"El principio de gastar dinero que será pagado por la posteridad, bajo el nombre de financiación, es una estafa al futuro a gran escala". Thomas Jefferson
Un paper reciente del Fondo Monetario Internacional vuelve a advertir contra los peligros de una deuda excesiva. De acuerdo con The Pre-Pandemic Debt Landscape—and Why It Matters, la deuda global agregada habría rozado en 2019 los 200 billones de dólares, con un aumento significativo de 9 billones desde el año anterior. Estamos hablando de cifras que la pandemia ha dejado obsoletas, y que provocan reacciones opuestas en los dos espectros de las escuelas de pensamiento económico. Por un lado, algunos (pocos) planteamos que la situación es claramente insostenible, y que sólo con rigurosas políticas de control del déficit podremos salir antes de alcanzar el punto de no retorno. En el lado opuesto, el batallón del gasto no deja de ser consciente del problema, pues de otro modo no puede entenderse su presión mediática y política para la cancelación de las deudas públicas, como hace poco hemos leído en un artículo firmado por relevantes personalidades políticas y económicas. Lástima que los últimos, tan dados de citar a Keynes, se olvidasen de la parte en la que, para financiar el déficit, el de Cambridge exigía ahorro en la parte alta del ciclo económico, algo que llevamos décadas sin ver, salvo en Alemania. Ambas escuelas compartimos la gravedad del problema, pero optamos por soluciones diferentes.
“Aquí no pasa nada, el crecimiento, que llegará, y la inflación, que también, nos ayudarán a resolver el problema al que vosotros, ciudadanos, nos habéis llevado.”
En medio, la gran mayoría de los gobernantes y de los bancos centrales juegan al “aquí no pasa nada, el crecimiento, que llegará, y la inflación, que también, nos ayudarán a resolver el problema al que vosotros, ciudadanos, nos habéis llevado.” Porque sí, siempre, en el fondo, queda ese poso del “lo hicimos por vuestro bien, vosotros nos votasteis para hacerlo”, o el lastimoso “no tuvimos más remedio” que tan bien entonó el Partido Popular ante la mayor agresión fiscal a los ciudadanos de la historia de la democracia, capitaneada por el presidente Rajoy y ejecutada por su ministro Montoro. Resolución que no es tal, sino una patada a seguir, un despeje desesperado desde el área para ver si algún delantero recoge el balón y, al menos, evita el agobio que sufre la defensa.
El gráfico muestra la evolución de las deudas pública y privada desde el momento anterior a la crisis de Lehman hasta el anterior a la de la covid. Como vemos, el desapalancamiento inicial de empresas y ciudadanos se ha visto, finalmente, corregido con un incremento de 10 puntos de PIB. Entre tanto, la deuda pública se ha disparado en casi 25 puntos de PIB en el mismo espacio de tiempo, con una disparidad enorme entre las economías avanzadas (que pasaron del 72% de deuda sobre PIB al 105% en ese período) y las emergentes (que lo hicieron desde el 35% hasta el 54%). Esto supone que los países más avanzados, con las infraestructuras más desarrolladas, con los mejores servicios públicos, seguimos financiando con deuda (y con mayores impuestos) cada vez más infraestructuras y más servicios. A lo mejor la famosa “desigualdad” entre el norte y el sur, esa que quiere reflejar Piketty en su revisión neomarxista del marxismo, tiene que ver con el dumping del endeudamiento, al acceder los países ricos en mejores condiciones a la financiación del mercado que los países que más lo necesitan.
Incremento de deuda soberana
Sea cual sea la razón, la cuestión es que alcanzamos la crisis de la covid con los mayores niveles de endeudamiento público de los últimos 120 años. Las consecuencias son claras: no existe margen financiero en las cuentas públicas para hacer frente a los gastos inesperados de la pandemia. Señalaba la semana pasada que Alemania ha aprobado un presupuesto extraordinario de 156.000 millones de euros hace pocos días, algo que tiene que ver con la seriedad con la que se ha gestionado el presupuesto en los últimos 10 años. LA OCDE estimaba, el pasado de mes de julio, un incremento de la deuda soberana entre sus países miembros de casi 6 billones de dólares, más del doble de la previsión anterior.
A raíz de la crisis de la covid, la situación general ha empeorado todos los indicadores de todas las economías. Caen los ingresos fiscales en todos los países por la paralización que han supuesto los confinamientos, han aumentado los gastos, como lo ha hecho la deuda… En España, si durante 2019 se habían recaudado 200.000 millones de euros hasta noviembre, en el mismo periodo de 2020 la recaudación había caído un 10%, hasta los 180.000 millones. Falta aún por cerrar diciembre, pero no cabe esperar una mejora. Mientras tanto, el gasto público se disparaba y llevaba el déficit público, en una primera aproximación de la ministra Montero, hasta el 11.3% del PIB. Desde 1980, España sólo ha cerrado sus cuentas con superávit en los tres ejercicios anteriores a la crisis financiera de 2008.
Incrementos de la deuda pública muy por encima del crecimiento estimado de una economía introducen elementos distorsionadores en el mercado, tanto desde la perspectiva de la confianza como de la vulnerabilidad y la solvencia. Conscientes de ello, todos los economistas tratamos de buscar soluciones al problema, porque todos somos conscientes de que tal situación, a largo plazo, es insostenible. Pero mientras que algunos luchamos por racionalizar el gasto, otros se dejan llevar por los cantos de las sirenas que susurran que la deuda nunca se paga, que se puede imprimir dinero, que se puede cancelar la deuda, que se pueden subir los impuestos, porque siempre queda un euro que arañar a ese delincuente en potencia que es el ciudadano. Nos hemos acostumbrado a los llamamientos a la solidaridad, a las coacciones morales que nos muestran los enormes gastos que supone nuestra sanidad mientras ocultan los dispendios de miles de millones de euros en ministerios inútiles, en multiplicación de servicios idénticos en todos los niveles del Estado, a las campañas de sensibilización moralistas que tan bien describen Rodríguez Braun, Blanco y Ávila en su magnífico Hacienda somos todos, cariño. Al final, las sirenas, vestidas de harapos, dejarán de cantar, y sólo escucharemos sus llantos por encima del mar de deuda.