Opinión

Lo que dejó Carlos Saura

Un espejo cruel (como todos los espejos), que construyó durante toda su vida, y una tonelada de belleza en estado puro

Una vez, hace ya muchos años, caminaba yo por el Museo de Arte Abstracto de Cuenca, uno de los más grandes milagros del arte español. Al doblar una esquina me encontré en una habitación en la que había un solo cuadro, muy grande. Se llamaba Toledo. Era una especie de montón casi piramidal en blancos, negros y grises, un puro gemido. Pero a media altura de aquella agonía había una mancha, roja como una puñalada, como un corazón abierto, como un salivazo de sangre. Me quedé apoyado contra la pared, sin aliento, sin poder apartar la vista de aquello. Mi amor de entonces, que venía detrás, se preocupó:

–¿Qué te pasa? ¿Qué estás mirando?

–Una película de Carlos Saura.

–Pero ¿qué dices? Esto es un cuadro. Y aquí pone que es de Antonio Saura, no de Carlos.

–Yo sé lo que digo.

Sigo pensando que lo sabía. Carlos Saura se acaba de morir en medio de la admiración general y de un estrépito de tambores de Calanda que, imagino, a él le habría hecho mucha gracia. Su hermano Antonio se fue hace ya 25 años. Y Miguel Delibes hace ya trece. Estoy convencido de que, de alguna manera difícil de explicar, los tres estaban anudados por una cuerda invisible que los hermanaba y los llevaba por las mismas trochas, aunque no lo pretendiesen y quizá aunque no lo supieran.

Delibes decía que él escribía las novelas que le “pedían paso”: historias que nacían en su interior y que se quedaban allí zumbando, royendo, barbullando a veces durante años, hasta que al escritor no le quedaba más remedio que sacárselas de las tripas y darles forma. Eso es, creo yo, exactamente lo mismo que hacía Carlos Saura con las películas. Algunas veces hizo las películas que quería hacer. Pero otras, la mayoría, hizo las que tenía que hacer, las que no le quedaba más remedio que parir si quería dormir tranquilo.

Se hace porque se tiene que hacer, porque no te queda otra, porque no te deja vivir si la mantienes ahí en el estómago dando vueltas sobre sí misma como un lagarto vivo

Aquel cuadro de su hermano Antonio, Toledo, a mí me llevó inmediatamente hasta una película terrible que vi de chico, La caza. Una historia de rencores apelmazados uno sobre otro durante años, que acaba en una matanza y que se rodó en un blanco y negro brutal, sin piedad alguna, muy contrastado. Una historia que parecía sacada de los más negros odios de la Biblia o de las peores entrañas del ser humano. Esa película, que no se parecía a ninguna otra de su tiempo (es de 1965, Carlos tenía entonces 33 años), no se hace por gusto, por diversión, por ganar dinero o por vanidad. Se hace porque se tiene que hacer, porque no te queda otra, porque no te deja vivir si la mantienes ahí en el estómago dando vueltas sobre sí misma como un lagarto vivo. Lo mismo que aquel cuadro, Toledo.  Lo mismo que Las ratas de Delibes.

Aquella película tremenda está hermanada sin remedio con otra que Saura rodó varias décadas después: El séptimo día. Es la matanza de Puerto Hurraco, sí. Era entonces –y lo es todavía hoy– una historia conocida por todos, de acuerdo. Pero lo espeluznante está en cómo lo cuenta Saura. Si se fijan, es una narración sencilla, lineal, sin altibajos, sin grandes golpes de efecto. El drama, el horror, están presentes desde el primer minuto. El odio negro acumulado por los hermanos “Fuentes” (en realidad se apellidaban Izquierdo) está presente desde el principio, ni sube ni baja; y el contraste con la inocencia de las niñas que luego van a morir, con la simpleza de los demás vecinos del pueblo, hace que la película parezca casi un documental, un relato de la vida que todos vivían. Cuando los dos hermanos se bajan de la furgoneta y se ponen a disparar, no hay (salvo la música de Roque Baños) nada deslumbrante, terrorífico ni desmedido: aquello pasa a la misma velocidad que todo lo demás, pasa porque tiene que pasar, con una espantosa naturalidad. Aquella gente era así y nada podía suceder de otro modo. Solo al final el espectador cae en la cuenta de que está sudando y que le castañetean los dientes.

Éramos así, tal y como lo contó Saura, en las diferentes épocas de nuestra historia y de nuestra vida. Eso es lo que hizo. Contarnos a nosotros, a los que sucesivamente hemos ido siendo. Relatar nuestras obsesiones, nuestros miedos, nuestras inocencias, nuestro transcurrir, pero siempre (o casi siempre) con ese ruido sordo de fuego negro que sonaba sin ruido bajo la tierra que pisábamos, ese ruido lento y profundo que nos convertía a todos en seres frágiles, efímeros, quebradizos, casi innecesarios. Carlos Saura, como su hermano Antonio y como Delibes, contó lo que veía. Lo que sentía. Lo que veía vivir.

Saura utilizaba la metáfora para escapar de la censura, como todos entonces, pero sobre todo porque era el método más eficaz para colocarnos a todos delante de un espejo en el que no nos queríamos mirar

Otros, como Berlanga, recurrieron al humor, por más negro que fuese a veces. O al drama descarnado, como Bardem. O al perfecto artificio teatral para relatar la miseria humana, como el Mario Camus de La colmena o de Los santos inocentes. Saura no. Saura utilizaba la metáfora para escapar de la censura, como todos entonces, pero sobre todo porque era el método más eficaz para colocarnos a todos delante de un espejo en el que no nos queríamos mirar, porque al ver sus películas no había forma de fingir que aquellos que veíamos no éramos nosotros.

Eso no pasaba con casi nadie más. Los personajes de La escopeta nacional, de Berlanga, nos hacían reír (y mucho) porque era fácil creer que no éramos nosotros. El tremendo Martín Marco de La colmena nos daba pena y ternura porque era otro, alguien del pasado, de una época pretérita. Y el señorito Iván de Los santos inocentes no era un hijo de perra sino el arquetipo del hijo de perra. Pero todos hemos sido Ana Torrent en Cría cuervos, todos hemos mirado así, con esa temerosa inocencia; y todos hemos sido (¿somos?) el martirizado López Vázquez de La prima Angélica; y todos hemos comprobado que los miedos de Andrés Pajares, Carmen Maura y el insuperable Gabino Diego en Ay Carmela eran nuestros propios miedos, que seguían ahí, alebrestados por la incertidumbre y por la urgente necesidad de la hipocresía.

Sin embargo, yo me quedo con las películas en las que Carlos Saura decidió zambullirse en la pura belleza. Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo son tres obras maestras irrepetibles, pero ahí todavía (sobre todo las dos primeras) Saura se sujeta a una historia, a un argumento que se puede contar y que tiene que contar, por más vueltas que le dé. Pero cuando vi Sevillanas me caí sentado. Nunca había visto nada igual en el cine español; si acaso en el italiano, con Visconti, quizá Zeffirelli y alguno más.

Nunca me pareció más grande Lola Flores que cuando la vi bailar aquellas sevillanas rocieras con pito y tamboril, vestida de negro

Ya les dije a ustedes alguna vez que yo, para mi completa desgracia y envidia, no he conseguido nunca entender el flamenco ni vibrar con él. No puedo, por más que lo he intentado. Pero Carlos Saura me rompió esa pared, me abrió los ojos. Y fue gracias a la estética insuperable, elegantísima, casi celestial, con que rodeó a las más grandes figuras del arte flamenco (lo mismo en cante que en baile) en Sevillanas y en las dos cintas que dedicó al flamenco y que se llaman así, Flamenco.

Nunca me pareció más grande Lola Flores que cuando la vi bailar aquellas sevillanas rocieras con pito y tamboril, vestida de negro, en un escenario vacío en el que solo había luz blanca y ocre. O cuando Rocío Jurado se puso a cantar Viva Sevilla rodeada nada más que por niños y por sombras, un gentío armonioso el que no había un solo color fuera de su sitio, un tono chillón, una concesión a la vulgaridad. Era pura belleza. Repito: pura belleza.

Eso es lo que nos deja Carlos Saura: un espejo cruel (como todos los espejos), que construyó durante toda su vida, y una tonelada de belleza en estado puro porque él sabía mejor que nadie que no se puede sobrevivir sin buscar la delicadeza y la perfección. Esa es, para mí, su mejor lección. La más grande de todas.

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