninista de partido reveló ser perfecto para derribar un régimen, pero también impuso una dictadura policial no menos férrea que la derribada. En nombre de un proletariado más bien ficticio y en todo caso obligado a obedecer, Lenin y su partido se consagraron al derribo implacable no solo del gobierno burgués, sino de cualquier fuerza rival, fuera monárquica, republicana, socialista, populista o anarquista. Y si bien los intelectuales y artistas rusos más importantes apoyaron inicialmente la revolución con incondicional entusiasmo -gente como Maiakovski, Malevich o Tatlin-, la mayoría pronto fueron expulsados, acallados o encarcelados en beneficio de una cultura opresiva al servicio del partido y su doctrina. Fue esta ausencia total de libertad la que desengañó a visitantes de la Rusia revolucionaria como Bertrand Russell, André Gide o el socialista español Fernando de los Ríos.
Destruido el pluralismo y prohibido el debate político, la realidad material y la guerra llamaron a la puerta del Smolny, cuartel general de Lenin. Carentes de auténtico programa económico más allá de la propaganda, la ruina obligó a Lenin a abandonar el desastroso comunismo de guerra impuesto por la fuerza, causa del hambre, e instaurar una forma de capitalismo controlada por el estado, la Nueva Política Económica. Sin embargo, aquel arreglo provisional de transición acabó convertido en el verdadero socialismo soviético: una forma inferior e ineficiente de capitalismo burocrático de monopolio estatal, mercado mal planificado y peor abastecido, y trabajadores sin derechos explotados por un único patrón que también era gobierno, legislador y juez.
Este antiguo terrorista georgiano convertido en nuevo autócrata ruso, tan paranoico como astuto y absolutamente carente de escrúpulos, estaba decidido a restaurar la condición de Rusia como gran potencia imperial
Cuando los incendios de la guerra civil se extinguieron, pudo verse que Lenin y sus colegas -Trotski, Stalin, Kamenev, Zinoviev y compañía- solo habían instaurado la primera dictadura totalitaria de partido de la historia y que, aparte de reprimir a toda oposición real o posible, no tenían ni idea de cómo construir su socialismo. De modo inevitable, la política totalitaria al servicio del poder como fin en sí adoptó la selección negativa de los peores secuaces del partido, con Stalin al frente. Este antiguo terrorista georgiano convertido en nuevo autócrata ruso, tan paranoico como astuto y absolutamente carente de escrúpulos, estaba decidido a restaurar la condición de Rusia como gran potencia imperial, aunque fuera como único país socialista del mundo y convirtiendo la “revolución mundial” (que aún persiguió Lenin) en mero instrumento de dominio de la nueva Roma comunista.
Los defensores de Lenin han intentado responsabilizar a Stalin de las purgas, los genocidios, el gulag y demás crímenes totalitarios, pero estos fueron autorizados e iniciados por el gobierno leninista entre 1917 y 1921. Y dadas las ideas, principios y objetivos de Trotski -su defensa de la violencia y el terror político horrorizó a Simone Weil cuando le alojó en París-, no habría sido muy distinto si este intelectual e inteligente pero incauto estratega se hubiera impuesto a Stalin en vez de perecer bajo el piolet vicario de Ramón Mercader.
Arterioesclerosis cerebral
Si el partido totalitario fue el mayor acierto de Lenin también resultó su peor error; durante su larga enfermedad y agonía aconsejó ilusamente echar al brutal Stalin de la secretaría general del partido, temiendo que corrompiera su obra. Pero esa corrupción era inevitable. El aparato político profesional resultó carecer de cualquier ambición distinta a conquistar todo el poder y monopolizarlo por cualquier medio. Así que el primer triunfo histórico del movimiento comunista también fue su primera traición a todas sus promesas utópicas y objetivos emancipadores. Lenin, indudablemente inteligente y capaz, quizás no se hubiera extrañado mucho de saber que su revolución para la eternidad le sobreviviría solo 67 años y muriera, como él mismo, de arterioesclerosis cerebral. Su triste herencia son hoy un modelo nefasto de partido, una momia famosa y la agresiva Rusia imperialista de Putin.
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