Hace unos días, tras la noticia de la muerte de Manuel Ruiz de Lopera, me metí en Movistar+ para ver una serie documental de la que me habían recomendado: La liga de los hombres extraordinarios, realizada por la productora audiovisual de Jordi Évole. Me hipnotizó la conversión del presidente del Betis, de orígenes muy humildes, en una especie de figura mesiánica, adorada por los socios como si fuese un redentor (todo en mitad de una España cruda, eufórica y sin gentrificar, de la que apenas queda ya rastro). Disfruté las imágenes de la época, aunque me agotaban los redichos comentaristas woke con los que el programa de Évole trufaba la acción, así que decidí buscar otra cosa. Encontré enseguida otro contenido potente: la serie documental de la BBC sobre el asecenso de Erdogan, el presidente turco con vocación vitalicia, donde aparecía la misma narrativa: la conversión de un chaval humilde en un líder adorado por los de abajo, con la religión como motor de la metamorfosis.
Por supuesto, estamos ante un proceso histórico que afectó a todo Occidente. Las capas más humildes de la población, da igual Turquía o Andalucía, sintieron a finales del siglo XX un menosprecio militante por parte de las nuevas élites tecnocráticas, que exhibían un fuerte carácter antirreligioso y antipopular. Erdogan es encarcelado por recitar un poema islámico desafiante en un mitin masivo, igual que Lopera es ridiculizado por su devoción radical por el Cristo del Gran Poder. El carisma de ambos, tan distintos a tantos niveles, tiene en común que no abandonaron la fe que unía su destino al de la gente más humilde de su país. No se sentían por encima de nadie y eso hizo que las clases populares les reconociesen de inmediato como sus líderes. Algo parecido ocurre con Nayib Bukele y con otros políticos que darán mucho que hablar en el siglo XXI.
Lopera y el arraigo
Este tipo de perfiles resultan tan carismáticos porque encarnan algo mucho mayor que a ellos mismos. Tiene que ver con mantener la conexión con un tipo de sociedad que ya no existe, donde las mayorías se vinculaban por un ‘nosotros’, por la noción compartida de que existen cosas valiosas más allá de que nos beneficien o perjudiquen como individuos. “La historia de la humanidad es una conversación entre un hombre que cree en Dios y otro que se cree en Dios”, escribió el siempre afilado pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila. Este escolio (aforismo) nos recuerda que el conflicto que tratamos también tiene que ver con la humildad: los perdedores de la globalización prefieren seguir a Jesucristo o a Mahoma antes que a unos dirigentes narcisistas y soberbios, que exhiben máximo desarraigo nacional y desprecio hacia los perdedores del sistema. Por esos estos días escucharemos a muchos progresistas y conservadores 'ilustraditos' burlarse de que las cofradías salgan 'a pasear muñecos'.
Tanto la izquierda como la derecha conocen la potencia política de la religión
Los estrategas políticos más inteligentes saben que apelar a valores religiosos funciona. Se hace tanto desde la derecha tradicionalista -digamos el lepenismo- como desde la izquierda indigenista, pongamos el vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, que reconoce en las entrevistas su aspiración de que los jóvenes dirigentes de izquierda se comporten como misioneros católicos. “La mejor imagen que me viene es la de un jesuita: aferrado a su creencia, con su cruz, caminando en medio de la selva, dispuesto a todos los sacrificios y tormentos del cuerpo. Aferrado a una fe que le hace capaz de sobreponerse a los fracasos, al abandono, a la muerte por su creencia. Los cuadros son hombres y mujeres de creencias, y hay un déficit de cuadros en las izquierdas”, propone. Más allá de la ramplona batalla política, más allá de que unos cuantos esnobs se rían de la fe popular, la religión conserva su potencia comunitaria y de articulación social.
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