Opinión

Lo que debemos a Israel

Existe porque Europa no quiso o supo dar una alternativa existencial creíble, pacífica y duradera a los judíos, ni siquiera cuando muchos quisieron dejar de serlo

Israel no existiría si Europa no hubiera inventado el nacionalismo, y si los nacionalismos peores no hubieran sido agresivamente antisemitas hasta intentar acabar con los judíos fuera por activa, mediante pogromos o el exterminio industrial nazi, o por pasiva, excluyéndoles y abandonándolos a su suerte.

El antisionismo es antisemitismo de izquierdas

El sionismo es el nacionalismo judío, como es bien sabido; los antisemitas de ahora lo usan para disfrazarse de “antisionistas” y no cargar con el estigma de cazadores de judíos. Pero no caigamos en la trampa: si no hace falta ser sionista para apoyar el derecho de los judíos a vivir libremente, todo antisionista posmoderno oculta un viejo antisemita que niega a los judíos derecho a vivir en libertad. El antisemitismo se ha reactivado como “intersección” (figura importante para entender el iliberalismo woke) de encuentro de la extrema derecha y la extrema izquierda, los ayatolas de Irán y la Rusia de Putin.

El objetivo del antisionismo no es resolver el conflicto de Oriente Próximo, simplemente es aplastar al odiado Israel como parte de la demolición del orden liberal democrático o “mundo occidental” (por mucho que incluya a Japón, Corea del Sur y otros países orientales). Es heredero de quienes obligaron a los judíos primero a huir de Europa, y después les niegan un Estado propio donde vivir libres y seguros. Conviene recordar un poco esta historia porque es lo que debemos hoy a los judíos.

A principios del siglo pasado muy pocos judíos eran sionistas. Casi todos procedían del imperio ruso, donde el zarismo transformaba a sus millones de judíos en chivo expiatorio del auge de la oposición a la autocracia. Consiguieron que muchos judíos pobres -la mayoría eran y habían sido pobres- emigraran a los Estados Unidos y Argentina, pero también que muchos de los mejor formados se pasaran a la revolución, motivo de que nada menos que cuatro de los siete miembros del Buró Político de Lenin fueran judíos (Trotski, Sokólnikov, Kámenev y Zinóviev; Stalin acabó con todos).

En Alemania y Europa central se inició la gran secularización judía, programa espontáneo de ascenso social e inclusión mediante el progreso educativo y profesional siguiendo la tradición ilustrada

Buena parte de la intelectualidad radical rusa era de origen judío porque los judíos europeos llevaban desde la revolución francesa intentando dejar de ser un grupo excluido para ser aceptados en pie de igualdad como ciudadanos con una herencia cultural y religiosa especial, pero no diferente en esencia a la de católicos, protestantes y ortodoxos. En Alemania y Europa central se inició la gran secularización judía, programa espontáneo de ascenso social e inclusión mediante el progreso educativo y profesional siguiendo la tradición ilustrada.

Los judíos contaban con la ventaja de su tradición letrada propia, pues el judaísmo de la sinagoga es la Ley del Libro (la Torá y literatura derivada). Por tanto, un judío piadoso era ante todo un judío muy leído en sus propios libros. Añadamos la poliglotía habitual -el escritor sefardita Elías Canetti rememoraba que en su casa natal se hablaban cuatro lenguas-, y veremos a docenas de miles de judíos europeos de clase media estudiando para ser los mejores de su profesión; Europa se fue llenando de médicos, abogados, científicos, escritores y profesores de origen judío, una impresionante intelligentsia secularizada. Muchos no querían seguir siendo judíos en sentido religioso; apenas pisaban la sinagoga o, como Marx, Freud y Disraeli, por citar tres ejemplos ilustres, postulaban la integración completa abandonando tradiciones e identidad hebraica.

Pero el caso Dreyfus en Francia, los pogromos orientales y el auge del antisemitismo en Alemania, derrotada en la primera guerra mundial, mostraron una paradoja muy cruel: muchos europeos rechazaban a los judíos piadosos, pero tampoco querían a los que habían dejado de serlo. Las leyes raciales de Hitler volvieron a judaizar por fuerza legal a cientos de miles de exjudíos alemanes, y de todo el mundo, solo por la falacia de considerarlos una raza, aunque desde la diáspora se habían convertido en una comunidad religiosa multicultural, extendida hasta África, India y China (sí, había judíos rigurosamente chinos, como había judíos negros en Etiopía desde hacía muchísimos siglos).

El regreso a Sion como única alternativa

El rechazo no se limitó al nazismo; en lo peor de la persecución, muchos países europeos y Estados Unidos pusieron cuotas máximas a la inmigración de judíos, incluso de los secularizados. Se vieron atrapados entre países que querían matarlos y países que se negaban a admitirlos. ¿Qué hacer en una situación así? ¿Suicidarse voluntariamente con toda tu familia? Fue la hora del hasta entonces minoritario sionismo, nacido en Austria de la mano de Theodor Herzl con el programa de conseguir un “hogar nacional judío”. Fueron luego los ingleses quienes, con la declaración Balfour, prometieron a los sionistas un futuro hogar nacional en la Palestina arrebatada al Imperio turco derrotado, donde ya vivían muchos colonos sionistas además de la antigua comunidad judía, árabe musulmana, drusa y cristiana.

La única solución posible para sobrevivir era un Estado de Israel lleno de paradojas: judío pero aconfesional, pluralista y de cultura europea. Muchos judíos laicos, como Hanah Arendt, no quisieron vivir en Israel, pero no aceptaron que se rechazara su derecho sagrado a existir

La mayoría de los sionistas de primera hora eran de origen askenazi oriental llegados del imperio ruso, como Golda Meir y David Ben-Gurión, agnósticos y laboristas. Tras la guerra, cientos de miles de refugiados supervivientes del Holocausto se vieron obligados a intentar emigrar al futuro Israel porque volvieron a prohibirles regresar a su casa natal. La única solución posible para sobrevivir era un Estado de Israel lleno de paradojas: judío pero aconfesional, pluralista y de cultura europea. Muchos judíos laicos, como Hanah Arendt, no quisieron vivir en Israel, pero no aceptaron que se rechazara su derecho sagrado a existir, y por tanto a defenderse.

Israel es, pues, una recreación sionista, pero también de la exclusión y el antisemitismo. Existe porque Europa no quiso o supo dar una alternativa existencial creíble, pacífica y duradera a los judíos, ni siquiera cuando muchos quisieron dejar de serlo. Y no pasó hace siglos, sino ayer mismo. Sigue de rabiosa actualidad porque, por muchos que sean los errores, injusticias y horrores de la guerra perpetrados por los distintos gobiernos israelíes, los islamistas de Hamás, Hezbolah e Irán, y muchos otros y otras autocracias, no quieren justicia, sino un segundo Holocausto definitivo desde el río hasta el mar. Debemos a Israel todo el apoyo para impedirlo. Que Europa consintiera a los ayatolás lo que intentaron zaristas y nazis equivaldría al suicidio moral y político, porque Israel nace de la cultura democrática europea que debe tanto a los judíos que rechazó.

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