La sentencia del Tribunal Supremo sigue dando que hablar y provocando toda clase de reacciones. Las más ruidosas han sido las jornadas de protestas en Cataluña, que han degenerado en disturbios violentos, enfrentamientos con la policía y vandalismo. El saldo de los altercados está ahí: unos doscientos detenidos y varios centenares de heridos, además de daños en infraestructuras y mobiliario urbano por varios millones de euros, según las estimaciones del Gobierno y autoridades locales.
A la vista de la virulencia de los disturbios y las declaraciones posteriores, hay que preguntarse si el umbral de tolerancia ante conductas violentas no está disminuyendo ostensiblemente en el mundo secesionista. Los dirigentes de la CUP se niegan a condenar los actos violentos, por supuesto. No los condenan porque los altercados serían la manifestación de "la rabia" de la juventud catalana y la violencia es de la policía. Por su parte, la presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, ha señalado que estos incidentes violentos "hacen que estemos en la prensa internacional de forma continuada", por lo que tendrían un efecto positivo. Y están los que simplemente equiparan la violencia de unos y otros, sin más distingos entre manifestantes violentos y policías, lo que sirve tanto para minimizar la violencia de los disturbios como para responsabilizar al Estado por ella, según hacen los portavoces independentistas. "Venimos de una sentencia de 100 años de cárcel, que es violencia", ha declarado Sergi Sabrià de ERC. Todos los gatos son pardos, pero unos más pardos que otros.
Las algaradas en las calles catalanes vuelven a plantear la discusión sobre la violencia y los límites del ejercicio de la protesta en una sociedad democrática. Precisamente la cuestión sale reiteradamente en la sentencia del Supremo contra la que protestaban los que tomaron parte en los disturbios. Durante el juicio las defensas invocaron el derecho de reunión y manifestación, o la libertad de expresión, para justificar las conductas de los acusados. Y voces críticas con la sentencia han sostenido que no se puede restringir el legítimo derecho a la protesta, como habrían hecho supuestamente los jueces del Supremo.
Buen ejemplo de ellas son las declaraciones de Luis López Guerra a RAC1, la cadena de radio del Grupo Godó. Además de catedrático de Derecho Constitucional, López Guerra ha sido vicepresidente del Tribunal Constitucional, secretario de Estado de Justicia en el primer gobierno de Rodríguez Zapatero y magistrado del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) a propuesta del mismo gobierno de Zapatero. En la entrevista explica su preocupación por las consecuencias graves que tiene la sentencia para los derechos fundamentales de los ciudadanos, por entender que restringe excesivamente el ejercicio de la libertad de expresión y los derechos de manifestación y reunión. El fallo abre perspectivas de futuro "bastante oscuras", según dice.
Subirse en un coche de la policía
Las declaraciones son un tanto confusas. Según explica López Guerra, la violencia marca el límite al ejercicio de tales derechos; de no concurrir violencia, sólo podrían ser restringidos muy excepcionalmente, dado que cualquier limitación afectaría al carácter de una sociedad democrática. De ahí su crítica al Supremo, cuya sentencia vendría a recortar esas libertades en ausencia de violencia. De lo que se infiere que la sentencia criminalizaría la protesta no violenta, como asegura en un momento de la entrevista: "A la vista de esta sentencia, yo le aconsejaría que casi no se manifieste en el supuesto de que pueda haber algún supuesto (sic) que parezca que usted se está resistiendo, aunque sea por su mera permanencia en un lugar". "Ni que se me ocurra subirme encima de un coche de policía", añade espontáneamente el entrevistador, no sabemos si asintiendo o contraargumentando sin querer.
Uno de los equívocos de la entrevista está en la existencia de violencia. La sentencia no dice que no hubo rebelión porque no hubo violencia, como asegura López Guerra en otro momento; por el contrario, a la vista de las pruebas, afirma que "la existencia de hechos violentos a lo largo del proceso ha quedado suficientemente acreditada", según consta en los hechos probados. Si rechaza la rebelión es porque la violencia no era directamente funcional para el logro de la finalidad típica del delito, cosa bien distinta.
Obviamente a López Guerra se le entrevista en su calidad de antiguo magistrado del TEDH y el periodista quiere saber cómo se pronunciará el Tribunal de Derechos Humanos si la sentencia llega a Estrasburgo, como es previsible. Por eso le pregunta si la sentencia es un atentado contra los derechos humanos. La respuesta del catedrático es que la sentencia iría contra el Convenio Europeo de Derechos Humanos, especialmente en lo que afecta a sus artículos 10 y 11 sobre libertad de expresión y de reunión.
Pero si uno va al Convenio Europeo verá que el ejercicio de esos derechos está sujeto a lógicas limitaciones con objeto de proteger ciertos bienes esenciales en una sociedad democrática. Así, el artículo 10 en su apartado segundo señala que el ejercicio de la libertad de expresión entraña deberes y responsabilidades; en consecuencia podrá ser sometido a "condiciones, restricciones o sanciones" que, de acuerdo con la ley, constituyan medidas necesarias para garantizar ciertos fines en una sociedad democrática, entre los que menciona la integridad territorial, la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de los derechos o la autoridad del poder judicial. Igual ocurre con el artículo 11 referido a la libertad de reunión, que no podrá ser objeto de más restricciones que las previstas por la ley para garantizar la seguridad pública, la defensa del orden o la protección de las libertades y derechos ajenos, entre otras cosas.
Los acusados rebasaron con mucho el legítimo ejercicio del derecho a la protesta cuando abusaron de su autoridad para construir una legalidad paralela quebrantando el orden constitucional
Esos límites, por cierto, los recuerda el mismo Tribunal de Estrasburgo cuando rechazó en mayo la demanda interpuesta por Carme Forcadell y otros setenta y cinco políticos independentistas contra la decisión del Tribunal Constitucional de suspender el pleno del Parlament del 9 de octubre. No hay vulneración del derecho a la libertad de expresión o reunión de los demandantes puesto que la resolución del Constitucional perseguía garantizar los fines legítimos en una sociedad democrática a los que se refieren los artículos citados. Y la Corte hace suya una cita de la Comisión de Venecia, que debería ser de lectura obligada por aquí:
"La Comisión de Venecia recuerda que las sentencias de los Tribunales Constitucionales son definitivas y de obligado cumplimiento. Como corolario de la supremacía de la Constitución, las resoluciones judiciales del Tribunal Constitucional deben ser respetadas por parte de todos los órganos públicos y los particulares. Ignorar una resolución judicial del Tribunal Constitucional equivale a ignorar la Constitución (…) Cuando cualquier autoridad pública rehúsa cumplir una sentencia del Tribunal Constitucional, viola los principios del Estado de derecho y la separación de poderes. Por tanto, las medidas para hacer cumplir dichas resoluciones judiciales son legítimas".
La sentencia del Supremo no dice otra cosa. El ponente repite una y otra vez que no se criminaliza la expresión de ideas políticas o el derecho a manifestarse. Pero los acusados rebasaron con mucho el legítimo ejercicio del derecho a la protesta cuando abusaron de su autoridad para construir una legalidad paralela quebrantando el orden constitucional, en abierta y reiterada desobediencia al Tribunal Constitucional; o cuando provocaron un levantamiento popular para oponerse al cumplimiento de las resoluciones judiciales del Constitucional y del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Ningún Estado democrático podría permitir tal desobediencia continuada por parte de autoridades y particulares, pues representaría la quiebra del orden constitucional y del Estado de derecho. Quien juega con ellos está jugando con los derechos de todos. De ahí la necesidad de límites.
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