Hacen encuestas y recopilan datos de lo que llaman grandes agregadores. Reúnen todo y trazan perfiles bastante completos. Aplican la ciencia, la estadística y un pelín de análisis sociológico, ya casi innecesario. Luego canalizan los mensajes según encargos. Es la propaganda de siempre, pero con un pequeño cambio en la concepción del destinatario.
Antes (y este antes es un antes de ayer) se hacía publicidad para una masa en cierta forma compacta, aunque con idea de que la recepción del mensaje por parte del individuo masificado le hiciese pensar de inmediato que se trataba de un producto especialmente diseñado para él. Se creaba con ello una individualidad homogénea necesaria para producir consumidores, sin importar demasiado el régimen político en que viviesen o su situación social y económica. Pero con los big data el proceso se ha perfeccionado: se saben de antemano -porque así lo han confesado- los gustos casi exactos de los individuos, sus pensamientos, sus opiniones, su aspectos físicos, sus años y sus quilos, por lo que la propaganda, sin perder de vista la masa compacta, aborda directamente al individuo con mensajes confeccionados ad hominem, en los que se introducen detalles que tocan a su privacidad.
Ya no se necesitan campañas para masificar el consumo con el espejismo de la individualidad intransferible, sino que los consumidores se fabrican ahora uno por uno
Al contrario de lo que quizá pudiera parecer, que te llegue un mensaje de instancias lejanísimas con información que incluye cosas tuyas no solo no molesta, sino que halaga. Y la manipulación llega casi siempre por el halago: que una tienda o un banco te manden un mensaje para felicitarte por tu cumpleaños activa los mecanismos cerebrales de la vanidad y te hace sentir importante. Los réditos, por esta vía, quedan más asegurados que nunca. Es la misma estrategia, por tanto, pero más depurada: ya no se necesitan campañas para masificar el consumo con el espejismo de la individualidad intransferible (esa suerte de cuadratura del círculo que tan bien ha estado funcionando), sino que los consumidores -llamados siempre ciudadanos- se fabrican ahora uno por uno tanto para que compren como para que voten, vayan al cine o elijan vacaciones.
El asunto funciona con bastante precisión y es incluso la clave de una convivencia pacífica, muy en especial en las llamadas democracias liberales. Aquí se vive muy bien (solo un independentista catalán diría lo contrario), y el quid de ese buen vivir es la identificación definitiva de ciudadano y consumidor (y un independentista catalán lo es como todo quisque). El desarrollo de las comunicaciones ha permitido la fusión radical, abierta, evidente de ambos estados. Claro que ya antes todo el mundo opinaba y proclamaba sus gustos y, por tanto, voceaba su personalidad. Pero la acción se limitaba a un círculo muy exiguo, en el que carácter y consumo apenas ejercían influencia alguna. Ahora los gustos se comparten por millones, se empaquetan mundialmente y acaban teniendo un influjo potencial insospechado. Se parece a las hipotecas sub prime, pero con gustos.
Y un gusto que importa mucho es el gusto electoral. En una democracia liberal las elecciones son significativas, y para conseguir que lo sean al máximo debemos deshacer nuestro pleonasmo esencial y separar casi como contrarios al ciudadano del consumidor. No es que se trate de cinismo o hipocresía: todos nos lo creemos porque nuestro cerebro está modelado para creérnoslo. La propaganda política ha funcionado desde bien antiguo con tal realidad en perspectiva. Un mitin o un discurso efectivo estudiaba primero lo que los individuos a quienes se dirigía podían pensar o sentir para darles a chorros cuanto fortalecía y corroboraba ese pensar o sentir. Se ganaban los votos, por tanto, ejecutando con mayor o menor sutileza el sesgo de confirmación: yo te doy a lo bestia en la vena del gusto.
La ambición es a veces excesiva, y se inventan noticias, se falsean otras, se hace lo que sea necesario a través de las redes sociales para cortocircuitar la jerarquía más serena de los periódicos
Pero hoy es todo más sutil y burdo a la vez. Como tenemos millones de colecciones y clasificaciones de gustos y personalidades, y las nuevas telecomunicaciones permiten ejecutar el sesgo de confirmación de manera individualizada, se lleva más votos quien mejor y más tenazmente confirma los gustos políticos de cada cual. La ambición, no obstante, es a veces excesiva y, claro, para potenciar esos gustos se inventan noticias, se falsean otras, se hace lo que sea necesario a través de canales comunicativos particulares (las redes sociales), que cortocircuitan el orden y la jerarquía más serena de los periódicos y otros media tradicionales. Cuando ese exceso salta a la vista, las almas bellas se mesan los cabellos e invocan conceptos grandilocuentes de soberanía, libertad y así.
Hace poco ha habido un coro magnífico de trenos a propósito de la empresa Cambridge Analytica y su trabajo electoral para conseguir, entre otros supuestos logros, la victoria de Trump en Norteamérica y el Brexit en Gran Bretaña. El arrepentido Cristopher Wylie comentaba, a modo de ejemplo, que para obtener votos a favor de Trump expandieron la noticia, entre los sujetos favorables a la posesión libre de armas, de que Obama les iba a quitar todos sus rifles y que el único que lo podría impedir era precisamente Trump. Aquí, cuando las primeras elecciones generales de esta democracia, se decía ya que los socialistas, como ganasen, iban a quitar las tierras a los labradores: pocos votaron a Felipe. Todo muy añejo.
Nos hemos enterado de repente, al parecer, de que las noticias falsas adulteran los comicios, que la política es esencialmente manipulación y el hombre un sujeto que vive con mucha comodidad entre eslóganes e irresponsabilidad personal. Algunos, incluso, han llamado a su mamá. Pero no hay modo de poner puertas al campo: las empresas de big data acabarán siendo proveedoras directas del Estado.
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