Entre las muchas analogías a las que Julio Camba recurrió a lo largo de su vida para explicar en qué consistía su oficio, yo me quedo con la del avestruz. No es que las demás –cocineras, calamares, peluqueros– no tuvieran su qué, pero ninguna, insisto, como la del avestruz. Para el periodista gallego, así como “el avestruz lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo”, así “el articulista lo reduce todo a un artículo de periódico”. Y ponía por casos: el mar, las mujeres bonitas, las obras maestras, una noticia de tres líneas pescada en un periódico inglés, las catedrales góticas, los buques de guerra, la primavera, etc. En definitiva, daba igual de qué se tratase; al articulista no le quedaba otro remedio que digerirlo y sacarlo luego en forma de artículo.
Pues bien, aun estando de acuerdo con Camba en lo tocante a dicha inexorabilidad, debo reconocer que no siempre la digestión a la que alude se ve coronada por el éxito. Entiéndaseme: no es que no salga en estos casos el artículo; es que le da por resistirse, con lo que acaba derivando en un producto distinto del deseado. Este mismo artículo, por ejemplo. Yo llevaba en la cabeza escribir un artículo sobre Isabel Celaá. No tanto sobre la nueva ley de Educación que fatalmente va a llevar su nombre, como sobre la propia ministra en relación con la ley homónima. Me proponía, en concreto, ensamblar su currículo académico, como discente y como docente, con lo que parece ser la plasmación de su ideario educativo. Al fin y al cabo, a partir de cierta edad todos somos en parte –la otra parte corresponde al azar– el resultado ineluctable de lo vivido y de las decisiones tomadas, sean yerros, sean aciertos.
La ministra era una funcionaria perteneciente al antiguo cuerpo de catedráticos de instituto, los llamados pata negra, por lo que había tenido que superar un proceso de selección de una dureza similar al de los actuales inspectores
Ya les adelanto que no ha habido forma. Cuando trataba de comprender la animadversión de Celaá hacia la escuela concertada, me topaba con la sorpresa de que había llevado a sus hijas a un centro de esta naturaleza, las Madres Irlandesas de Lejona. Cuando me planteaba el porqué de su laxitud con el rigor académico al permitir que en el futuro pueda obtenerse el título de Bachiller con una asignatura suspensa, caía en la cuenta de que ella había estudiado como becaria en el Colegio del Sagrado Corazón de Bilbao –que por entonces, en pleno franquismo, era un centro privado asimilable a lo que hoy sería un centro de élite y con una enseñanza caracterizada, entre otros factores, por su nivel de exigencia– y que hasta había dado clase más adelante en el Sagrado Corazón de Guecho. Y no salía de mi asombro, claro.
Cuando reparaba en que el proceso de selección de los inspectores de Educación ya no iba a estar sujeto a criterios objetivos, sino a otros de carácter discrecional en los que el sesgo ideológico del gobierno autonómico de turno, en especial si era nacionalista, iba a tener sin duda su peso, me acordaba de que la ministra era una funcionaria perteneciente al antiguo cuerpo de catedráticos de instituto, los llamados pata negra, por lo que había tenido que superar un proceso de selección de una dureza similar al de los actuales inspectores, y mi desconcierto no hacía más que aumentar.
Y, en fin, cuando leía que, a su juicio, la supresión de la condición de lengua vehicular del castellano en la enseñanza no tenía importancia ninguna, que la polémica generada era puramente nominalista, no me cabía en la cabeza cómo podía afirmar algo así quien había escrito en 2005 que “lengua propia [del País Vasco] es también el castellano, porque, ¿cómo no considerar lengua propia la lengua materna del 80% de los vascos?”.
Comprenderá el lector mi desazón al constatar la imposibilidad del ensamblaje proyectado. Si el ideario educativo de la Isabel Celaá que conocemos nada tiene que ver a priori con su experiencia como alumna y profesora, ni tampoco como madre responsable de la instrucción de sus hijas, sólo me queda imaginar que responde a otro credo, el del Partido Socialista que conocemos, partido del que forma parte y al que ha representado institucionalmente desde hace más de tres décadas. A no ser, claro, que ese ideario esté guiado por un resentimiento cuyas raíces ignoramos; en otras palabras, que sea la consecuencia, un poco como este artículo, de una mala digestión. Lo cual no es incompatible con el supuesto anterior, sobra decirlo.
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