Desconecté del mundo durante varias horas el pasado fin de semana y cuando el domingo volví a enchufarme a la realidad, el primer plano que me encontré en el informativo al encender la televisión fue el de un hombre en la cincuentena con aspecto pulcro. Estaba vestido para la historia con uniforme de gala, saludando desde un balcón de palacio a la multitud que desafiaba a las temperaturas y se agolpaba a sus pies, mientras trataba sin éxito de retener un llanto que combinaba con una sonrisa tan forzada y fría como los termómetros. Confieso que me llamaron la atención sus lágrimas, que no fuera capaz de esconderlas como -seguro- le enseñaron de niño en el marco de la educación férrea que debe recibir un príncipe heredero. ¿Eran de felicidad o eran de tristeza? ¿Qué había detrás de aquellos ojos llorosos?
Lo cierto es que no es habitual ver a un rey así, mostrando en directo ante el mundo sus emociones. Durante largo rato le di vueltas a aquella secuencia que no tardó en ocupar portadas de revistas y periódicos y que me transportó de un plumazo a lo que acababa de leer en Blancura, el último libro del recientemente galardonado con el Nobel de Literatura, Jon Fosse y que decía así: “Estoy en el interior del bosque oscuro, pero encerrado no estoy, lo que pasa es que no encuentro la salida del bosque y eso evidentemente es distinto a estar encerrado, porque si estuviera encerrado me habría encerrado alguien, y no te puedes atrapar a ti mismo, o quizá sí que puedes, pero si he sido yo quien me ha encerrado no lo he hecho voluntariamente, estoy encerrado en contra de mi voluntad, en el interior del bosque oscuro, involuntariamente encerrado por mí mismo“.
Encerrado por él mismo contra su voluntad en el frondoso bosque de la monarquía y encadenado a una corona que no esperaba recibir, quizá, en este momento preciso. ¿Se sentía vacío el ahora Federico X? ¿Tenía miedo, tal vez? ¿Temor ante lo que venía o ante lo que dejaba atrás? Qué pasaba realmente por su cabeza en aquel momento gestado aparentemente sin que nadie lo esperara en un país, Dinamarca, que cerró el 2023 sorprendido por el anuncio de abdicación de la que había sido su reina durante más de medio siglo. La misma mujer que siempre había dicho que no entraba en sus planes dejar el trono. Pero, lo hizo y, además, coincidió su decisión en el tiempo con el supuesto romance hispano en el que andaba enredado su hijo.
Cuántas preguntas, cuántas para las que sólo él tiene la respuesta. También es él el único conocedor de cómo se gestó el beso que le dio a su esposa -ahora María- ante el rugido emocionado de una plaza abarrotada y del que tanto se ha hablado y se sigue hablando a día de hoy. Un beso en los labios entre un matrimonio. Nada más. Un gesto simple y esperado entre dos personas que se aman. Un acercamiento que no debería ser noticia ni analizado hasta el extremo en tertulias de televisión con comentarios como “¿hubo cobra?” o “¿faltó pasión?” si no fuera por lo mucho que se ha especulado en las últimas semanas sobre la amenaza de divorcio que sobrevolaba sus cabezas.
El llanto silencioso de un rey encerrado en contra de su voluntad en el interior de un bosque oscuro, involuntariamente encerrado por él mismo, por su sino
Vaya papelón el de estos recién estrenados monarcas. Debe de ser terrible tener escrito de antemano el guion de tu vida, que dispongas de todo a tu alcance -dinero, lujos, palacios, viajes, servicio- y que te falte lo más importante: la capacidad para decidir qué hacer con el resto de tus días, para programar tu presente y tu futuro, para volver a empezar si la infelicidad acecha, para girar una esquina y dejarte sorprender por el destino sin que nadie te juzgue, te observe y te ordene.
Camino por la ciudad rumbo a una cita y me tropiezo en la acera con un chico y una chica que se miran de frente sin decirse nada. Que agachan la cabeza, que se vuelven a observar, que finalmente se hablan. Que da la sensación de que se gustan, que no quieren despedirse, aunque deban hacerlo. Que se marchan, que toman su camino en direcciones opuestas, sin besos de por medio y que ya en la distancia, se vuelven a buscar. Esa espontaneidad. Ese temblor de los comienzos. Eso tan preciado, en un cruce, a la sombra de una conocida escuela de música. Ese encuentro en una mañana templada de mediados de enero en una ciudad lejos de Copenhague. Esa libertad que no te da la corona y por la que quizá lloraba Federico X el pasado domingo.
El llanto silencioso de un rey encerrado en contra de su voluntad en el interior de un bosque oscuro, involuntariamente encerrado por él mismo, por su sino.
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