Su facturación es casi ridícula debido a la pandemia y a la limitación de aforo de un restaurante que carece de terraza. Ni falta que le hacía. Jamás precisó de artimañas o afeites falsos para ser lo que es, el kilómetro cero de la vida política, intelectual y social de Madrid, que es casi como decir de España. Pienso en las cuarenta personas que se ganan el pan en ese Lhardy de mi corazón y tengo para ellos las mayores simpatías y deseos de que se solucione el terrible trance por el que están pasando. Pero somos humanos y, como tales, egoístas. Así que permítanme que, como modesto cliente de la secular casa, diga que Lhardy es mucho, muchísimo más que un restaurante de primer orden, que lo es. Ahí está su pantagruélico y sabroso cocido, su auténtico foie gras alsaciano con partida de nacimiento verificada, sus platos de caza, siempre tan difíciles de componer y que aquí tienen una singular gracia, o los pescados fresquísimos manipulados con la ponderada sabiduría y respeto que solo dan los años. Y para qué hablar del archiconocido soufflé sorpresa que brilla en la carta de postres con luz propia.
Si digo esto es para resaltar que, como Zalacaín, hay lugares en los que el placer de la gastronomía –el único saber inocente según Vázquez Montalbán– no puede separarse de las personas que congrega alrededor de sus impolutos y níveos manteles. Sepan ustedes que desde el ya lejano año 1839 en el que Monsieur Emile Huguenin abrió esta santa casa, justo cuando Fernando VII había hecho mutis por el foro, no hay persona que haya significado alguna cosa en nuestro país que no se haya sentado en Lhardy a comer y, mucho más importante, a conversar acerca de asuntos más o menos importantes, porque lo frívolo también tiene su peso en lo que a historia se refiere. Si se clausurase este cruce de vidas y hechos, ese corazón de la calidad y el lujo, se levantarían de sus tumbas quienes amaron, conspiraron, rieron y compartieron vidas y milagros aquí, en esta Carrera de San Jerónimo de nuestros pecados. Uno puede imaginar en manifestación silenciosa al banquero Salamanca cogido de la mano de Isabel II, de quien se dice que, carnal como pocas, se dejó olvidado en uno de sus reservados un refajo: ahí comió y cenó su hijo, Alfonso XII, acompañado de su compañero de juergas y atildado dandi, el duque de Sesto, que se sumarían sin duda al cortejo fúnebre al lado de Galdós, Azorín, Gómez de la Serna y don Mariano de Cavia, precedidos por el colosal Benlliure que, de buen y recto corazón, intentaría calmar los llantos inconsolables de La Fornarina y La Goya.
Lhardy no puede desaparecer en este siglo en el que vemos que todo se desmorona, en el que todo cae bajo la piqueta de la ordinariez y la banalidad
No dudamos tampoco que Don Miguel Primo de Rivera, un gastrónomo que en Barcelona era cliente del histórico El Suizo así como en Madrid lo era de Lhardy, sería capaz se procesionar gravemente al lado de don Niceto Alcalá Zamora, que fue precisamente elegido como presidente de la II República en conciliábulo y contubernio en el salón japonés de esta casa, seguramente las paredes que más confidencias de Estado han escuchado en toda nuestra trayectoria histórica de los últimos doscientos años. Ni que decir tengo el disgusto que se llevarían mis admirados maestros Cunqueiro, Camba, Pla o Luján.
Lhardy no puede desaparecer en este siglo en el que vemos que todo se desmorona, en el que todo cae bajo la piqueta de la ordinariez y la banalidad. No podemos permitirlo porque una buena mesa servida por manos expertas con un número de comensales que siempre han de ser más que las gracias y menos que las musas es el epítome de la civilización, del diálogo, de la tertulia, de la frase ingeniosa, la reflexión atinada o la proposición conveniente. Lhardy, como todo buen restaurante, ha auspiciado más y mejor el entendimiento entre gentes que opinaban lo contrario que cualquier libro de filosofía o cualquier sermón dominical. Claro que si atendemos al curso que está siguiendo la política patria resultará difícil que los gobernantes actuales entiendan esto que digo. Vivimos en la época de la croqueta de mijo, la alimentación catabólica, el falso ascetismo, la revolución de tercera regional y la ausencia de tertulias porque, en el fondo, nadie tiene nada que decir. Lo dicho, una pena si asistiéramos a la muerte de este gigante de la restauración y la convivencia.
Qué bonito es ser cuatro a la mesa cada uno con su perdiz, aseguraba Sacha Guitry. Y cuantos dramas pueden evitarse, añadimos nosotros.
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