Se llevó el barro a los muertos. A las víctimas. Arrasó pueblos. Destruyó casas. Volcó coches. Levantó camiones. Troceó carreteras. Ensució manos, caras, dedos, pies. Hasta el fondo del alma tiñó el barro de color café con leche. Se desbordaron los ríos. Se partieron los puentes. Se inundaron los aparcamientos. Se resquebrajaron tiendas, locales, empresas, centros comerciales, granjas, polígonos, cementerios. Se amontonaron los cadáveres. Se colapsaron las emergencias. Se apagaron los teléfonos. Se transformó el ruido de las calles en el chapoteo de las botas de goma. Se detuvieron los relojes. Se paró la vida para cientos y cientos de personas ese martes veintinueve de octubre. Se perdió bajo el lodazal lo que hasta entonces los afectados habían entendido por rutina. El despertador. El café. El trabajo. El bar. El traje. El maquillaje. Los hijos. Los padres. Los estudios. El paro. La enfermedad. El colegio. El parque. La salud. El vecino. La residencia. El hospital. La cocina. El gimnasio. La familia. El supermercado. El olor a perfume. La televisión. Las risas. La alegría. Lo arrastró todo el barro. Hasta la respiración. Hasta los latidos.
Sólo una cosa buena trajo el barro: la solidaridad. Se olvidó, sin embargo, el barro de arrastrar consigo lo más ruin del ser humano. Se repitieron los saqueos, los robos en mitad de la desolación. Se aprovecharon los vándalos de un paisaje pobre para hacerse ricos. Se divulgaron bulos, noticias falsas que corrieron a la velocidad del agua en los días de DANA. La mentira enfangando siempre la verdad. Se enfrascaron también los políticos en su cansina y sorda pelea, en la confrontación. Y, de nuevo, la crispación flotando sombría sobre la ciénaga. Y la crítica. La crítica constante y repetitiva de todos y hacia todos. Si Amancio Ortega dona cuatro millones, por qué no más. Si crea un fondo de cien, por qué no de más. Si no hace nada, para cuándo algún gesto de su fortuna. Y a lo lejos, silenciados, los gritos desesperados de las víctimas.
Me avergüenza también que toda esta catástrofe se haya convertido en escaparate de influencers para monetizar los “me gusta” y conseguir más seguidores. Qué asco
Todo esto me abochorna. También la actitud, estos días, de algunos compañeros de profesión sacando pecho de unas audiencias tan estratosféricas como la magnitud de la tragedia. O de aquellos y aquellas periodistas obsesionadas con alardear en redes sociales de que están allí, sobre el terreno, al pie de la noticia. Como si fueran el titular y lo demás una nota en minúscula al pie de foto. Como si fuera moda lo de posar con pala, ropa sucia y el fondo manchado. No hay necesidad, no la hay. Me avergüenza también que toda esta catástrofe se haya convertido en escaparate de influencers para monetizar los “me gusta” y conseguir más seguidores. Qué asco. No se puede generalizar, no, pero cuando uno hace algo que le sale de las entrañas, no tiene apenas tiempo ni ganas de andar aireándolo a los cuatro vientos. Lo hace y punto. Así, al menos, lo creo yo. Muchos son narcisistas disfrazados de voluntarios. Porque la tristeza ajena también suma. También vende. Y yo he participado con estupor de esa venta. He asistido como cliente al mostrador de Instagram en busca de esos videos colgados por rostros conocidos para más gloria suya y menos gloria de los afectados, aunque también es cierto que he salido corriendo y horrorizada ante semejante despropósito.
Pienso en todo esto mientras recuerdo una foto de tantas, de la tragedia. Es la instantánea de una puerta en la que hay una frase escrita con los dedos y con tinta de barro. “Adiós mamá. No pudimos llegar a tiempo. Perdón”. Está cerrada y justo encima de estas palabras, a la altura de la mirilla, cuelga ahora descompuesto lo que un día fue un lazo erguido no sé bien con qué motivo. Una celebración, tal vez. Eso quedó atrás en esa vivienda y en muchas otras en las que ya no se puede entrar porque hay que sortear ramaje y escombros, porque hay que sortear el desconsuelo.
Igual y diferente
Escribo este texto en el teléfono mientras observo unos cuantos árboles raquíticos de los que cuelgan hojas gastadas a punto de caer. De fondo escucho y disfruto también del canto nítido de los pájaros mezclado con el ruido de las campanas que avisan de la hora. Aprovecho una pausa en el trabajo para estar sola y en paz, sentada en el banco de la plaza de un pueblo rodeado de un montón de viñedos que tiñen los campos de un arcoíris naranja, amarillo, granate y marrón. No es el marrón del barro que ha cubierto parte del Mediterráneo. Es el marrón que anuncia un otoño que continúa -a su pesar- con su juego de colores. Porque todo -en la vida y en este país- sigue igual, aunque todo siga diferente.
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