Un Madrid sin San Isidro es un Madrid fantasma. Una ciudad silenciada por el luto y amputada por la pena. Un lugar incompleto. Atravesar la explanada vacía de la plaza de toros de Las Ventas un día trece de mayo invita a darse la vuelta, cerrar la puerta de casa y no salir hasta que pase junio.
¿Adónde se han ido los que bajaban por la calle Alcalá con su almohadilla en la mano? ¿A qué planeta se han marchado los hombres y mujeres engalanados que salían de los bares y se juntaban en la puerta de Arrastre? ¿Dónde han escondido a los revendedores de billetes, los puestos de pipas y las vendedoras de claveles? ¿Y los almohadilleros? ¿Y las furgonetas de las cuadrillas?
Caben casi dos ferias de San Isidro en los 60 días que se cumplen desde la declaración del estado de alarma. Treinta y cuatro tardes consecutivas de toros, toreros y público que este año no podrán juntarse en los tendidos para perder el aliento con un natural con la mano izquierda de Manzanares, un estatuario de Andrés Roca Rey o el regreso del maestro Talavante, ese diestro que torea en endecasílabos.
Por primera vez en la plaza de toros de Madrid no sonará la España cañí del paseíllo ni ningún otro pasodoble. No redoblarán los timbales y nadie soplará los clarines. El único silencio que esta plaza conoce es el que surge en las faenas incontestables, que ponen de acuerdo al Sol y la Sombra. ¿Dónde estará Miguel, ese hombre que da vueltas a la plaza en silencio entre toro y toro? De él se dicen muchas cosas, entre ellas que tiene las llaves de la Puerta Grande.
El único silencio que esta plaza conoce es el que surge en las faenas incontestables, las que ponen de acuerdo al Sol y la Sombra
Cerrada a cal y canto, nadie colgará flores en las balaustradas de la Monumental. Esas guirnaldas en honor al patrón de la ciudad, las que engalanan su feria taurina: San Isidro, que esta tarde debería haber arrancado en el coso venteño. A las estatuas de Bienvenida, el Yiyo, Luis Miguel Dominguín y el doctor Fleming apenas las rodean niños con patinetes y corredores con mascarillas.
En una sociedad empeñada en rechazar lo bello y esconder la muerte, el toreo fue lo más cercano que nos quedaba para entender que la vida acaba, y a veces de la peor forma. De una corrida de toros nunca se sale ileso. Acaso porque la astas del animal, como la espada y las palabras, interpelan hasta dejarnos cicatrices. "Nuestra vuelta será grande", dicen los diestros y los aficionados. A mí con volver me basta.
En una sociedad empeñada en rechazar lo bello y esconder la muerte, el toreo fue lo más cercano que nos quedaba para entender que la vida acaba
Más que pasear, paso revista: recorro la puerta de Arrastre, la puerta grande y al llegar al patio de Cuadrillas ya ha comenzado a llover. El sol que va y viene caprichoso, el temporal que descarga, el viento que amenaza … San Isidro es todo eso que hoy no está. Permanece tan solo esa lluvia de la que ya no es preciso guarecerse.
En la geografía mediterránea el espacio de reunión lo acapararon el teatro y los juegos, la representación y la competición ha juntado a las personas. La tauromaquia reúne de esas dos disciplinas la belleza performativa de la primera y el aspecto lúdico de la segunda, con una diferencia: en ella no hay artilugio y todo lo que allí ocurra tendrá consecuencias reales. El toro debe morir y el torero puede morir. De ahí la seriedad y el estremecimiento que entraña ver torear.
Primero fue Sant Jordi, ahora San Isidro. A este paso, me dejan vacía la capilla. Aún me queda la esperanza de escuchar en julio La Traviata en el Teatro Real. Camino, en silencio. Al llegar a la avenida de los Toreros una nube descarga con fuerza. Hay cosas que no cambian. Hoy no habrá toros, pero, como buen San Isidro, esta tarde llueve.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación