Lionel Andrés Messi Cuccittini nació el 24 de junio de 1987 en el hospital italiano Garibaldi de la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina. No lo anunciaron los profetas, aunque quizá debieron. No había pastores en la clínica. No se presentaron Juan Carlos, Elizabeth Windsor y Diego Maradona a llevarle regalos caros a la madre. No hubo –que se sepa– ángeles en el paritorio cantando aleluyas. Fue un nacimiento común y corriente. El niño pesó tres kilos y 600 gramos, y fue el tercero de los cuatro hijos que tendrían Jorge Horacio Messi, empleado en una siderúrgica, y su esposa, Celia María Cuccittini, que trabajaba en una empresa de bobinas y limpiaba casas para aumentar ingresos. La familia del padre procedía del pueblo de Recanati, cerca de Ancona, en la costa del Adriático italiano. La de la madre también llegó de Italia, de San Severino Marche (unos kilómetros hacia el oeste del otro pueblo), pero escrito Coccettini.
Era una familia, según puede verse, humilde, como todas en aquel barrio popular rosarino que se llama General San Martín. El pequeño Leo aprendió sus primeras letras en la escuela nº 66 General Las Heras. Sus maestras de entonces lo recuerdan como un chico dulce, tímido, con mirada angelical; pero sus vecinos no olvidan la manía que tenía Leo de lanzar pelotazo tras pelotazo a la puerta de su vivienda, como si fuese una portería de fútbol… a la hora de la siesta. Sus amigos lo llamaban, ya de niño, Pulguita o Piqui. Era pequeño, incluso para su edad.
Un personaje fundamental en la vida de Leo fue su abuela materna, Celia. No es fácil saber qué conocimientos futbolísticos tenía aquella mujer, pero ella fue quien lo animó a dedicarse a la pelota, quien le regaló su primer balón y quien le pidió a Salvador Aparicio, entrenador del Grandoli (grupito de barrio que jugaba en una cancha de tierra), que pusiera al nene en el equipo si faltaba alguien. La respuesta de Aparicio, “don Apa”, fue inolvidable: “Está bien, pero lo pongo cerca de la raya; así, cuando llore, lo saca usted solita”. Hoy es el día en que Leo Messi celebra cada gol que marca señalando al cielo. A su abuela.
Aquí hay que hablar de dos problemas médicos. A Leo le diagnosticaron, a los ocho años, una deficiencia en la hormona del crecimiento. Si no se medicaba podía quedarse en una estatura muy inferior al metro y medio, pero el tratamiento era extraordinariamente caro. Ayudaron la empresa donde trabajaba su padre y varias personas más. Leo recuerda hoy aquella rutina, no dolorosa pero molesta, de ponerse él mismo las inyecciones en las piernas, cuando supo hacerlo. Leo mide hoy 1,69 metros. Aquello pasó.
A Leo le diagnosticaron, a los ocho años, una deficiencia en la hormona del crecimiento. Si no se medicaba podía quedarse en una estatura muy inferior al metro y medio, pero el tratamiento era extraordinariamente caro
El segundo problema, si es que merece ese nombre, es el síndrome de Asperger. Es cierto que Leo Messi jamás ha sido diagnosticado de esa peculiaridad neurológica que posee aproximadamente el 1% de la población. Pero son incontables los médicos (y no médicos) que han detectado con claridad sus síntomas en la personalidad de Messi. El primero en relacionar por escrito al jugador con esta singularidad fue el periodista Roberto Amado. Pero ya sus maestras infantiles detectaron que el niño tenía problemas para relacionarse con los adultos. Ese fue el principio.
El Asperger es, por decirlo con sencillez, un “cableado diferente” de la maquinaria cerebral que limita o hace difíciles algunas funciones, pero que potencia extraordinariamente otras capacidades. El grado más alto del Asperger es el autismo, pero en su nivel más bajo (que mucha gente posee sin saberlo siquiera) presenta síntomas muy variados. Una gran cantidad de Asperger sienten angustia ante el contacto físico, como los abrazos; a otros no les pasa eso pero se ponen muy nerviosos ante el ruido muy intenso, los gritos o el bullicio multitudinario, como le sucede a Messi. Los hay (de nuevo Messi) con dificultades de comunicación y tendencia al ensimismamiento. Lo cierto es que la sintomatología es muy variada. Y muchos de esos síntomas se pueden educar, corregir o minimizar.
Pero Mozart tenía Asperger (en eso están de acuerdo hoy la mayoría de los especialistas) y ahí está el origen de su incomparable genialidad musical. Lo mismo que Steven Spielberg, Bill Gates, Albert Einstein, Nicola Tesla, Andy Warhol, Isaac Newton, Leonardo da Vinci o Anthony Hopkins. Todos unos genios, cada cual en su campo. Lo mismo que Messi. No es nada aventurado suponer que el inaudito talento de Messi con el balón tiene que ver con el Asperger. Aunque nunca haya sido diagnosticado, lo mismo que Mozart, Einstein, Darwin, Leonardo da Vinci o Newton. Así que no hay la menor carga de crítica, desprecio o negatividad en decir que Messi es Asperger, aunque en sus biografías oficiales no aparezca. Todo lo contrario: explica lo que de otro modo sería casi inexplicable.
No es nada aventurado suponer que el inaudito talento de Messi con el balón tiene que ver con el Asperger. Aunque nunca haya sido diagnosticado, lo mismo que Mozart, Einstein, Darwin, Leonardo da Vinci o Newton
Leo Messi empezó a darle patadas al balón a los cuatro años. No ha parado desde entonces. Hay, por fortuna, muchas grabaciones en vídeo de su infancia, porque aquel mierdín de niño canijo llamaba la atención. Desarrolló casi desde el principio una facultad extraordinaria que suele reservarse a los santos: la bilocación o multilocación, es decir, la capacidad de estar en varios sitios a la vez. Viéndole corretear por la cancha en los tiempos en que la pelota medía más o menos como la tercera parte de su cuerpo, se aprecia algo que no ha cambiado nunca: el Piqui Leo parecía un niño corriendo… entre figuritas de futbolín, que lo miraban quietos y pasmados. Marcaba goles con la naturalidad con que otros se rascan la cabeza.
Los primeros equipos del Messi preadolescente fueron el Abanderado Grandoli y el Newell’s Old Boys, ambos de Rosario. Estuvo a punto de fichar por los infantiles del River Plate, pero alguna lumbrera se interpuso y lo dejaron escapar. De todos modos, el equipo con el que el niño Messi soñaba era el Barcelona. Desde que le daba pelotazos a la puerta de su casa. Él mismo lo dice en alguna entrevistita amateur que le hicieron de chico; es prácticamente la única respuesta del chaval que va más allá de los monosílabos. Hablar le costaba muchísimo más que marcar goles o gambetear (regatear) con la pelota.
El sueño se hizo realidad a los trece años. Un ojeador del Barcelona se fijó en él. Llegó con su familia a la ciudad condal el 17 de septiembre de 2000. Carles Rexach, secretario técnico del club, otra leyenda del Barça y del fútbol español, firmó un “contrato” con los “sres. Minguella y Gaggioli” sobre una servilleta de papel, que hoy se conserva en el museo del F. C. Barcelona. No lo ponía en la servilleta, pero el club se hacía cargo del pago del tratamiento hormonal del muchachito, que era alarmantemente pequeño para sus trece años.
Tito Vilanova, entrenador de los niños del Barça (cadete B) le vio marcar nueve goles en diez partidos. Álex García, el de los cadetes A, apuntó 38 goles del crío en 31 partidos. Eso fue entre 2001 y 2003. Aquello no era un chico bajito y tímido, era una máquina.
Jugó por primera vez con el equipo “grande” del Barcelona gracias al entonces entrenador, Frank Rijkaard. Fue en 2003. Messi tenía 16 años. Los problemas llegaron porque la familia del crío, que se había trasladado con él a Barcelona, no se adaptó a la ciudad. Hoy tiene gracia saber que a la hermana pequeña, Marisol, le hablaban en catalán en la escuela y la niña se echaba a llorar porque no lo entendía. La madre, Celia, se hartó y decidió volverse a Rosario con los tres hermanos. El padre se quedó en España. Le dieron un trabajo más o menos inventado dentro del club.
El FC Barcelona se ocupó de los trámites de nacionalización de Leo (en aquel tiempo no podías jugar en la Liga si no eras español, y había un limitado cupo de extranjeros), quien se consagró por primera vez en un partido del trofeo Joan Gamper ante la Juventus de Turín, que entrenaba Fabio Capello. Fue en agosto de 2005. Capello hizo lo que pudo para fichar al muchachito. No lo consiguió. Ni él ni nadie. Y lo intentaron muchos.
Su madre estaba muy preocupada por la amistad de Leo con Ronaldinho, que tenía fama (no del todo injustificada) de bala perdida. Con el tiempo, Hacienda también se preocuparía muchísimo, pero no por Ronaldinho sino por la asombrosa avidez dineraria del padre de Messi: hubo un largo juicio por fraude fiscal en el que se llegó a condenar al jugador a 21 meses de cárcel. Pero la única preocupación de Messi parecía ser jugar al balón. Todo lo demás le importaba bastante menos.
Su madre estaba muy preocupada por la amistad de Leo con Ronaldinho, que tenía fama (no del todo injustificada) de bala perdida
La carrera deportiva de Messi es, en detalle, inabarcable. Con el Barça ha ganado, entre muchas cosas más, diez Ligas, cuatro de las cinco Copas de Europa (la llamada Champions League) que ha conseguido el equipo y siete Copas del Rey. Es el máximo goleador de la historia del Barcelona. Está en el libro Guinness de los récords. Ha ganado siete veces el Balón de Oro, lo cual lo incluye en la categoría de los extraterrestres porque ninguno de nosotros estará vivo cuando alguien vuelva a conseguir eso. Seis Botas de Oro. Y un premio Laureus (2019), que se concede desde hace 22 años a los mejores deportistas del mundo. A día de hoy son más de mil los partidos que lleva jugados Messi como profesional. Y ha marcado 793 goles. Si sumamos las asistencias directas, de sus pies han salido 1.124 goles.
¿Problemas? Claro que los hubo. Llegó un día en que la afición argentina le volvió la espalda. Es muy difícil saber por qué. El escritor Hernán Casciari recogía hace unos días, en medio de un texto emocionantísimo que hizo llorar al propio Messi, un resumen de las críticas: “Pecho frío. Solamente te importa la plata. Quedáte allá. No sentís la camiseta. Sos gallego, no argentino. Si alguna vez renunciaste, pensálo otra vez. Mercenario”. Eso hizo verdadero daño a Leo, que se siente argentino desde la punta de las botas hasta el último pelo de la coronilla, que adora a su país y que pasa todas las navidades con su familia, en Rosario.
Messi renunció a jugar con la selección argentina en 2016. Pero poco después estaba otra vez allí, después de leer la carta que un crío de quince años le escribió por Facebook: “Pensá en quedarte. Pero quedate para divertirte, que es lo que esta gente te quiere quitar”. Ese crío era Enzo Jeremías Fernández, uno de los triunfadores de la selección argentina en el último Mundial. Y es que solo ahora, después de la canonización en vida de Messi en Qatar, parecen haber cerrado la boca los envidiosos y los del colmillo retorcido. Y es que no hay peor astilla que la de la propia madera.
El otro gran problema, si es que lo fue: todo dios tiene su demonio y Messi no iba a ser una excepción. El némesis de Leo Messi fue el portugués Cristiano Ronaldo, otro jugador genial. Pero Cristiano ha dedicado su vida a competir con Leo, a intentar superarle, a tratar de vencerle, mientras que el argentino lo único que pretendía era jugar al fútbol, que es lo que más feliz le hace en esta vida… aparte de su familia. Forzosamente tenía que vencer Leo. Así se vio en el último Mundial, donde el portugués era prácticamente apartado a causa de su envenenado y “envidiosado” carácter y Messi trepaba de un saltito a lo más alto de la gloria.
Así se vio en el último Mundial, donde el portugués era prácticamente apartado a causa de su envenenado y “envidiosado” carácter y Messi trepaba de un saltito a lo más alto de la gloria.
Se le vio llorar a lágrima viva cuando se despidió del Barça, después de 22 años de amor mutuo y correspondido. Se fue al Paris Saint Germain, con el que ha proseguido su carrera triunfal. Otra cosa es que aprenda francés; hay cosas que ni siquiera un genio puede hacer. No perdió ni un átomo del acento argentino mientras vivió en España… así que como para explicarse en el idioma de Molière y de Mbappé, su último y genial rival, con el que no se lleva demasiado bien.
Es el único jugador de la historia al que se le ha exigido ganar un Mundial. A nadie más. Eso fue lo que hizo con él la afición argentina. Como si todo lo anterior no valiese para nada. Leo Messi tenía que ganar en Qatar al precio que fuese. Y lo consiguió. De nuevo y como siempre, estuvo en todas partes a la vez. Marcó los goles decisivos en la que muchos dicen que fue la mejor final de la historia de la Copa del Mundo. Y fue él quien la levantó, curiosamente vestido con la túnica ceremonial de los qataríes.
Canonizado en vida por propios y extraños, Leo Messi pasa las navidades en Rosario. Pero desde esa final, el mejor jugador del mundo está sentado a la derecha del Padre, al menos para los argentinos. Al otro lado está Maradona.
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La pulga es un insecto sifonáptero (palabra griega que podrían traducirse por “tubo sin alas”) cuya principal actividad es jorobar la existencia de los demás. Son parásitos hematófagos, es decir, que se alimentan de la sangre de animales y desde luego también de humanos. Son unos animalejos asquerosos que no miden más de tres milímetros y que, con su costumbre de picar primero a unos y luego a otros, sin distinción de especie, tamaño, rango, edad, dignidad ni gobierno, transmiten enfermedades. Los europeos de hace quince siglos (Constantinopla) y los de hace siete lo supieron bien. La terrorífica peste bubónica mató a 50 millones de personas en el primer caso y a la tercera parte de la población europea en el segundo. Durante siglos se echó la culpa a las ratas. Pero no. El asesino era la pulga, que picaba a las ratas, luego picaba a las personas y acababa con ellas en medio de una muerte espantosa.
Es una leyenda muy difundida que las pulgas tienden a alojarse mayoritariamente en perros. Se sostiene que un hombre, caminando a buen paso, puede recorrer entre cinco y seis kilómetros en una hora. Y que una pulga, si se aplica lo suficiente, puede recorrer en ese mismo tiempo entre cinco y seis perros. No deja de ser una semejanza, pero todo eso no está científicamente demostrado. Las pulgas se alojan donde pueden. Incluso en el circo, donde jamás han sido vistas pero ¿quién no ha oído hablar de los famosos circos de pulgas de hace unas cuantas décadas?
¿Tiene esta negra y ridícula historia pulguienta algo que ver con Leo Messi? Pues no. Nada en absoluto. El único motivo para asociar al futbolista argentino con semejante bichejo es el tamaño que Leo tenía de niño, francamente escaso para su edad. Por eso le llamaban así, Pulga, Pulguita. Y hay que concluir, al ver cómo juega, que también lo asemeja a la pulga su asombrosa velocidad, que hace parecer que está en varios sitios a la vez, de lo rápido que se mueve. Como las pulgas.
Es posible que Leo Messi esté haciendo, seguramente sin pretenderlo, mucho por la recuperación del prestigio internacional de las pulgas, sobre todo después de su canonización qatarí. Prestigio muy merecidamente escaso, vaya eso por delante.
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