Bertrand Russell planteó la gran paradoja de nuestro tiempo: ¿cómo es posible que la excelencia sea aclamada y ensalzada en el deporte, cuando en todos los otros aspectos de la actividad humana suele despertar envidias, inquinas y odio? Es una cuestión importante, máxime en el momento actual, en el que los valores son motivo de discusión enconada. El éxito se reconoce siempre tamizándolo mediante el cedazo ideológico. La pseudo izquierda está siempre presta a lanzar sus anatemas contra un empresario, véase Amancio Ortega, por el simple hecho de no ser de los suyos. Cuidado, no se trata de tener más o menos dinero, que entre las huestes pijo progres hay no pocos millonarios. Lo que se ventila es la disyuntiva lorquiana de Bodas de Sangre: si es de los nuestros o no lo es. Si te llamas Jaume Roures, está bien que tengas la caja fuerte repleta de billetes; si te llamas Ortega, no.
Hay una subversión acerca de los conceptos de bien y mal que vemos a diario aplicada a las personas. Eso nos aleja del auténtico problema, qué está bien y qué está mal, quienes son los buenos y quienes los malos. Vieja discusión que ahora cobra virulencia, aunque el debate filosófico y moral sea de tan bajísima calidad. Lo cierto es que, independientemente de los juicios de los hombres, siempre temporales y variables, hay cosas que todas las personas decentes aceptamos como buenas, de la misma manera que hay muchas otras que rechazamos como malas.
Para eso hay que tener un mínimo de conciencia y empatía con el prójimo y no valorarlo simplemente por aquello que vota o deja de votar. Pero, seamos realistas, la conciencia colectiva está suspendida en el aire y el principal requisito para que el mal no triunfe es que esa conciencia esté activa y despierta. No es el caso, por desgracia.
Lo único que pretenden es moldear la conciencia colectiva en modo perro de Paulov, para que cuando sus representantes políticos o mediáticos digan que toca protestar por esto o aquello lo hagamos obedientemente
Nuestra sociedad se indigna como las rebajas de unos grandes almacenes, por campañas, por épocas, por modas. Una vez se amortiza esa indignación se pasa a la siguiente, aunque el problema no se haya solucionado. Es lo de menos. A los profesionales de esa indignación les trae sin cuidado el racismo, la violencia o la desigualdad. Lo único que pretenden es moldear la conciencia colectiva en modo perro de Paulov, para que cuando sus representantes políticos o mediáticos digan que toca protestar por esto o aquello lo hagamos obedientemente. Ahí radica el mal, en anular el criterio propio, la individualidad, el derecho a discrepar de la masa.
Todo ha de ser unánime, adocenado, sin la posibilidad de salirse de la fila so pena de quedar señalado. Ahí entran esos mantras que, de tanto usarlos, han quedado gastados. Facha, por ejemplo. Si te tildan de tal, el estigma te perseguirá por donde vayas. Pero reparen ustedes en que si se adjetiva a alguien de comunista, el efecto es completamente distinto. No está mal visto socialmente, al contrario. Uno puede colgar una pancarta en favor de Stalin y marcharse a su casa tan ricamente, sin miedo a ser condenado al ostracismo. Y, sin embargo, la UE ha condenado tanto al nazismo como al comunismo hace poco. Las atrocidades de Hitler y Stalin, incluido el antisemitismo o los campos de exterminio, están ahí, en la Historia. Pero en España no podrá usted, cosa que me parece muy bien, aparecer en ningún sitio alabando al Tercer Reich porque incurrirá en un delito de odio. En cambio, si se pasea usted por los platós alabando a la URSS es posible incluso que le den un programa.
Ahí entran esos mantras que, de tanto usarlos, han quedado gastados. Facha, por ejemplo. Si te tildan de tal, el estigma te perseguirá por donde vayas
Así como en Cataluña lo seráfico es decir que estás por romper la convivencia, defender a los golpistas y mostrarte groseramente racista con los españoles, en España se lleva señalar a todo aquel que no comulgue con el nuevo evangelio izquierdista. No hay más. Sirva como corolario lo que un sujeto le dijo a la ministra Montero el otro día en un programa de radio “Tienes un coño más grande que esta mesa”, a lo que la ministra respondió con una sonrisa radiante y un “Es un magnífico piropo”. Evidentemente, el piropeador es de los de Montero. Así, se le puede permitir. Imaginen qué habría pasado si eso se lo llega a decir cualquier otro.
Lo dicho. Hay buenos y hay malos. Lo preocupante es que quien expide esos certificados sea, precisamente, el mal. Ante un bien, seamos claros, callado, cobarde, hipócrita y diletante.