La excelentísima señora doña Susana Ros Martínez, de 49 años, natural de Benicasim, provincia de Castellón, y de profesión política, hoy diputada por el PSOE en el Congreso de los Diputados, ha declarado en sus redes sociales que ella “es de las que piensan que el hombre no llegó a la Luna”. Apoya su aserto diciendo que, como luego no hemos vuelto a ir allí, pues eso de ir una vez sola le parece “sospechoso”. El hecho de que, entre 1969 y 1972 haya habido seis viajes más a la luna, de los cuales cinco tuvieron éxito (solo el Apolo 13 tuvo que dar media vuelta, averiado) no tiene, para la excelentísima señora diputada, la menor importancia.
Está claro que Dios nuestro Señor, en el caso de que exista, ha repartido con bondadosísima equidad la capacidad de decir gilipolleces entre todos los seres humanos: no ha hecho distingos entre hombres y mujeres, blancos y negros, tontos y listos, diputados y porteros de fútbol (Iker Casillas dijo lo mismo hace algún tiempo); y así, según las encuestas, entre el 10 y el 20% de la gente que puebla hoy el planeta piensa lo mismo, que el hombre nunca llegó a la Luna y que todo lo que vimos en la tele fue un montaje cinematográfico de la NASA dirigido por Stanley Kubrick. Pobre Kubrick.
No vamos a tratar de demostrar aquí que el hombre sí llegó a la Luna. La carga de la prueba, cuando se formula una idiotez (como la de que todo aquello fue un montaje), corresponde a quien la dice, no al que la rebate, como bien demostró Bertrand Russell con su célebre ejemplo de la tetera de porcelana que orbita alrededor del sol, entre la Tierra y Marte. ¿Un montaje secreto en el que participan miles de personas? ¿En serio? ¿Y los rusos, que se mordían los puños de amargura mientras recibían la señal del Apolo 11 desde la luna, no desde Hollywood? Vamos, anda.
Para que una mentira tenga éxito hacen falta dos cosas: un listo que la diga y un número indeterminado de tontos dispuestos a creérsela
Las teorías de la conspiración, entre las cuales se cuentan por toneladas esas que hoy llamamos fake news y a las que tan aficionado es el señor Trump, tienen su base en unas pocas cosas, todas muy sencillas de entender. La primera es la ignorancia de la gente para la que se fabrican. Sin eso no hay gran cosa que hacer, aunque ahora veremos que hay tontos con estudios: una cosa no quita la otra. Pero la segunda, y yo creo que más importante, es el afán de los ignorantes por creer que saben más que los demás; que conocen cosas que los demás ignoran. Eso les llena de orgullo. Y los demás somos el resto de la Humanidad, que estamos todos, según ellos, engañados por la famosa “verdad oficial”. Lo más peligroso es esto: basta que una “verdad oficial” sea falsa para que mucha gente desconfíe de todas las demás, que casi nunca lo son, y sobre todo de quienes dan las noticias auténticas. Las armas de destrucción masiva en Irak, por ejemplo. Otro: las bombas del 11-M en los trenes de Madrid las puso ETA. Otro: el ministro de Sanidad español de hace casi 40 años diciendo que el envenenamiento por aceite de colza fue cosa de un “bichito que, si se caía, se mataba”. Ese tipo de barbaridades han hecho más por el éxito de las “conspiranoias” de lo que el agua hace por las plantas.
Para que una mentira tenga éxito hacen falta dos cosas: un listo que la diga y un número indeterminado de tontos dispuestos a creérsela. El tamaño de la mentira da igual: cuanto más grande, mejor. Muchos secesionistas catalanes (afortunadamente, no todos) disfrutan con las “teorías” de un rapavelas que se hace llamar Jordi Bilbeny y que asegura que Santa Teresa de Jesús no era de Ávila sino de Cardona, provincia de Barcelona, donde fue abadesa; o que el Quijote no lo escribió Cervantes sino un asombroso “Miquel de Sirvent”, valenciano, y que desde luego lo redactó en catalán; lo que todos hemos leído es la traducción al castellano hecha por la censura españolista y opresora. ¡Pues vaya traductores!...
Pero para ser tonto con balcones a la calle, como dicen en Sevilla, no basta con reunir condiciones: hay que tener, además, voluntad
Hoy hace 50 años que el tímido y resolutivo piloto civil Neil Armstrong y el sanguíneo militar masón Buzz Aldrin pisaron la luna por primera vez, mientras Michael Collins, el intelectual del grupo, les esperaba en el módulo de mando. Usaron para ello un ordenador que tenía mucha menos potencia que cualquier teléfono móvil de hace cinco o seis años. En España nos lo contó a todos, en una transmisión memorable que duró varias horas, el gran Jesús Hermida. Los norteamericanos enviaron allí cinco misiones tripuladas más, alguna de las cuales llevaba incluso una especie de tractor. Trajeron montones de piedras que olían raro, pero nada más. No encontraron extraterrestres, ni monstruos, ni nada por el estilo. Dejaron de ir cuando quedaron bastante claras tres cosas: una, que los soviéticos habían sido suficientemente humillados; dos, que la gente ya no hacía caso de los viajes; y tres, que en la luna no se podía hacer casi nada más, porque aquello era una piedra polvorienta sin mayor utilidad que la histórica. Por lo menos en los años 70.
El último en pisar la luna, Harrison Schmitt, viajero en el Apolo 17, fue también el único científico: es geólogo. Sigue vivo (tiene 82 años) y se ha hecho famoso, después de aquello, por sostener que el cambio climático es una patraña. Esto demuestra lo que decíamos antes: que el Señor reparte la burricie entre sus criaturas como el sembrador del Evangelio, a voleo, sin mirar a quién le cae, lo mismo a palurdos que a gente con formación universitaria.
Y es que esa es otra se las características esenciales de los conspirandeiros: hay que querer serlo. Para ser tonto con balcones a la calle, como dicen en Sevilla, no basta con reunir condiciones: hay que tener, además, voluntad. Un espléndido ejemplo es la señora diputada Susana Ros, que ha tenido que rectificar en público su opinión sobre los viajes a la luna porque sus compañeros la inflaban a collejas, por burra. De eso, de los tontos voluntariosos o militantes, viven tantos programas de televisión presuntamente históricos o cuartomilénicos, tantos “expertos” de pacotilla que defienden la infantil “teoría de los antiguos astronautas”, tantos autores de libros estrambóticos y toda esa gente que, en Internet, te dice: “Esto es lo que el Gobierno no quiere que sepas”, para que pinches en su vídeo.
¿Podríamos ir más allá? Podríamos. Pero hoy es un buen día para mirar a la luna, que ahí sigue, y recordar el chiste: al murciélago que se atreve a decir que Batman no existe, los demás murciélagos le llaman ateo.
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