Me lo contó Héctor Rojas Erazo –no se pierdan En noviembre llega el arzobispo, su inmensa novela-- en su última visita al Madrid de la Transición. En una aldea perdida de la Colombia profunda, el vigía dio la alarma cuando se acercaba el turista, mochila bajo el camisón de vivos colores y cantimplora al cinto, y el gentío iba asomando aquí y allá su mirada entre incrédula y asustada. El último en sacudirse el sopor de la siesta fue el cacique que, restregándose aún los ojos, salió prevenido acariciando el pomo de su cuchillo para detener con energía la inquietud de la tribu: “Todos quietos, carajo”, ordenó con recio acento antes de añadir: ¡Lo quiero vivo!”.
El turista es siempre, se quiera reconocer o no, un “diferente”, alguien ajeno a nuestra burbuja amniótica que no suele merecer, en principio, la confianza que cabe prestar al viajero. Ni considerando su imprescindible contribución al PIB logramos sacudirnos el secreto rejón de la intolerancia cuando ese visitante escandaliza de madrugada, y eso, pasito a paso, ha dado lugar a esa variante xenófoba que es la turismofobia. En Barcelona hace tiempo que tocaron a rebato y en Venecia se da ya por fracasado todo proyecto de limitar esa invasión creciente considerada tan peligrosa como la proverbial inundación. Y encima, una tasa para disuadir tanto a la demanda como a la oferta turísticas no deja de ser una entelequia por no decir una quimera.
En esta crisis inicial del siglo XXI el debate sobre los riesgos de las migraciones compite con el preocupado por los efectos del turismo a pesar de la obvia distancia que separa a aquellas de éste. Hoy sabemos que sapiens –y tal vez neandenthal—siempre viajaron impulsados por una misteriosa libido errante pero no caben dudas de que entre las oleadas humanas que durante la Edad Media lograron imponerse al romanismo y las que hoy huyen del anacronismo africano fascinadas engañosamente por un paraíso que está muy lejos de ser tal, no hay comparación posible.
Pocos despropósitos tan lamentables, en cualquier caso, como esos carteles en que los exasperados vecinos reclaman a los turistas –“Turist go home”—que se vayan y no vuelvan, sin plantearse siquiera lo que para la sociedad supondría matar a esa gallina de los huevos de oro
Las causas de la obsesión turística no hay que buscarlas, como en el caso de las migraciones, en la necesidad sino en la sugestión de la engañosa cultura de la abundancia instilada en las masas por la acción subliminal que hoy permite una persuasiva tecnología. Porque no niego que el éxito de la oferta low cost haya contribuido decisivamente a la desbandada turística del nuevo siglo pero tampoco que esas pródigas multitudes recurren, cada día más, a otro invento decisivo, la trampa bancaria de los rapaces créditos al consumo, por no hablar de los pisos turísticos contra los que, en el caso de los ilegales, se proyecta ya, para disuadirlos, una medida tan radical como el corte de agua. Pocos despropósitos tan lamentables, en cualquier caso, como esos carteles en que los exasperados vecinos reclaman a los turistas –“Turist go home”—que se vayan y no vuelvan, sin plantearse siquiera lo que para la sociedad actual supondría matar a esa gallina de los huevos de oro.
En fin, que no sé cómo acabaría el episodio del cacique colombiano pero cada vez que, al salir o volver a mi céntrica casa, he de abrirme paso entre el turisteo me parece entrever aquí y allá en balcones y ventanas, cada día con más frecuencia, ojos acechantes y gestos poco amigos. Bien miradas las cosas, la verdad es da la impresión de que, tanto unos como otros, no sabemos ni bien ni mal lo que queremos.
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