Opinión

Los días que se recordarán

Temo mucho que estos que estamos viviendo sean las vísperas de días terribles que se recordarán durante mucho tiempo

Imaginen aquel verano de 1936, en cualquier lugar de España: Madrid, Barcelona, Valencia, cualquiera. Sabemos que fue uno de los más calurosos del siglo. A mediados de julio, la gente trataría de mitigar el sofoco como lo ha hecho siempre: buscando las sombras del Retiro, ayudándose con los abanicos, yendo a la playa si la tenían cerca. Eso era lo que pasaba: que hacía mucho calor. Los periódicos sacaban en sus portadas dibujos de muchachas fumando, cosas sobre la campaña electoral en Estados Unidos, la visita de la duquesa de York a una escuela-asilo. Sí, claro, había rumores, la gente hablaba de lo que ocurría en Madrid: que si habían matado a un político importante, que si se habían oído algunos tiros. Pero eran conversaciones calmadas, aireadas con el abanico, acompañadas de cerveza. Todo eso pasaba lejos. Hay cosas que siempre nos parece que ocurren lejos, fuera de nuestra vida cotidiana, de nuestra costumbre, de nuestro propio calor.

Los últimos días de agosto de 1939, por ejemplo en Varsovia, supongo que serían muy parecidos. Menos solanera, desde luego, pero la gente sin duda paseaba por las calles, iba a trabajar, miraba los escaparates. También hablaba la gente, también había preocupación y rumores, pero ¿cuándo no los hay?

En Londres, a primeros de mayo de 1940, ocurría lo mismo. Sí, el rey Jorge VI había dicho por la radio, con su leve tartamudeo, que el país estaba en guerra con Alemania. Pero lo cierto es que no pasaba nada: no había bombas, ni soldados en las esquinas, ni escasez, ni casi sirenas, ni nada. El metro iba abarrotado, como siempre; los teatros se llenaban, igual que los pubs y que los parques donde correteaban los niños.

Ninguno de aquellos hombres y mujeres, ancianos y niños que habitaban allí entonces podía siquiera imaginar que no estaban viviendo días corrientes, sino vísperas

Ni los españoles, ni los polacos, ni los británicos –me refiero a la gente como ustedes y como yo– tenía, en aquellos días, ni la menor idea de que, de un momento a otro, los cielos se iban a abrir y se iba a precipitar sobre todos ellos el peor de los infiernos. Que su vida, si lograban conservarla, iba a cambiar para siempre. Que el mundo que conocían; el mundo cotidiano en el que habían nacido y crecido, en el que seguramente se habían enamorado y sobre el que pensaban levantar su futuro y sus sueños, estaba a punto de hundirse, de desaparecer bajo algo mucho peor que un terremoto. Ninguno de aquellos hombres y mujeres, ancianos y niños que habitaban allí entonces podía siquiera imaginar que no estaban viviendo días corrientes, sino vísperas. Las jornadas inmediatamente anteriores a otras que el mundo recordaría durante siglos, que se estudiarían en las escuelas y universidades, que se conmemorarían década tras década con ceremonias solemnes y coronas fúnebres.

No pretendo ser alarmista, ustedes perdonen. Es lógico que los periódicos y las televisiones dediquen ahora mismo espacios inmensos, horas enteras a la victoria del Real Madrid sobre el Atleti, y a discutir con entusiasmo de teólogos medievales sobre si ese muchacho, cómo se llama, Julián Álvarez, tocó el balón con un pie o con los dos antes de tirar el penalti. Eso es importante porque apasiona a millones de personas. Es comprensible y justísimo que otros millones de personas, entre ellas yo, hayan sentido algo muy parecido a la felicidad al contemplar –insomnes– cómo Carlitos Alcaraz vapuleó al tenista búlgaro Dimitrov en un partido perfecto, allá en el desierto de California, a 9.000 kilómetros de distancia. Es por completo razonable que los medios nos inunden a cada instante no ya con agua, sino con la noticia de que el agua nos está cayendo a todos encima sin tasa ni comedimiento, como caen los monzones en la India, y que la sequía de tres años ha terminado al fin. Yo me alegro mucho sobre todo por el acuífero 23, un mar subterráneo gigantesco del que dependen tantas cosas.

Más o menos la misma pasión que en su día dedicamos al señor Julen Lopetegui cuando era entrenador del Real Madrid, y el país entero estaba partido en dos sobre la ardua cuestión de si aquel hombre merecía el fusilamiento o bastaría con la horca

Seamos generosos: también hay que entender que la prensa le esté –le estemos– dedicando al señor Mazón, a sus obras y sus pompas, a su consistencia o volatilización, a su estado políticamente sólido, líquido o ya claramente gaseoso, más o menos la misma pasión que en su día dedicamos al señor Julen Lopetegui cuando era entrenador del Real Madrid, y el país entero estaba partido en dos sobre la ardua cuestión de si aquel hombre merecía el fusilamiento o bastaría con la horca. O lo de la señora Ayuso: esta mujer de ego hipertrofiado que no puede soportar que no se hable de ella y que ha aparecido en Telekabul –así llamamos muchos a la Telemadrid de toda la vida– para mentir, con su habitual desvergüenza, sobre lo que pasó en las residencias de ancianos durante la pandemia.

Todo esto se asemeja mucho, me parece a mí, a lo que nos pasaba a los españoles hace 90 años, entretenidos como estábamos con la discusión sobre si el reinado del diestro Domingo Ortega se veía amenazado por la pujanza de Mejías Bienvenida o más bien por la de Armillita Chico. Nadie recuerda hoy aquellas disputas. La razón es sencilla: se estaban produciendo no en días corrientes, sino en vísperas de la peor y más larga tragedia que había vivido nuestra nación en más de dos siglos. Eso es lo malo de las vísperas: que, lo mismo que el cáncer de pulmón, no avisan. Nadie sabe que estaba viviendo la víspera de algo hasta que ya es demasiado tarde.

La guerra económica que este chalado está montando a toda prisa no beneficiará a nadie, pero devastará a los agricultores andaluces y a los de tres cuartas partes más de la nación, a los olivareros, a los vinateros, a los fabricantes de queso

Quizá por eso no somos conscientes de algo que está ocurriendo ya y que, si nadie le pone remedio, nos va a cambiar la vida a todos. Tan solo los dueños mundiales del dinero se han dado cuenta ya y han reaccionado. Los mismos que jalearon la llegada de Donald Trump a la presidencia de EE UU, no hace todavía dos meses, con la euforia con que habrían celebrado la resurrección de Elvis o el descenso de Nuestro Señor sobre la Casa Blanca, han girado sobre sus talones y han empezado a advertirle: muchacho, todos sabíamos que estabas loco pero estás jugando con cosas muy peligrosas. Deja quieto el rotulador de firmar decretos arancelarios y deja de enredar, que puedes hundir el país –y a nosotros con él– antes del verano. E loco, de momento, no hace caso.

Esto son vísperas, yo estoy convencido. Este hombre “desatinado, fuera del orden natural de las cosas” se ha propuesto desmontar el orden económico y geopolítico que sujeta el mundo desde la segunda guerra mundial. No es capaz de comprender que su intento de demostrar que la tiene más grande que nadie puede arruinar a su propio país, como ya han detectado las Bolsas de valores, y a más de medio planeta con él. Nuestra casposa extrema derecha, que tan despreocupadamente le jalea, parece no darse cuenta que la guerra económica que este chalado está montando a toda prisa no beneficiará a nadie, pero devastará a los agricultores andaluces y a los de tres cuartas partes más de la nación, a los olivareros, a los vinateros, a los fabricantes de queso, al sector de la automoción, a los fabricantes de componentes, a la industria química y al sursum corda. Si le dejan suelto con su rotulador, este zumbao puede provocar algo comparable a lo que sucedió en 1929 y, sin duda, parecido al hundimiento de 2008.

Emperador de pacotilla

No puedes pasarte al otro bando cuando eres el líder de uno de los dos. No puedes ponerte de parte de quien se declara abiertamente enemigo de tus aliados de siempre. Ni a Atila se le ocurrió eso. No puedes forzar a esos aliados a gastar fortunas inconcebibles en rearmarse a toda prisa, porque pueden hacerlo y eso nos devolvería a los años más angustiosos de la segunda mitad del siglo pasado. No hablemos ya de los principios morales, que este tipo no los ha tenido nunca; hablemos de los países, de las personas, de la vida de personas como nosotros. De nuestras vidas. No se puede jugar con eso pensando que son dados que este emperador de pacotilla agita en sus manazas, o naipes sin importancia que va lanzando sobre el tapete el croupier de uno de sus fracasados casinos. No se puede poner un fusil ametrallador en manos de un chimpancé… que no sabe que es un chimpancé.

No sé ustedes, pero yo estoy asustado. Temo mucho que estos que estamos viviendo sean las vísperas de días terribles que se recordarán durante mucho tiempo. Lo único que podemos hacer es ser conscientes de ello. Aunque eso quita el sueño. Sí, quizá lo mejor sea seguir entretenidos con Mazón. A fin de cuentas, eso no le importa a nadie más que a nosotros.

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